Textos más vistos publicados por Edu Robsy publicados el 4 de marzo de 2017 | pág. 2

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editor: Edu Robsy fecha: 04-03-2017


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La Conducta de la Vida

Ralph Waldo Emerson


Ensayo, Filosofía


I. HADO

Delicados presagios que flotan en el aire
revelan al bardo solitario el verdadero testimonio;
aves con augurios en sus alas
cantan desilusionadamente
para atraerle, para advertirle;
bien podría el poeta no aprender
a descifrar o difundir
indicios escritos en caracteres más vastos;
y retener, al amanecer,
tenues sombras de la tarde.
Pues la previsión se une
a lo que ha cobrado significado;
o digamos que la paciente prudencia
es el mismo genio creador.

Ocurrió durante un invierno, hace algunos años, que nuestras ciudades se pusieron a discutir la teoría de la época. Por una extraña coincidencia, cuatro o cinco hombres célebres se dirigieron a los ciudadanos de Boston o Nueva York en los términos del espíritu del tiempo. El asunto tuvo la misma prominencia en cienos panfletos memorables y en la prensa contemporánea de Londres. Para mí, sin embargo, la cuestión del tiempo se resuelve en la cuestión práctica de la conducta de la vida. ¿Cómo he de vivir? Somos incompetentes para solventar el tiempo. Nuestra geometría no puede medir las enormes órbitas de las ideas dominantes, prever su retorno y reconciliar su oposición. Sólo podemos obedecer nuestra propia polaridad. Por grato que sea especular y escoger nuestro rumbo, hemos de aceptar un dictado irresistible.

En los primeros pasos para satisfacer nuestros deseos topamos con limitaciones inamovibles. Ardemos con la esperanza de reformar a los hombres. Tras muchos experimentos, descubrimos que tendríamos que haber empezado antes, en la escuela; pero ni los niños ni las niñas son dóciles y no podemos hacer nada con ellos. Concluimos que no son de buena cepa. Tendríamos que empezar nuestra reforma mucho antes, en la generación; es decir, hay un hado o leyes del mundo.


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Una Madonna de las Trincheras

Rudyard Kipling


Cuento


Diga lo que diga un hijo del hombre
A su corazón de los dioses del cielo,
Éstos han mostrado al hombre, con enorme celo,
Gracias maravillosas y amor infinito.

Oh, dulce amor; oh, vida mía, encanto,
Querida; aunque los días nos separen
Más allá de toda esperanza, y nos alejen tanto,
Los dioses no nos apartarán dos veces tan seguidas.

Swinburne, «Les Noyades».

Dado el número de excombatientes afectados todavía por sus experiencias que ingresaron en la Logia de Instrucción (afiliada a la I. E. 5837, Fe y Obras) en los años siguientes a la guerra, lo raro es que no hubiera más problemas con los Hermanos que al encontrarse de pronto con antiguos camaradas se veían retrotraídos a un pasado todavía reciente. Pero nuestro regordete médico local de barba puntiaguda —el Hermano Keede, Guardián Mayor— siempre estaba listo para atender los casos de histeria antes de que fueran a más, y cuando me tocaba a mí examinar a Hermanos desconocidos o no certificados del todo desde el punto de vista masónico, le pasaba todos los casos que me parecían dudosos. Keede había sido oficial de sanidad de un batallón del sur de Londres durante los dos últimos años de la guerra, y naturalmente solía encontrarse con amigos y conocidos entre los visitantes.

El Hermano C. Strangwick, recién ingresado en la masonería, joven y relativamente alto, nos llegó de una logia del sur de Londres. Sus documentos y sus respuestas parecían por encima de toda sospecha, pero tenía en los ojos enrojecidos una mirada de estupefacción que podría significar algo de los nervios, de manera que me ocupé de presentárselo especialmente a Keede, que descubrió que se trataba de un antiguo ordenanza de la Plana Mayor de su batallón, lo felicitó por haberse recuperado —lo habían licenciado por mala salud, no sé exactamente qué— e inmediatamente empezó a recordar cosas del Somme.


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Algo de Mí Mismo

Rudyard Kipling


Biografía


PARA MIS AMIGOS CONOCIDOS Y DESCONOCIDOS

Capítulo 1. Una infancia

1865-1878

Dadme los seis primeros años de la vida
de un niño y tendréis el resto

Al mirar atrás desde éstos mis setenta años, tengo la impresión de que, en mi vida de escritor, todas las cartas me han tocado de tal modo que no he tenido más remedio que jugarlas como venían. Así pues, atribuyendo cualquier buena fortuna a Alá, de quien todo viene, doy comienzo:

Mi primer recuerdo es el de un amanecer, su luz y su color y el dorado y rojo de unas frutas a la altura de mi hombro. Debe de ser la memoria de los paseos matutinos por el mercado de frutas de Bombay, con mi aya y después con mi hermana en su cochecito, y de nuestros regresos con todas las compras apiladas en éste. Nuestra aya era portuguesa, católica romana que le rezaba —conmigo al lado— a una Cruz del camino. Meeta, el criado hindú, entraba a veces en pequeños templos hindúes en los que a mí, que no tenía aún edad para entender de castas, me cogía de la mano mientras me quedaba mirando a los dioses amigos, entrevistos en la penumbra.

A la caída de la tarde paseábamos junto al mar a la sombra de unos palmerales que se llamaban, creo, los Bosques de Mhim. Cuando hacía viento, se caían los grandes cocos y corríamos —mi aya con el cochecito de mi hermana y yo— a la seguridad de lo despejado. Siempre he sentido la amenaza de la oscuridad en los anocheceres tropicales, lo mismo que he amado el rumor de los vientos nocturnos entre las palmas o las hojas de los plátanos, y la canción de las ranas de árbol.


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Cazadora de Cabelleras

Emilio Salgari


Novela


CAPÍTULO I. CACERÍA DE BISONTES

—¡Diablo!

—¿Qué te pasa, John?

—¿No percibís un olor especial, Harris?

—Yo, no.

—¿Y tú, Jorge?

—Tampoco.

—¿Es que no tenéis olfato?

—Tal vez —respondió el joven a quien llamaban Harris.

—¡Es inconcebible! Verdad que hace treinta años que yo recorro las praderas; pero ustedes hace ya doce y debían tener casi tanta práctica como yo.

—Once nada más, John; porque yo tengo cuarenta y un años y mi hermano Jorge treinta y nueve.

—Y yo casi sesenta.

—Lo que no os impide parecer todavía un jovenzuelo.

—Déjate de bromas, y procura aspirar fuerte, a ver si perciben algún olor especial.

—Por más que venteo, no huelo nada.

—¡Parece Imposible!

Una voz nasal, y que estropeaba lastimosamente el lenguaje de las praderas, se oyó en aquel momento.

—Mister John, yo no ser venido aquí para escuchar tonterías. Yo querer cazar bisontes, y no importarme si vuestros amigos ser viejos o jóvenes. Deseo ver bisontes con largas cuernas.

—Tened un poco de paciencia, milord —respondió John—. Veréis bisontes, y junto a ellos, a los pieles rojas, que se darán por muy contentos si os arrancan la cabellera y logran hacer un tótem con vuestra barba.

—¡Tótem! ¿Qué cosa ser «tótem», mister?

—Una especie de bandera.

—¡Oh, no! ¡Mi barba no servir para bandera! ¡No tener los colores del pabellón inglés!

—Más vale así; pero ¡atención! —dijo de pronto John en tono imperioso.

Los cuatro jinetes hicieron detenerse a sus caballos.

John, el jefe de aquel pequeño grupo de cazadores, era un verdadero hércules, macizo como un bisonte, y que llevaba el peso sus sesenta años con la desenvoltura de un hombre de treinta.


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Los Horrores de las Filipinas

Emilio Salgari


Novela


PRIMERA PARTE. LOS MISTERIOS DE THAN-KIU

Donde cae una semilla de placer brotan mil gérmenes de dolor.

SCHILLER

CAPÍTULO I. LOS JURAMENTADOS DE SOLÚ

¡Los moros! ¡Los moros! Este grito retumba como un trueno en las calles de Manila, la opulenta capital de Filipinas.

Una muchedumbre aterrada, pálida, con los ojos desencajados, se precipita como un huracán por el soberbio puente de diez ojos que une la ciudad murada, la ciudad española, con los populosos arrabales de Binondo y Santa Cruz, que forman la ciudad china.

Algunos de los fugitivos, atropellados por los que vienen detrás de ellos, caen al suelo; pero no tardan en levantarse y en emprender de nuevo su desesperada carrera gritando siempre:

—¡Los moros! ¡Los moros!

Hombres, mujeres, niños, españoles, tagalos, chinos, mercaderes, marineros, barqueros del Passig y soldados, todos corren como si los siguiera una manada de fieras sedientas de sangre.

Caen algunas mujeres y niños envueltos por aquella oleada humana; que avanza con ímpetu irresistible. La multitud pasa sobre ellos pisoteándolos; pero ¿quién se preocupa por tan poca cosa en aquellos momentos?

Entra la turba en la ciudad atropellando a centinelas y aduaneros y aullando siempre:

—¡Huid! ¡Sálvese el que pueda! ¡Los moros! ¡Los moros!

Ciérrense estrepitosamente las puertas de las casas; bájense de un golpe los cierres de las tiendas, huyen despavoridos los vendedores de frutas y hortalizas, dejando abandonadas sus mercancías en medio de las calles, fustigan los cocheros a los caballos y salen disparados con sus vehículos, sin mirar si atropellan a alguien.

Abrense algunas ventanas, y salen de ellas miedosas voces que preguntan:

¿Qué pasa?

—¡Vienen de Binondo! —responden algunos fugitivos sin detenerse.

—Pero ¿quiénes?

—¡Los juramentados!


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Los Solitarios del Océano

Emilio Salgari


Novela


PRIMERA PARTE. LOS SOLITARIOS DEL OCÉANO

CAPÍTULO I. LA FURIA HUMANA

Un rugido inmenso, terrible, que parecía salir de las fauces de cien, fieras enfurecidas, brotó como un trueno de la profundidad de la estiba, haciendo huir precipitadamente a las aves marinas que se habían posado sobre los mástiles de la nave.

Al oír aquel rugido, que parecía el anuncio de una tormenta | horrible, más tremenda que las que suelen conmover los mares, los marineros esparcidos por proa y popa interrumpieron las maniobras y se miraron con ojos espantados.

Hasta el capitán, que paseaba por la pasarela, se detuvo bruscamente y una intensa palidez se difundió por su tez, quemada por el sol de los trópicos.

Un joven marinero que se encontraba en el castillo de proa dejó escapar la escota de trinquete y lanzó una rápida mirada sobre el mar.

—¡Los tiburones acuden a devorar otro hombre! —exclamó.

—¡Pues es el décimo!

—¡Eh, bosman! ¡Ya puedes preparar otra hamaca y otra bala de cañón!

El viejo marinero de encorvadas espaldas, con el pecho desnudo y velludo como el de un mono y el rostro cubierto de pelo casi hasta los ojos, se acercó vivamente a la obra muerta.

—¿Los ves, bosman? —preguntó el joven que había anunciado la presencia de los tigres del mar—. ¡Han olfateado otro muerto!

Tres enormes peces-perros, del género de los charcharias, de cinco a seis metros de largo, sacaban su cabezota monstruosa y enseñaban los dientes triangulares que guarnecían su inmensa boca semicircular.

Sus pequeños ojos, casi redondos, con el iris verde oscuro y la pupila azulada, se fijaban con intensidad en la amura de babor, como si desde allí debiera caer entre sus mandíbulas la presa largo tiempo esperada.

—¡Canallas! —exclamó el viejo, amenazándolos con el puño—. ¡Ya os habéis tragado diez!


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Ojo de Alá

Rudyard Kipling


Cuento


Como el chantre de San Illod era un músico demasiado entusiasta para ocuparse de la biblioteca, el sochantre, a quien le encantaban todos los detalles de esa tarea, estaba limpiándola, tras dos horas de escribir y dictar en el Scriptorium. Los copistas entregaron sus pergaminos —se trataba de los Cuatro Evangelios, sin iluminar, que les había encargado un Abad de Evesham— y salieron a rezar las vísperas. John Otho, más conocido como Juan de Burgos, no hizo caso. Estaba bruñendo un relieve diminuto de oro en su miniatura de la Anunciación para el Evangelio según San Lucas, que se esperaba más adelante se dignara aceptar el Cardenal Falcadi, Legado Apostólico.

—Para ya, Juan —dijo el sochantre en voz baja.

—¿Eh? ¿Ya se han ido? No había oído nada. Espera un minuto, Clemente.

El sochantre esperó, paciente. Hacía más de doce años que conocía a Juan, que se pasaba el tiempo entrando y saliendo de San Illod, a cuyo monasterio siempre decía pertenecer cuando estaba fuera de él. Se le permitía decirlo sin problemas, pues parecía estar versado en todas las artes, todavía más que otros Fitz Othos y también parecía llevar todos sus secretos prácticos bajo la cogulla. El sochantre miró por encima del hombro hacia el pergamino alisado en el que estaban pintadas las primeras palabras del Magnificat, en oro sobre un fondo de pan de laca roja para el halo apenas iniciado de la Virgen. Ésta aparecía, con las manos unidas en gesto maravillado, en medio de una red de arabescos infinitamente intrincados, en torno a cuyos bordes había flores de naranjo que parecían llenar el aire azul y cálido que cubría el diminuto paisaje reseco a media distancia.

—Le has dado un aire totalmente judío —dijo el sochantre estudiando las mejillas oliváceas y la mirada cargada de presentimiento.


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Galera del Bajá

Emilio Salgari


Novela


1. En la galera del Bajá

Mientras el griego se desembarazaba con tanta habilidad de los incautos marineros, Mico proseguía su marcha hacia la galera almirante, con las luces apagadas para eludir que le dispararan desde las naves con alguna culebrina.

A distancia refulgían los faroles de la flota turca, aquellos grandes y magníficos fanales en ocasiones de hasta metro y medio de altura, todos de plata, con excepción de los de la capitana, que eran de oro.

Mico, que como marinero valía tanto como el griego, observó las continuas maniobras de las galeotas, que se cruzaban e iban de un lado a otro de la capitana para protegerla de una improbable sorpresa, e hizo avanzar su embarcación hacia una de ellas. No tardó en oír una voz amenazadora, que gritaba:

—¿Quién vive? Detente o te ametrallamos igual que a un perro cristiano.

—Turco que procede de la ensenada de Capso y trae una carta del sultán —repuso con acento sereno el albanés.

—Aproxima tu chalupa.

El montañés arrió el velamen y con rápida y muy hábil maniobra aproximó su chalupa a babor de la galeota.

—Sube.

Mico amarró el bote a la escalera y subió con agilidad, alcanzando la toldilla, donde apareció ante él un capitán, acompañado por media docena de oficiales. El hombre dejó caer sobre el cuello de Mico una pesada mano con dedos como tenazas y dijo:

—Muestra la carta.

—He de entregarla personalmente en manos del bajá.

—¿Imaginas que voy a ser tan necio que la abra?... El Gran Almirante sería capaz de empalarme y de momento no tengo la menor gana de... Primero me apetece ver la total destrucción de Candía.

Unos marineros habían llevado faroles. Mico sacó la misiva de un bolsillo interior y enseñó al sorprendido capitán los grandes sellos del sultán.


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123 págs. / 3 horas, 36 minutos / 536 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Montaña de Luz

Emilio Salgari


Novela


CAPÍTULO 1

Una muy calurosa tarde de julio de 1843, un elefante de estatura gigantesca, trepaba fatigosamente los últimos escalones del altiplano de Pannah, uno de los más salvajes y al mismo tiempo más pintorescos de la India central.

Como todos los paquidermos indostánicos, que solamente pueden mantener los potentados, llevaba sobre su dorso una rica gualdrapa azul, con bordes rojos, largos colgantes en las enormes orejas, una placa de metal dorado protegiéndole la frente, y anchas cinchas destinadas a sostener el hauda, esa especie de casilla que puede contener unas seis personas cómodamente ubicadas.

Tres hombres montaban al coloso; primero su cornac, o sea conductor, que se mantenía a caballo sobre el robusto pescuezo del animal, con las piernas ocultas bajo las gigantescas orejas, empuñando un pequeño arpón con punta de acero; más atrás, en el interior del hauda, viajaban los pasajeros, que por sus ropas parecían pertenecer a una elevada casta.

Mientras el primero desafiaba los rayos solares sin preocuparse casi, los otros dos estaban cómodamente ubicados en sendos cojines de seda dentro dé la especie de torrecilla, cubierta por arriba con un toldillo de percal azul y dorado.

El mayor de los dos hombres era un hermoso representante de la raza indostánica, de unos cuarenta años, alto, delgado y de anchos hombros.

Vestía un amplio doote de seda amarilla con adornos rojos, que caía en amplios pliegues, ajustándose en torno a su cintura por medio de una faja roja recamada en oro, y tenía la cabeza envuelta en un pañuelo.


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Hijas de los Faraones

Emilio Salgari


Novela


PRIMERA PARTE. LAS HIJAS DE LOS FARAONES

CAPÍTULO I. A ORILLAS DEL NILO

La calma reinaba a orillas del majestuoso Nilo. El sol iba a ocultarse tras las altas copas de las inmensas y frondosas palmeras, entre un mar de fuego que teñía de púrpura las aguas del río, dándole la apariencia de bronce recién fundido, mientras que por levante un vapor violáceo, cada vez más oscuro, anunciaba las primeras tinieblas. Un hombre permanecía junto a la orilla, apoyado en el tronco de una tierna palmera, en una especie de semiabandono y sumido en profundos pensamientos. Su mirada errante vagaba por las aguas que se hendían con un dulce murmullo entre los troncos de los papiros que emergían entre el fango. Era un hermoso joven egipcio, de unos dieciocho años escasos, espaldas más bien anchas y robustas, brazos musculosos, terminados en largas y delicadas manos, de rasgos muy bellos, proporcionados y de cabello y ojos intensamente negros. Vestía una sencilla túnica que descendía hasta sus pies a largos pliegues, ajustada a su cintura por un ceñidor de lino de franjas blancas y azules. En su cabeza, y para resguardarse de los ardientes rayos del sol, lucía aquella especie de tocado usado por los egipcios de hace cinco mil años, caracterizado por un pañuelo triangular, de franjas coloreadas, ceñido en la frente por una estrecha cinta de piel y con los picos cayendo sobre la espalda. Aquel joven permanecía en una inmovilidad absoluta, como si no se diera cuenta siquiera que las primeras sombras de la noche comenzaban a invadir las palmeras y el río. Como si no viera que permanecer demasiado tiempo en aquellas orillas, tras la puerta del sol, podía resultar muy peligroso.


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294 págs. / 8 horas, 34 minutos / 582 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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