1. Telémaco
MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la
escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y
una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se
ondulaba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana.
Elevó el cuenco y entonó:
—Introibo ad altare Dei.
Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente:
—¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!
Solemnemente dio unos pasos al frente y se montó sobre la explanada
redonda. Dio media vuelta y bendijo gravemente tres veces la torre, la
tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al darse cuenta
de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el
aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y
adormilado, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró
fríamente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en
extensión, y el pelo claro intonso, veteado y tintado como roble pálido.
Buck Mulligan fisgó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco esmeradamente.
—¡Al cuartel! dijo severamente.
Añadió con tono de predicador:
—Porque esto, Oh amadísimos, es la verdadera cristina: cuerpo y alma y
sangre y clavos de Cristo. Música lenta, por favor. Cierren los ojos,
caballeros. Un momento. Un pequeño contratiempo con los corpúsculos
blancos. Silencio, todos.
Escudriñó de soslayo las alturas y dio un largo, lento silbido de
atención, luego quedó absorto unos momentos, los blancos dientes parejos
resplandeciendo con centelleos de oro. Cnsóstomo. Dos fuertes silbidos
penetrantes contestaron en la calma.
—Gracias, amigo, exclamó animadamente. Con esto es suficiente. Corta la corriente ¿quieres?
Información texto 'Ulises'