Capítulo I. Un tabernero terrible
—Co… co… co. ¡Qué querrás decir, por todos los
truenos y tempestades del Cantábrico! Co… co. Ya sé que hay papagayos
llamados Cocós, pero estoy por creer que no será uno de esos
pintarrajeados volátiles quien me haya escrito esta carta… Mejor será
interrogar a mi mujer, la cual, quizás, tampoco pueda descifrar estos
garabatos. En fin: ¡Panchita!
Una robusta hembra de unos treinta y cinco años, morena, de ojos
almendrados como andaluza, graciosamente ataviada y con las mangas
recogidas para lucir unos bien torneados y mórbidos brazos, salió detrás
de un largo mostrador de caoba, donde se hallaba fregoteando vasos, y
dijo:
—¿Qué deseas, Pepito?
—¡Diablo de Pepito! Yo soy un señor Barrejo y no un Pepito
cualquiera. ¿Cuándo te acordarás, mujer, de que yo soy un noble de
Gascuña?
—Pepito es un nombre más dulce.
—Pues déjatelo para Sevilla.
El que hablaba así era un hombrote alto y enjuto, con dos bigotes
enmarañados y algo grises y de rasgos enérgicos que no se adaptaban bien
a un tabernero.
Con las piernas rígidas, clavado frente a una mesa ocupada por una
media docena de mestizos, que se encontraban agotando una jarraza de mezcal, fijaba sus ojos grises, relampagueantes como el acero, sobre un trozo de carta.
—Lee tú, Panchita —dijo, alargando la hoja a la mujer—. No se escribe
así en Gascuña, ¡por todos los estruendos del mar de Vizcaya!
—¡Caramba! —respondió—. Nada entiendo.
—Son, pues, unos burros los castellanos —exclamó el tabernero,
estirándose más sobre sus plantas—. Y no obstante allá se habla la
purísima lengua de la grande España.
—¿Y en Gascuña? —añadió la hermosa morena, con una carcajada—. ¿No son burros en tu país, Pepito?
—Déjame Gascuña a un lado; es ella una tierra elegida que solo a espadachines nutre.
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