Textos más vistos publicados por Edu Robsy publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 3

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editor: Edu Robsy fecha: 26-10-2020


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La Primera Conquista

Felipe Trigo


Cuento


Me había dado mi tía dos reales y compré con ellos todo lo siguiente:

Cinco céntimos de pitillos.

Dos céntimos de fósforos de cartón.

Ocho céntimos de americanas.

Diez céntimos de peladillas de Elvas.

Y un mi buen real de confetti, porque era Carnaval.

Con todas estas cosas, convenientemente repartidas por los bolsillos, excepto un cigarro, que echaba en mi boca más humo que una fábrica de luz, me dirigí a San Francisco por la calle de Santa Catalina abajo, marchando tan arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un capitán, que durante un rato fué detrás, pensaría:

—Será militar este muchacho.

El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confettis (que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que al brazo con sus compañeras nos tropezó en la revuelta de un boj, se dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles y me los regó por los hombros.

Soledad era muy mona (y aun creo que lo es). Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una vuelta hábil por los jardines, volví a encontrarme frente a frente con ella. Llevaba en cada mano dos cartuchos, me adelanté hacia la rubilla traviesa y los sacudí con saña sobre su cabeza, que quedaba poco después, y los encajes de su vestido de medio largo, como si les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis papeles eran finos; de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y dorado... Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre carcajadas los papelillos de las pestañas, la ofrecí almendras. Ella me dió un caramelo de los Alpes.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mujeres Prácticas

Felipe Trigo


Cuento


Plegó Alfredo La Correspondencia que a la luz del tranvía vino leyendo desde Pozas, y miró dónde se encontraba: calle Mayor. ¡Oh! Y a fe que le había ensimismado el periódico. El coche iba bien de mujeres. Lo que se dice, cuando el día está de bonitas, se ve cada cara como una gloria.

Junto a él, mamá respetable, cincuentona y de libras, pero hermosa, y con dos niñas a la izquierda... que hasta allí. Se advertía a la pequeña, molesta en la estrechura del asiento, aguantada casi por aquel empleadete de levitín raído, personilla de pelele medio oculta entre las gasas de la joven por un lado y bajo el mantón de corpulenta chula por el otro; ésta era la cuña de la tanda. En la de enfrente dos o tres señoras todavía, una con su marido, guapa ella y retrechera. Pero a la más hermosa fueron los ojos de Alfredo, guiados por la nariz, por un rastro de heliotropo que le caía de muy cerca, envolviéndole en nube de sutil voluptuosidad; alzó la vista y vió de pie a la puerta de la plataforma delantera una rubia espléndida, de continente altivo de princesa, buena moza, enguantada, llena de lujo, de brillantes.

Alfredo se levantó y le ofreció el sitio. Ella dió las gracias sonriendo, clavándole los grandes ojos de oro también como el pelo abundantísimo. Iban a llegar, no merecía la pena. Insistió Alfredo, y la elegantísima dama se inclinó gentil, mostrando en la sonrisa la blancura de papel de sus dientes; fué a dar un paso, y con la velocidad del tranvía perdió graciosamente el equilibrio. Alfredo la sujetó por el brazo, contacto leve que bajo la seda hizo constar carne resbaladiza, elástica, tentadora.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Traga Sardinas

Antonio de Trueba


Cuento


Al señor don Raimundo de Miguel

Como usted, mi querido y respetado amigo, es autor de la mejor colección de fábulas morales que se ha escrito en lengua castellana, el recuerdo del fabulista Samaniego, que evoco en este cuento, ha traído a mi memoria el de usted, siempre grato para mí, porque además de ser el de un maestro benemeritísimo, el de un poeta esclarecido y el de un ciudadano tan honrado en la vida privada como en la vida pública, es para mí el de un excelente amigo. Una humilde florecilla del campo salpicada de rocío es recuerdo tan tierno como una flor de oro salpicada de brillantes, y por eso me atrevo a ofrecerle a usted esta humilde florecilla de mi ingenio.

I

El insigne fabulista alavés don Félix María de Samaniego casó en Bilbao, donde vivió mucho tiempo y dejó muchos recuerdos de su donoso ingenio. Samaniego es en Bilbao algo parecido a lo que es Quevedo en Madrid, o mejor dicho, en España; no hay agudeza de ingenio que no se le atribuya con más o menos verosimilitud. Sin embargo, se cuentan allí muchas que indudablemente son suyas, y a este número pertenece la anécdota que voy a contar. Es posible que esta anécdota no sea original del mismo Samaniego, y sí sólo una de aquellas imitaciones de que tan discreto ejemplo nos dio en muchas de sus fábulas, cuyo pensamiento pertenecía a los fabulistas que le precedieron, desde Esopo a Lafontaine; pero no por eso tiene menos gracia, a pesar de lo pícaramente que yo la voy a contar.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tragaldabas

Antonio de Trueba


Cuento


I

Lesmes era pastor, aunque su nombre no lo haría sospechar a nadie, pues todo el que haya leido algo de pastores en los autores más clásicos y autorizados, sabe que se llamaban todos Nemorosos, Silvanos, Batilos, etc.

Si el nombre de Lesmes nada tiene de pastoril, menos aún tiene la persona; pues es sabido que todos los pastores como Dios manda, son guapos, limpios, discretos, músicos, cantores, poetas y enamorados, y Lesmes podía apostárselas al más pintado a feo, puerco, tonto, torpejón para la música, el canto y la poesía, y el amor estomacal era el único que le desvelaba.

Lesmes tenía, sin embargo, algo de pastor, aparte, por supuesto, de lo de guardar ganado: era curandero. Nadie ignora que la flor y nata de los curanderos sale del gremio pastoril.

La voz del pueblo, que dicen es voz de Dios, aseguraba que Lesmes triunfaba de todas las enfermedades; pero yo tengo una razón muy poderosa para creer que la voz del pueblo mentía como una bellaca, y, por consiguiente, no es tal voz de Dios ni tal calabaza. Lesmes padecía una terrible hambre canina, a la que debía el apodo de Tragaldabas con que era conocido, y toda su ciencia no había logrado triunfar de aquella enfermedad.

Un invierno atacó no sé qué enfermedad al rebalo de Lesmes, y en poco tiempo no le quedó una res. Esta desgracia fue doble para el pobre Tragaldabas, porque al perder el ganado perdió la numerosa clientela de enfermos, que le daba, sino para matar el hambre, al menos para debilitarla. El pueblo, que acudía a él en sus dolencias, dijo con muchísima razón: «si Tragaldabas no entiende la enfermedad de las bestias, es inútil que acudamos a él». Y dicho y hecho: ya ningún enfermo acudió a consultar a Tragaldabas desde que se supo que éste no acertaba con el mal de las bestias.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A París

Carlos Gagini


Cuento


Toda familia en la que el marido se complace con su mujer y la mujer con el marido, tiene asegurada para siempre su felicidad.
(Código de Manú, libro v).
 

Los contornos de árboles y edificios se esfumaban en la niebla de aquella melancólica tarde de Octubre. Los coches parados en frente del andén parecían restos informes de embarcaciones sumergidas en un mar de almidón. Bajo la ahumada galería de la Estación del Atlántico conversaban varias personas, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el Este, cual, si quisiesen traspasar con sus impacientes miradas la vaporosa cortina que interceptaba la vía.

—Las cinco y cuarto, y todavía no se oye el tren— dijo un joven moreno y simpático, retorciéndose el bigotillo negro con esa vivacidad peculiar de los hombres de negocios.

¿Habrá ocurrido otro derrumbamiento en las Lomas?

—No, respondió un caballero de patillas grises, pulcramente vestido: acaba de decirme el telegrafista que el tren salió ya de Cartago. No debe tardar.

Y como si estas palabras hubieran sido una evocación, resonó ya cercano el prolongado silbido de la locomotora, y un minuto después la panzuda y negra máquina hacía trepidar el suelo, atronando la galería con sus resoplidos y con el rechinar de sus potentes miembros de acero. El tren se detuvo. Un torrente de viajeros se precipitó de los vagones: excursionistas con morrales y escopetas; negros y negras con cestas llenas de pifias o bananos; jornaleros flacos y amarillentos que volvían a sus casas, carcomidos por las fiebres de Matina; turistas recién llegados, en cuyas valijas habían pegado sus marbetes azules, blancos o rosados todas las compañías de vapores o de ferrocarriles; marineros que venían a la capital a olvidar siquiera por un día el penoso servicio de a bordo.


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13 págs. / 22 minutos / 364 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Desde la Patria al Cielo

Antonio de Trueba


Novela corta


I

Lector despreocupado: sí abres por la S el Diccionario geográfico, de Madoz, o cualquiera otro, encontrarás un artículito que dice, poco más o menos, lo siguiente:

«S..., concejo de las encartaciones de Vizcaya partido judicial de Balmaseda, con trescientos vecinos y una iglesia parroquial dedicada a San Fulano. Dista de Bilbao cinco leguas, y sesenta y cinco de Madrid.»

Aquí tienes todas las noticias geográficas, históricas, estadísticas, etc., que dan los libros acerca del rinconcito del mundo de que vamos a hablar.

Pero como el concejo de S... me interesa algo más que a los autores de Diccionarios geográficos, voy a suplir el desdeñoso laconismo de estos señores.

Verdaderamente, el concejo de S..., no tiene grandes títulos a la atención del viajero, y sobre todo si el viajero es despreocupado como tú.

Su iglesia es buena para glorificar y pedir consuelos a Dios; pero... pare usted de contar.

Los vecinos del concejo la tienen mucho cariño; pero ¿sabes por qué, lector despreocupado? Porque, según dicen, sus padres la construyeron amasando con el sudor de su frente la cal de aquellas blancas paredes; porque allí están enterradas las personas por quienes rezan y oran todos los días; porque allí recibieron ellos el agua santa del bautismo; porque allí se unieron para siempre con la compañera de sus alegrías y sus tristezas; porque allí alcanzan de Dios consuelo en sus tribulaciones, y porque allí la palabra del sacerdote les indujo, e induce aún a sus hijos, a amar y reverenciar a sus padres, a detestar el vicio y a adorar la virtud.

¿Qué te, parece, lector despreocupado? ¿Has visto simpleza igual?

Pues no para en esto la de los tales aldeanos.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Gobierno de las Mujeres

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

Si el domingo llueve, suelo pasar la tarde en el teatro, y si en los teatros no se representa nada digno de verse, me encamino a casa de mi vieja amiga doña Carmen Salazar, la famosa poetisa que todo el mundo conoce.

Habita un principal amplio y confortable de la plaza de Oriente, en compañía de su único hijo Felipe y de su nuera. No tiene nietos, y puede creerse que ésta es la mayor desventura de su vida, porque adora a los niños.

Nadie ignora en España que la Salazar (como se la llama siempre) ha obtenido algunos triunfos en el teatro y que sus poesías líricas merecen el aplauso de los doctos, que se aproxima a los ochenta años, y que hace más de treinta que ha dejado de escribir. Pero sólo los amigos sabemos que a pesar de su edad y de ciertas rarezas, por ella disculpables, conserva lúcida su inteligencia, y que esta lucidez, en vez de mermar, aumenta gracias a la meditación y al estudio, que su conversación es amenísima, y nadie se aparta de ella sin haber aprendido algo.

Hice sonar la campanilla de la puerta y ladró un viejo perro de lanas que siempre afectó no conocerme, aunque estuviese harto de verme por aquella casa. Salió a abrirme una doméstica, reprimió con trabajo los ímpetus de aquel perro farsante, que amenazaba arrojarse sin piedad sobre mis piernas, y con sonrisa afable me introdujo sin anuncio en la estancia de la señora. Era un gabinete espacioso con balcón a la plaza; los muebles, antiguos, pero bien cuidados; librerías de caoba charolada, butacas de cuero, una mesa en el centro, otra volante cerca del balcón, arrimada a la cual leía doña Carmen.

Al sentir ruido, alzó la cabeza, dejó caer las gafas sobre la punta de la nariz, y una sonrisa benévola dilató su rostro marchito.


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 120 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Modo de Dar Limosna

Antonio de Trueba


Cuento


I

Una tarde íbamos en la diligencia de Bilbao a Durango un señor cura, un aldeano y yo. El señor cura era lo que se llama un bendito, porque con el candor y el buen corazón suplía lo mucho que le faltaba de talento y perspicacia. El aldeano era más hablador que el mus y más agudo que lengua de envidioso. Y yo era un curioso observador que, aunque parezca que mira al plato, mira a las tajadas, es decir, que cuando parece que sólo piensa en los cuentos y anécdotas populares que escucha, piensa en la filosofía que aquellos cuentos y anécdotas encierran.

Como Vizcaya no tiene más que diez y seis o diez y siete leguas de largo y once o doce de ancho, y la población apenas se interrumpe y está toda ella cruzada de carreteras y casi todos los vizcaínos nos reunimos con frecuencia en los mercados de las villas, y en las romerías, y en las ferías, y en las juntas generales de Guernica, donde hace más de mil años nos gobernábamos libremente y sin ocurrírsenos si éramos liberales o dejábamos de serlo, todos nos conocemos, y por donde quiera que vayamos vamos entre amigos, o cuando menos entre conocidos. Así era que el señor cura, el aldeano y yo íbamos conversando como amigos, a lo que contribuía también la rarísima circunstancia de ir solos en la diligencia, que casi siempre va atestada de gente.

Siempre que la diligencia se detenía o acortaba el paso al emprender una cuesta, se subía al estribo algún mendigo a pedirnos limosna, porque si los vascongados rarísima vez mendigan ni en su tierra ni en la agena, en cambio las Provincias Vascongadas son la tierra de promisión para los de otras más infortunadas.

El aldeano y yo dábamos limosna a todos los pobres; pero el señor cura, después de llevarse la mano al bolsillo del chaleco, la retiraba como arrepentido de su buena intención, y era el único que no daba limosna.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Paseo de Recoletos

Armando Palacio Valdés


Cuento


Voy a denunciarme ante el severo tribunal de la sociedad fashionable de Madrid, y entregarme con las manos atadas a su justa reprobación.

«Egregias damas: señores sietemesinos: Tengo la vergüenza de confesar a ustedes que la mayor parte de los domingos y fiestas de guardar me paso la tarde dando vueltas en el paseo de Recoletos lo mismo que un mancebo de la Dalia azul. Y no subo hasta el Retiro, a admirar respetuosamente vuestros chaquettes y vuestros perros ratoneros, porque deje de poseer carruaje; pues si bien es mucha verdad que no lo poseo (¡misericordia!) no es menos exacto que tengo unas piernas que no me las merezco, las cuales han hecho con fortuna más de una vez la competencia al tranvía, y de ello puedo presentar testigos. Me quedo, por tanto, en Recoletos sin motivo alguno que pueda justificarme, por pura perversidad, lo cual revela mi depravada índole. Vuestra conciencia distinguida se alarmaría aún más si supieseis... ¡pero no me atrevo a decirlo!... ¡que me gustan mucho las cursis! ¡Perdón, señores, perdón! Ahora que he confesado mi indignidad descargando el alma del peso que la abrumaba, aguardo resignado vuestro fallo. Condenadme, si queréis, a perpetuos pantalones anchos. Los llevaré como marca indeleble de mi deshonra, los pasearé hasta la muerte como la librea del presidario... pero los pasearé los domingos por Recoletos».


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retrado de Edward Randolph

Nathaniel Hawthorne


Cuento


El antiguo y tradicional contertulio de la Casa Provincial estuvo presente en mis recuerdos desde la mitad del verano hasta el mes de enero. Una tarde desocupada de invierno resolví hacerle otra visita, confiando en que le encontraría como de costumbre en el rincón más cómodo de la cantina, y creyendo, de otro lado, hacer obra meritoria para mi país al sacar del olvido cualquier otro hecho desconocido de la historia. La noche era cruda y fría, y volvíase casi borrascosa por efecto de una ráfaga de viento que soplaba a lo largo de la calle de Wáshington, haciendo que las luces de gas flotaran y vacilaran dentro de los faroles. Apresurábame en mi camino, mientras mi fantasía se ocupaba de comparar el aspecto presente de la calle con el que asumía probablemente cuando los gobernadores ingleses habitaban la mansión hacia la cual me dirigía. Los edificios de ladrillo eran escasos en aquellos tiempos, hasta que estalló una sucesión de incendios destructores, barriendo una y otra vez las casas y depósitos de madera de uno de los barrios más populosos de la ciudad. Las construcciones se hacían entonces aisladas e independientes, sin encerrar como ahora su existencia particular en hileras seguidas, con fachada de similitud fatigante; sino ostentando cada una, por el contrario, ciertos rasgos originales, como si el gusto individual de su propietario las hubiera delineado, y ofreciendo un conjunto de pintoresca irregularidad: pérdida que no puede compensarse con ninguno de los atractivos de nuestra arquitectura moderna. Este espectáculo, revelándose confusamente acá y allá a las miradas, a los rayos de alguna vela de sebo, que se filtraban bajo las pequeñas hojas de las diseminadas ventanas, formaba sombrío contraste con la calle tal como aparecía en aquel momento, con las luces de gas brillando de esquina a esquina, y con sus tiendas resplandecientes que arrojaban claridad diurna a través de las grandes vidrieras de cristal.


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14 págs. / 25 minutos / 93 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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