En la espesa niebla dormida encima del río no calaba el más
leve soplo de aire. Parecía una nube de algodón mate posada
sobre el agua. Ni siquiera se distinguían las orillas,
envueltas en vapores de formas raras que tenían perfiles de
montañas. Pero al empezar a alborear fue descubriéndose a la
vista la colina. Al pie de la misma, a los nacientes
resplandores de la aurora, fueron apareciendo poco a poco las
grandes manchas blancas de las casas revocadas de yeso.
Cantaban los gallos en los gallineros.
A lo lejos, en la otra orilla del río sepultada en la
bruma, delante mismo de La Frette, ruidos ligeros turbaban de
cuando en cuando el profundo silencio del cielo sin brisa. Se
oía a veces un confuso palmoteo, como de una lancha que
avanzase con cuidado; otras, un golpe seco, como de un remo
que chocase en la borda, y otras, un ruido como de objeto
blando que cayese al agua. Y de pronto, el silencio.
De cuando en cuando, unas palabras dichas en voz baja, sin
que se pudiese precisar el sitio, quizá muy lejos, quizá muy
cerca, perdidas en las brumas opacas, nacidas tal vez en la
tierra, tal vez en el río, se deslizaban tímidas, pasaban como
esos pájaros salvajes que han dormido entre los juncos y
levantan el vuelo con las primeras claridades del día para
seguir huyendo, para huir siempre; se los distingue un
segundo, cuando atraviesan de parte a parte la bruma, lanzando
un grito suave y tímido que despierta a sus hermanos a lo
largo de las riberas.
De pronto, cerca de la orilla, al lado del pueblo, se
perfiló sobre el agua una sombra, borrosa al principio, pero
que fue agrandándose, dibujándose. Saliendo de la cortina
nebulosa que envolvía el río, una embarcación de fondo plano,
tripulada por dos hombres, atracó en la orilla cubierta de
hierba.
Información texto 'El Burro'