Textos más descargados publicados por Edu Robsy publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 3

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editor: Edu Robsy fecha: 27-02-2021


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El Buen Callar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No tenían más hijo que aquél los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.

—Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma —advertía a su hijo el duque—. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe —solía añadir.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Cuba

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El pintor que quisiese crear un Sileno típico y entonado, encontraría modelo incomparable en Antón de Caneira. Sileno no es un alcohólico, sino un vinoso, y ambas cosas no pueden confundirse. Sileno tiene los cachetes abermellonados, los ojos chispeantes y alegres, no la lívida palidez y las atónicas pupilas del alcohólico habitual. Sileno siente despertarse su instinto viril ante las carnes sólidas de una ninfa o de una bacante desgreñada, y el miserable esclavo del aguardiente ya ni nota el aguijón de que se quejó San Pablo… Antón de Caneira, el Sileno aldeano, no bebe «perrita». Su beodez es clásica. Pámpanos y racimos… El vino… El vino, sí. El vino en todas sus formas, jovial y juvenil en el mosto, confortador y sabroso al rehacerse, fragante y recio en su vejez… Hasta el vino malo, aguado, anilinado, de las tabernas, encontraba en Antón de Caneira un admirador, cuando no podía trasegar entre pecho y espalda algo más legítimo. Sólo empezaba a despreciar el peleón, ante el Borde añejo. Lo malo es que éste era muy raro, muy caro, y Antón no siempre guardaba en el raído bolsillo una peseta.


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La Conquista de la Cena

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La víspera de la fiesta de la Natividad nos habíamos detenido, los que los formábamos, la compañía de Quiñones, en un poblacho castellano, esperando dar al día siguiente una función que nos valiese algunas pesetas. Entretanto, no sabíamos cómo cenar aquella noche, la Buena tradicionalmente.

Los de aquella misérrima agrupación de faranduleros no teníamos nada que pignorar a no ser los cuatro oropeles pingajosos del vestuario artístico. Con ellos nos atrevíamos a todo porque la necesidad envalentona. La dama, Matildita Roso, hacía los papeles de duquesa con un traje de lanilla y una erizada piel de gato, y Quiñones, director, empresario, primer actor de carácter, y todo lo que se tercie, salía de elegante luciendo un gabán de tintadas costuras y cuello de terciopelo, pelado y con un dedo de caspa. Por la Roso —aquí, en confianza absoluta— estaba yo en la troupe, en vez de estudiar Derecho en Valladolid. Quiñones afirmaba que «este monigote» eclipsaría a Fernando Díaz de Mendoza, claro es que con el tiempo; pero tal esperanza era mi única recompensa. No me pagaba Quiñones, como es natural. Bien adivinaba que, para mí, era suficiente la carita de la Roso.

Afuera malicias y sonrisas equívocas y picarescas. Por la carita, únicamente, aquella carita de elegía y añoranza, de ojos de oscura violeta, andaba yo de zoca en colodra, sin lastre en el estómago y casi sin camisa. Ha de saberse que la Roso estaba casada con el que hacía las veces de apuntador, un bizco esmirriado, que la trataba mal; y, caso muy frecuente en las actrices, le guardaba una fidelidad estricta. Tenían un pequeñuelo, y la madre, minada su salud por fatigas y privaciones, no había podido amamantarle. Como un ama de cría significaba un lujo sultaniano, la Roso traía consigo una cabra, de la cual chupaba el crío, formando lindo grupo mitológico.


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Femeninas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una vez que el itinerario nos ha traído hasta aquí —dije a mis compañeros de excursión— ¿por qué no hacemos una visita a sor Trinidad, que se llamó en el mundo Carolina Vélez Puerto?

—¡Ah! ¿Pero está aquí Carolina? —interrogó Gil Grases, el más animado y bromista de los que figurábamos en la excursión—. Creí notar en su voz entonaciones de sobresalto, y comprendí que había cometido un desacierto. Gil Grases era una criatura adorable, simpático hasta lo sumo, sin otro defecto que carecer por completo de sentido común.

Cuando se supo la nueva de la vocación de Carolina, se atribuyó al modo de ser de la calamidad de Gil Grases, al convencimiento de lo infeliz que sería con él, por lo cual, y prefiriendo vida más sosegada, había puesto ante su amor sus votos de religiosa.

El convento se encontraba sobre la villita y producía una impresionante sensación de soledad y paz profunda. Era una mole cuadrada, con muy escasos huecos, defendidos por celosías espesas, negras, como sombríos ojos en un rostro pálido.

Llamamos al torno del monasterio. Antes de que la hermana tornera abriese, echamos de menos a Gil.

—Puede que siga enamorado de la monja y no quiera verla —susurramos.

Parece que sintió muchísimo que Carolina profesara.

La tornera, después de un «Ave María Purísima» nasal, —nos dijo: «Las madres están en el coro, pero ya se acaba el rezo. Ahora mismo saldrá sor Trinitaria con la madre abadesa».

Al poco, volvimos a escuchar el gangueado «Ave María», y la cortina se descorrió. Entrevimos detrás, en la penumbra, dos figuras muy veladas. Y al preguntar: «¿Tenemos el gusto de hablar con la madre abadesa?» —el bulto más grueso dijo al otro:

—Puede alzarse el velo, sor Trina, si estos señores como parece, son amigos suyos.


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El Tetrarca en la Aldea

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hay conversaciones que desde que el mundo es mundo se suscitaron y se suscitarán, y que tiene un desarrollo ya previsto, pudiéndose vaticinar de antemano las vulgaridades que han de decirse sobre la materia, porque de tiempo inmemorial vienen repitiéndose y rebatiéndose los mismos argumentos.

Posee este género de conversaciones la propiedad de inspirar frases enfáticas, de falsear la naturaleza, imponiendo la ostentación de sentimientos convencionales; y de aquí su eterna monotonía, porque si el hombre verdadero siente con infinita variedad y riqueza de matices, el hombre artificial, modelado por las preocupaciones, marcha en línea recta, con movimiento automático.

Una de estas pláticas a que aludo es la línea de conducta del marido con la mujer infiel… ¡Qué de resoluciones trágicas, qué de energías, qué de majestuosa altivez muestran entonces los hombres! Cada quisque puede dar lecciones de dignidad a Otelo: el médico aquel de la sangría suelta se queda tamañito. Sin embargo —así como la observación positiva del desafío demuestra la gran superioridad numérica de los prudentes, la observación, también positiva, del conflicto conyugal revela que esas vengativas terriblezas son un derroche de voluntad al alcance de muy contadas fortunas. La resignación es la nota más común, sobre todo la resignación teñida de color de indiferencia o ignorancia.

—Lo que escasea —me decía un amigo aficionado a indagar historias— es la resignación envuelta en ingeniosa ironía, y voy a contarle a usted un caso característico, por haber ocurrido entre gente aldeana, pero gente aldeana de aquella terra nuestra, donde cada labriego es un sutil diplomático en ciernes.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Té de las Convalecientes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Estaban aún un poco mustias, con un poco de niebla en los ojos mortecinos; pero ya deseosas de salir al ruedo y disfrutar su juventud, porque habían visto muy de cerca lo que horripila, y parecía inverosímil que hubiesen escapado de sus garras.

Eran señoritas de la mejor sociedad, sorprendidas, en medio de su existencia de suaves frivolidades y esperanzas de amor y ventura, con un porvenir riente y palpitante de indefinidas promesas, por la epidemia terrible, que elegía sus víctimas entre las personas en la fuerza de la edad, como si desdeñase a los viejos, presa segura en no lejano plazo. Unas habían sufrido la bronconeumonía, con sus delirios y su asfixia cruel; otras habían arrojado la sangre a bocanadas; en otras se habían iniciado los síntomas de la meningitis… Y cuando se creería que iban a cruzar la puerta negra y el misterioso río que duerme entre márgenes orladas de asfódelos y beleños, y en que el agua que alza el remo recae sin eco alguno…, el mal empezó a ceder, la normalidad fue reapareciendo, y las interesantes enfermitas reflorecieron, por decirlo así, no con toda la lozanía que se pudiese desear, pero como esas rosas blancas un tanto lánguidas y caídas, que en el vaso colmo de agua poco a poco van atersándose…

Todas tenían amigas entre las que no perdonó la Segadora, y aunque al pronto se lo ocultaron las familias, por no deprimir su ánimo, al fin lo tuvieron que saber, sucediendo algo muy humano y natural; que las convalecientes no se afligieron demasiado, porque la idea del propio bien consuela pronto del mal ajeno, y esta involuntaria reacción de egoísmo es una de las fuerzas defensivas de la pobre organización nuestra…


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El Rival

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—La única mujer que me ha trastornado inspirándome algo espiritual, algo dominador —dijo Tresmes evocando uno de sus recuerdos de galanteador incorregible—, ni era bonita, ni elegante, ni descendía del Cid… Por no ser nada, tengo para mí que ni aun era «virtuosa», en el sentido usual de la palabra. Para mí, virtuosa fue, o dígase inexpugnable; y acaso sea ésa la verdadera razón de mi sinrazón, porque, créanlo ustedes, estuve loco.

Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el caso que otra mujer, Marcela Fuentehonda… ¿No os acordáis? ¡Fue tan público aquello! Sí, Celita, mi prima, a la sazón mi «doña Perpetua» (ya íbamos cansándonos de constancia, preciso es decirlo en elogio de los dos), un día en que nos aburríamos más de la cuenta y temblábamos ante la perspectiva de pasarnos la tarde entera poniendo bostezos de a cuarta entre un «paloma» y un «mía», me propuso lo que acepté inmediatamente: ir a consultar a una adivina, sonámbula o qué sé yo, recién llegada a París. Dicho y hecho; nos embutimos en un simón —a esas cosas no se suele ir en coche propio—, llegamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatídico que recuerda la Inquisición, subimos una escalera destartalada y entramos en una salita con muebles antiguos, de empalidecido damasco carmesí…

—¿Y cómo es que una hechicera parisiense se había metido en tal tugurio? —preguntamos al vizconde.

—¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero, para mayor misterio, consultaba en aquella casa, que desde tiempo inmemorial habitaban las brujas de Madrid. Sí, es una morada —lo averigüé entonces— donde nunca falta quien eche las cartas y practique los ritos quirománticos.

Soltamos la carcajada, sin que Tresmes uniese su risa a la nuestra, de un superficial escepticismo.


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El Niño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Según avanzaban las horas del fosco día de diciembre, tasada su mísera luz por los turbios vidrios de la venta que pretendía iluminar la guardilla, aumentaba el sufrimiento de la mujer. Había instantes en que pensaba morir —y aún lo deseaba— con la fuerza del dolor que atarazaba sus fibras. El marido no estaba allí; había desaparecido una mañana, no se sabía hacia dónde, aunque se suponía que a América, no tanto en busca de trabajo, que aquí no le faltaba, sino de libertad y vicios, dejando a su esposa como se deja la copa agotada sobre el mostrador de la taberna. Y ella, la mísera, que no sabía oficio alguno, que venía en derechura del campo cuando se casó, allí se había quedado, sin más amparo que el de la caridad; pues ni aun en el servicio doméstico más humilde la admitirían en el estado en que se encontraba.

Y con todo esto, sola, pobre, abandonada, retorciéndose de sufrimiento y de tortura, la mujer sentía por momentos que se estremecía de esperanza y de gozo. Andrajo de humanidad tirado en un rincón, olvidado, barrido, por decirlo así, de entre sus semejantes, la infeliz iba a dar vida, a producir, por el desgarramiento de sus entrañas, un nuevo ser. ¡Y sus pensamientos volaban, volaban hacia lo más alto, en un vértigo de esperanza ambiciosa! Oía, según iba cayendo la noche, el chirrido de las chicharras, el estridente himno de las cornetas, el silbo de los pitos, el rasgueo de los guitarros, y pensaba, enorgullecida, que todo aquel alborozo era por un Niño, por un Niño como el que ella iba a traer al mundo. No calculaba la diferencia de significación espiritual; de eso, ¿qué entendía ella, la cuitada? Veía otro Niño regordete, colorado, con pelusa en el cráneo, con un corpezuelo hecho a torno; otro Niño como el del pesebre, con una risa tempranera y una gracia candorosa al buscar el seno de la madre…


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El Delincuente Honrado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes —nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.


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La Cómoda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante todo, conviene saber que yo era la moderación en persona, y mi única debilidad, muy censurada por mi consorte, la afición a trastear un poco en las tiendas de los anticuarios.

Por irrisoria cantidad adquirí en uno de esos establecimientos un mueble viejo, que me valió una filípica. ¿Dónde se ha visto traer se a casa embeleco semejante?

Era el embeleco una de esas cómodas ventrudas de la época de Luis XV que, en efecto, se construían para viviendas más espaciosas de las actuales. Sus dimensiones debieran haberme alarmado cuando la compré. Pero la curiosa taracea de la tapa, los lindos bronces, primor de cinceladura, me sedujeron, y ahora, en vista de la desazón doméstica, me pesaba mi capricho.

La idea de revenderla me ocurrió, naturalmente. Sin saber por qué, la rechacé; se me hacía intolerable. Dijérase que tenía que separarme de alguien muy querido. Tan extraño sentimiento fijó mi atención en el mueble. Yo acostumbro creer que todas nuestras impresiones responden fielmente a alguna causa, oculta o visible. El sentir avisa. Si no lo percibe la inteligencia, es porque la inteligencia percibe muy contadas cosas.

Continuaba mi mujer hostigándome (con esa insistencia en mortificar que es uno de sus defectillos), y por eximirme de aquella persecución de mosca tenaz, adopté singular determinación. Alquilé, en retirada calle, un piso muy modesto y, reservadamente, trasladé allí la cómoda tripona. Un goce vengativo me hacía sonreír. ¿No quisiste la cómoda? Pues ahora tu esposo —lo mismo que si te engañase con alguna bella— tiene su pisito y se pasa en él horas que no sospechas tú.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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