11 de agosto.
Estoy en Pamplona y no sabría explicaros lo que me
pasa. No había visto jamás esta ciudad, y me parece que reconozco cada
calle, cada casa, cada puerta. Toda la España que vi en mi infancia se
me aparece aquí como el día en que vi pasar la primera carreta de
bueyes. Se borran treinta años de mi vida; vuelvo a ser el niño, el chiquito francés,
como me llamaban. Todo un mundo que dormía en mí se despierta, revive y
hormiguea en mi memoria. Yo lo creía casi borrado, y está más
resplandeciente que nunca.
Esto es, realmente, la verdadera España. Veo plazas porticadas,
pavimentos de mosaicos de guijarros, balcones con toldos, casas pintadas
a franjas, que me hacen palpitar el corazón. Me parece que era ayer.
Sí, yo entré ayer bajo esa gran puerta cochera que da a una escalerilla;
el otro domingo compré, yendo de paseo con mis jóvenes camaradas del
seminario de nobles, no sé qué tortas picantes (rosquillas) en esta
tienda de cuyo frontón cuelgan dos pellejos de macho cabrío para poner
vino; yo he jugado a la pelota a lo largo de esta pared, detrás de una
iglesia vieja. Todo eso es para mí cierto, real, distinto, palpable.
Hay algunos zócalos de fachadas pintados imitando mármoles
extravagantes que me enamoran. He pasado dos horas deliciosas frente a
frente de un viejo postigo verde a pequeños recuadros que se abre en dos
mitades, de modo que forma una ventana si se abre la mitad y un balcón
si se abre por completo. Ese postigo estaba hace treinta años, sin que
yo me diera cuenta de ello, en un rincón de mi pensamiento. Y he dicho:
¡Toma! ¡Éste es mi viejo postigo!
Información texto 'Pamplona'