El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una
cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó
vivamente:
—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?
—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.
Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.
—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?
—Sí, señor. Vea si falta algo…
El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios
dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con
indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba
nada.
Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los
cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera
al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia
luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la
penumbra de los tapices?
El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y
su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas
no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que
fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía
negro.
Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y
hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas
veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de
tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban
la alfombra.
—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.
El obrero palideció.
—¿La propina, no es cierto?
—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.
—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el
cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los
doscientos treinta?
—Yo…
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