I
Tras quince años de ausencia, deseaba yo volver a
ver mi tierra natal. Había en mí algo como una nostalgia del Trópico.
Del paisaje, de las gentes, de las cosas conocidas en los años de la
infancia y de la primera juventud. La catedral, la casa vieja de tejas
arábigas en donde despertó mi razón y aprendí a leer; la tía abuela casi
centenaria que aun vive; los amigos de la niñez que ha respetado la
muerte, y tal cual linda y delicada novia, hoy frondosa y prolífica mamá
por la obra fecundante del tiempo. Quince años de ausencia... Buenos
Aires, Madrid, París, y tantas idas y venidas continentales. Pensé un
buen día: iré a Nicaragua. Sentí en la memoria el sol tórrido y vi los
altos volcanes, los lagos de agua azul en los antiguos cráteres, así
vastas tazas demetéricas como llenas de cielo líquido.
Y salí de París hacia el país centroamericano, ardiente y pintoresco,
habitado por gente brava y cordial, entre bosques lujuriantes y
tupidos, en ciudades donde sonríen mujeres de amor y gracia, y donde la
bandera del país es azul y blanca, como la de la República Argentina.
Me embarqué en un vapor francés, La Provence, en el puerto de
Cherbourg, y llegué a Nueva York sin más incidente en la ruta que una
enorme ola de que habló mucho la prensa. Según Luis Bonafoux, la caricia
del mar iba para mí... Muchas gracias. Pasé por la metrópoli yanqui
cuando estaba en pleno hervor una crisis financiera. Sentí el huracán de
la Bolsa. Vi la omnipotencia del multimillonario y admiré la locura
mammónica de la vasta capital del cheque.
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