Textos más vistos publicados por Edu Robsy publicados el 27 de julio de 2016 | pág. 3

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editor: Edu Robsy fecha: 27-07-2016


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El Síncope Blanco

Horacio Quiroga


Cuento


Yo estaba dispuesto a cualquier cosa; pero no a que me dieran cloroformo.

Soy de una familia en la que las enfermedades del corazón se han sucedido de padres a hijos con lúgubre persistencia. Algunos han escapado —cuentan en mi familia— y según el cirujano que debía operarme, yo gozaba de ese privilegio. Lo cierto es que él y sus colegas me examinaron a conciencia, siendo su opinión unánime que mi corazón podía darse por bueno a carta cabal, tan bueno como mi hígado y mis riñones. No quedaba en consecuencia sino dejarme aplicar la careta, y confiar mis sagradas entrañas al bisturí.

Me di, pues, por vencido, y una tarde de otoño me hallé acostado con la nariz y los labios llenos de vaselina, aspirando ansiosamente cloroformo, como si el aire me faltara. Y es que realmente no había aire, y sí cloroformo que entraba a chorros de insoportable dulzura: chorros de dulce por la nariz, por la boca, por los oídos. La saliva, los pulmones, las extremidades de los dedos, todo era náuseas y dulce a chorros.

Comencé a perder la noción de las cosas, y lo último que vi fue, sobre un fondo negrísimo, fulgurantes cristales de nieve.

* * *

Estaba en el cielo. Si no lo era, se parecía a él muchísimo. Mi primera impresión al volver en mí, fue de que yo había muerto.

«¡Esto es! —me dije—. Allá abajo, quién sabe ahora dónde y a qué distancia, he muerto de resultas de la operación. En una infinita y perdida sala de la Tierra, que es apenas una remota lucecilla en el espacio, está mi cuerpo sin vida, mi cuerpo que ayer había escapado triunfante del examen de los médicos. Ahora ese cuerpo se queda allá; no tengo ya nada más que ver con él. Estoy en el cielo, vivo, pues soy un alma viva».


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Las Rayas

Horacio Quiroga


Cuento


...—"En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la propia cosa significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se precisará un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre."

Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas como la anterior. Lo curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo versado en la escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa, sorbimos rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo rato, y fijamos los ojos en el de Córdoba.

—Les contaré la historia—comenzó el hombre—porque es el mejor modo de darse cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio corretea todo el año por las colonias y yo, bastante inútil para eso, atiendo más bien la barraca. Supondrán que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer no es mayor en el escritorio, y dos empleados —uno conmigo en los libros y otro en la venta— nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de acción, ni el Mayor ni el Diario son engorrosos. Nos ha quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de los libros como si aquella cosa lúgubre pudiera repetirse. ¡Los libros!... En fin, hace cuatro años de la aventura y nuestros dos empleados fueron los protagonistas.

El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reírse, mudo y contraído en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba Figueroa; era de Catamarca.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Conquista

Horacio Quiroga


Cuento


Él

Cada cuatro o cinco días, y desde hace dos meses, recibo cartas de una desconocida que, entre rasgos de ingenuidad y de esprit, me agitan más de lo que quisiera.

No son estas las primeras cartas de femenina admiración que recibo, puede creerse. Cualquier mediano escritor posee al respecto un cuantioso archivo. Las chicas literatas que leen mucho y no escriben, son por lo general las que más se especializan en esta correspondencia misteriosa, pocas veces artística, sentimental casi siempre, y por lo común estéril.

En mi carácter de crítico, me veo favorecido con epístolas admirativas y perfumadas, donde se aspira a la legua a la chica que va a lanzarse a escribir, o a la que, ya del oficio, melifica de antemano el juicio de su próximo libro.

Con un poco de práctica, se llega a conocer por la primera línea qué busca exactamente la efusiva corresponsal. De aquí que haya cartas amabilísimas que nos libramos bien de responder, y otras reposadas, graves —casi teosóficas—, que nos apresuramos a contestar con una larga sonrisa.

Pero de esta anónima y candorosa admiradora no sé qué pensar. Ya dos veces me he deslizado con cautela, y por la absurda ingenuidad de su respuesta he comprendido mi error.

¿Qué diablos pretende? ¿Atarme de pies y manos para leerme un manuscrito?

Tampoco, por lo que veo. Le he pedido me envíe su retrato; muy gentil cambio de fotografías. Me ha respondido que teniendo a la cabecera de su cama cuatro o cinco retratos míos recortados de las revistas, se siente al respecto plenamente satisfecha. Esto en cuanto a mí. En cuanto a ella, es "apenas una chica feúcha, indigna de ser mirada de cerca por un hombre de tan buen gusto como yo".

¿No muy tonta, verdad?


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Diccionario del Diablo

Ambrose Bierce


Diccionario


A

Abandonado, s. y adj. El que no tiene favores que otorgar. Desprovisto de fortuna. Amigo de la verdad y el sentido común.

Abdicación, s. Acto mediante el cual un soberano demuestra percibir la alta temperatura del trono.

Abdomen, s. Templo del dios Estómago, al que rinden culto y sacrificio todos los hombres auténticos. Las mujeres sólo prestan a esta antigua fe un sentimiento vacilante. A veces ofician en su altar, de modo tibio e ineficaz, pero sin veneración real por la única deidad que los hombres verdaderamente adoran. Si la mujer manejara a su gusto el mercado mundial, nuestra especie se volvería graminívora.

Aborígenes, s. Seres de escaso mérito que entorpecen el suelo de un país recién descubierto. Pronto dejan de entorpecer; entonces, fertilizan.

Abrupto, adj. Repentino, sin ceremonia, como la llegada de un cañonazo y la partida del soldado a quien está dirigido. El doctor Samuel Johnson, refiriéndose a las ideas de otro autor, dijo hermosamente que estaban "concatenadas sin abrupción".

Absoluto, adj. Independiente, irresponsable. Una monarquía absoluta es aquella en que el soberano hace lo que le place, siempre que él plazca a los asesinos. No quedan muchas: la mayoría han sido reemplazadas por monarquías limitadas, donde el poder del soberano para hacer el mal (y el bien) está muy restringido; o por repúblicas, donde gobierna el azar.

Abstemio, s. Persona de carácter débil, que cede a la tentación de negarse un placer. Abstemio total es el que se abstiene de todo, menos de la abstención; en especial, se abstiene de no meterse en los asuntos ajenos.

Absurdo, s. Declaración de fe en manifiesta contradicción con nuestra opiniones. Adj. Cada uno de los reproches que se hacen a este excelente diccionario.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte de Isolda

Horacio Quiroga


Cuento


Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta de vecinos. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco balcón.

Evidentemente, un matrimonio. El, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de año con su mujer, menos que cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el rostro, aún bien hermoso, están en la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca las mujeres.

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.

Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.

Fué aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.

Fué asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un momento de inmovilidad de ambas partes, se saludaron.

Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.

—Se conocen—me dije—y no poco.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Gerente

Horacio Quiroga


Cuento


¡Preso y en vísperas de ser fusilado!... ¡Bah! Siento, sí, y me duele en el alma este estúpido desenlace; pero juro ante Dios que haría saltar de nuevo el coche si el gerente estuviese dentro. ¡Qué caída! Salió como de una honda de la plataforma y se estrelló contra la victoria. ¡Qué le costaba, digo yo, haber sido un poco más atento, nada más! Sobre todo, bien sabía que yo era algo más que un simple motorman, y esta sola consideración debiera haberle parecido de sobra.

Ya desde el primer día que entré noté que mi cara no le gustaba.

—¿Qué es usted? —me preguntó.

—Motorman —respondí sorprendido.

—No, no —agregó impaciente—, ya sé. Las tarjetas estas hablan de su instrucción: ¿qué es?

Le dije lo que era. Me examinó de nuevo, sobre todo mi ropa, bien vieja ya. Llamó al jefe de tráfico.

—Está bien; pase adentro y entérese.

¿Cómo es posible que desde ese día no le tuviera odio? ¡Mi ropa!... Pero tenía razón al fin y al cabo, y la vergüenza de mí mismo exageraba todavía esa falsa humillación.

Pasé el primer mes entregado a mi conmutador, lleno de una gran fiebre de trabajo, cuya inferioridad exaltaba mi propia honradez. Por eso estaba contento.

¡El gerente! Tengo todavía sus muecas en los ojos.

Una mañana a las 4 falté. Había pasado la noche enfermo, borracho, qué sé yo. Pero falté. A las 8, cuando fui llamado al escritorio, el gerente escribía: sintió bien que yo estaba allí, pero no hizo ningún movimiento. Al cabo de diez minutos me vio —¡cómo lo veo yo ahora!— y me reconoció.

—¿Qué desea? —comenzó extrañado. Pero tuvo vergüenza y continuó:— ¡Ah! sí, ya sé.

Bajó de nuevo la cabeza con sus cartas. Al rato me dijo tranquilamente:


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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