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Blancas Manos

Marcel Schwob


Cuento


El barquero observó con curiosidad a los dos hombres que andaban por el sendero que se descolgaba como un tajo en la arcilla. La tierra de alrededor sangraba, moldeada en ocre y hierro. A lo lejos, las olas habían desmenuzado el acantilado y el recorte de las bahías se curvaba hasta el campo. En el mar se veía ya el cerco rojizo crepuscular. Uno de los hombres parecía un viejo vagabundo y llevaba un garrote. El otro avanzaba con paso juvenil mientras silboteaba. Descendieron al alfaque del río, una línea clara y verde contra la cual batía un reflejo amarillo.

Se embarcaron, sin cruzar palabra, en la plataforma y el viejo estiró las piernas. El barquero navegó en oblicuo al medio de la corriente. Las escamas del agua se retorcían, rojas y negras, y el río se enroscaba en las orillas como una serpiente. Mirando hacia el otro borde, vieron, entre las manchas oscuras y coloridas de los bosques fluviales y de los cultivos, un anguloso puente de madera que enlazaba las orillas en la línea del horizonte.

En la última maniobra, los dos hombres se levantaron y cada uno pagó su pasaje. La orilla opuesta se presentaba negra y tapizada de brezos. Ascendieron lentamente y desaparecieron detrás de la cresta. El barquero recogió sus remos, colocó una piedra sobre la cadena de amarre, se encendió la pipa y se sentó en el fondo de la barca sacudiendo la cabeza.

—¿Vas a seguir silbando toda la noche? —preguntó el Pestes.

—Si vuestra merced me concede permiso… —respondió Blancas-Manos.

—¡Tanto silbidito…! Se diría que te va lo de vagabundear.

—Pues a lo mejor.

El Pestes se sentó sobre un talud.

—Ya está bien —dijo—, no doy un paso más, ni p’alante ni p’atrás. Tengo los pies machacados y no lo veo claro. Ya no doy ni un paso, ¿te enteras?

—A mí me pesan ya los pies —asintió Blancas-Manos.


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3 págs. / 6 minutos / 54 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Blanco

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


1

Una tarde de primavera. Un perro llamado Blanco transitaba en una calle solitaria, olfateando la tierra. A los lados de la calle se veían dos largas hileras de setos con retoños, que dejaban ver a trechos los cerezos florecientes. Después de seguir un tramo a lo largo de los setos, Blanco dobló de repente en una esquina y, apenas asomado al callejón, detuvo empavorecido sus pasos.

Fue con toda razón; a unos quince metros reconoció a un matador de perros, marcado por el logotipo del chaleco, que apuntaba a un perro negro con un lazo escondido a la espalda. Sin percatarse del peligro, el perro negro devoraba un pedazo de pan, que le había lanzado el matador de perros.

Y esto no fue todo; no se trataba de un perro cualquiera sino de uno de los conocidos, nada menos que Negro, el vecino que vivía al lado de su casa.

Blanco y él, tan amigos desde siempre, se saludaban todas las mañanas sin falta, olfateándose con las narices pegadas.

Blanco se disponía a gritarle: “¡Huye, Negro!”, cuando el matador le lanzó una mirada feroz, que parecía decir: “Cállate, o te atrapo primero a ti”. Intimidado ante la amenaza tan directa, Blanco se quedó mudo sin poder emitir un ladrido de alerta. Con un horror inaudito que le hizo temblar todo el cuerpo, retrocedió poco a poco, atento al menor movimiento del matador. Cuando ganó la esquina para esconderse detrás del seto, huyó a toda carrera, sin preocuparse más por el pobre Negro.


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9 págs. / 16 minutos / 151 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Blanco y Azul

Guy de Maupassant


Cuento


Mi pequeña barca, mi querida barquita, toda blanca con una red a lo largo de la borda, iba suavemente, suavemente sobre la mar en calma, en calma, adormilada, densa, y también azul, azul de un azul transparente, líquido, donde la luz se hundía , la luz azul, hasta las rocas del fondo.

Los chalets, los hermosos chalets blancos, todos blancos, observaban a través de sus ventanas abiertas el Mediterráneo que venía a acariciar los muros de sus jardines, de sus hermosos jardines llenos de palmeras, de áloes, de árboles siempre verdes y de plantas siempre en flor.

Le dije a mi marinero, que remaba despacio, que se detuviera delante de la puerta de mi amigo Pol. Y grité con todos mis pulmones:

—¡Pol, Pol, Pol!

Apareció en su balcón, asustado como un hombre que uno acaba de despertar. El enorme sol de la una, deslumbrándolo, le hacía cubrirse los ojos con la mano.

Le grité:

—¿Quieres dar una vuelta ?

—Voy, respondió

Y cinco minutos más tarde subía en mi barquita.

Le dije a mi marinero que se dirigiera hacia alta mar.

Pol había traído su periódico, que no había podido leer por la mañana, y, tumbado al fondo del barco, se puso a ojearlo.

Yo miraba la tierra. A medida que me alejaba de la orilla, toda la ciudad aparecía, la hermosa ciudad blanca, tendida totalmente al borde de las olas azules. Después, por encima, la primera montaña, la primera grada, un gran bosque de abetos, lleno también de chalets, de chalets blancos, aquí y allá, parecidos a orondos huevos de pájaros gigantes. Se esparcían a medida que nos aproximábamos a la cima, y sobre la cumbre se veía uno muy grande, cuadrado, un hotel, tal vez, y tan blanco que parecía que se había vuelto a pintar la misma mañana.


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5 págs. / 8 minutos / 66 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Blandine y Pointu

Jules Renard


Cuento


—¿Qué edad tiene usted, Blandine?

—Treinta y siete años, señor. No soy de la última nidada de agosto.

—¿Dónde nació usted?

—En Lormes, en la Nièvre.

—¿Pasó allí la infancia?

—Sí, señor. Primero guardé ocas. Luego guardé ovejas. Más tarde guardé vacas. Después una prima mía me colocó como criada en París. Tuve más de veinte patrones antes que usted. El señor Rollin no me pagaba. Si es cierto que hay malos criados, también hay malos patrones.

—¿Dónde están sus informes?

—Los tiro. De no hacerlo, tendría montones de esos papeles sucios que no sirven para nada. Sólo guardo mi partida de nacimiento y mi libreta de ahorros.

—¿Cuánto tiene en la Caja de ahorros?

—Novecientos francos, señor.

—¡Caray! Es usted más rica que yo. ¿Ha vuelto usted con frecuencia al pueblo?

—Una vez, señor.

—¿A casa de sus padres?

—No, señor. Mi madre murió al nacer yo.

—¿Y su padre?

—Mi padre debe estar muerto también.

—¡Cómo debe estar muerto también! ¿No lo sabe?

—Me temo que así sea. Cuando fui estaba ya muy viejo y muy enfermo. Debe estar muerto. Sí, seguramente está muerto.

—¿No le escribe usted nunca?

—Me molesta escribir a través de extraños.

—¿Y nadie le envía noticias del pueblo?

—Nadie tiene mi dirección. Como cambio con frecuencia de patrón…

—¿Tiene hermanos y hermanas?

—Tengo un hermano mayor y un montón de medio hermanos y medio hermanas, cinco o seis, hijos de la segunda esposa de mi padre. Todos trabajan en las granjas de los pueblos vecinos. Son aún más palurdos que yo y no han visto nunca el sol.

—¿Y no se preocupan por usted?

—No me conocen. Fue mi tío el que me crió.

—¿Y su tío se ocupa de usted?


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3 págs. / 6 minutos / 64 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Blue River Blues

Robert E. Howard


Cuento


Debería haber sabido que todo lo relacionado con Joey Garfinkle, más conocido por el apodo de La Rata Almizclera de Schenectedy, quería decir problemas en letras mayúsculas. Vi por primera vez a semejante energúmeno la noche que peleé con «Un Asalto» O'Rourke en Los Angeles. El tipo que debía arbitrar el combate no acudió y —como era una sala de boxeo bastante cutre, para qué vamos a engañarnos—, el propietario subió al cuadrilátero y anunció que el señor Joey Garfinkle, el conocido organizador de encuentros de boxeo, ocuparía su puesto. Lo hizo, con lo que me privó de una victoria legítima. El combate estaba previsto a diez asaltos y, hasta el momento decisivo, Joey no tuvo la menor ocasión de demostrar si conocía su oficio o no, por la única razón de que un árbitro es necesario sobre un ring cuando hay que contar y no fue hasta el último minuto cuando se produjo el primer derribo. O'Rourke vencía a los puntos y quedaban tan sólo catorce segundos exactos antes de acabar el décimo y último asalto cuando le acaricié primero con un zurdazo y luego con un derechazo en el rostro que acabaron con el desafortunado O'Rourke tumbado en la lona.


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20 págs. / 35 minutos / 56 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Bocetos Californianos

Bret Harte


Cuento


MELISA

I

En el lugar en que empieza a ser menor el declive de Sierra Nevada y donde la corriente de los ríos va siendo menos impetuosa y violenta, se levanta al pie de una gran montaña roja, Smith's-Pocket. Contemplado desde el camino rojizo, a través de la luz roja del crepúsculo y del rojo polvo, sus casas blancas se parecen a cantos de cuarzo desprendidos de aquellos altos peñascos. Seis veces cada día pasa la diligencia roja, coronada de pasajeros, vestidos con camisas rojas, saliendo de improviso por los sitios más extraños, y desapareciendo por completo a unas cien yardas del pueblo. A este brusco recodo del camino débese tal vez que el advenimiento de un extranjero a Smith's-Pocket, vaya generalmente acompañado de una circunstancia bastante especial. Al apearse del vehículo, ante el despacho de la diligencia, el viajero, por demás confiado, acostumbra salirse del pueblo con la idea de que éste se halla en una dirección totalmente opuesta a la verdadera. Cuentan que los mineros de a dos millas de la ciudad, encontraron a uno de estos confiados pasajeros con un saco de noche, un paraguas, un periódico, y otras pruebas de civilización y refinamiento, internándose por el camino que acababa de pasar en coche, buscando el campamento de Smith's-Pocket, y apurándose en vano para hallarlo.


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224 págs. / 6 horas, 32 minutos / 105 visitas.

Publicado el 28 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

Boles

Máximo Gorki


Cuento


He aquí lo que me refirió un día un amigo:

«Cuando yo era estudiante en Moscú, habitaba en la misma casa que yo una de “esas señoras”. Era polaca y se llamaba Teresa. Una morenaza muy alta, de cejas negras y unidas y cara grande y ordinaria que parecía tallada a hachazos. Me inspiraba horror por el brillo bestial de sus ojos oscuros, por su voz varonil, por sus maneras de cochero, por su corpachón de vendedora del mercado.

Yo vivía en la buhardilla, y su cuarto estaba frente al mío. Nunca abría la puerta cuando sabía que ella estaba en casa, lo que, naturalmente, ocurría muy raras veces. A menudo se cruzaba conmigo en la escalera o en el portal y me dirigía una sonrisa que se me antojaba maligna y cínica. Con frecuencia la veía borracha, con los ojos huraños y los cabellos en desorden, sonriendo de un modo repugnante. Entonces solía decirme:

—¡Salud, señor estudiante!

Y se reía estúpidamente, acrecentando mi aversión hacia ella. Yo me hubiera mudado de casa con tal de no tenerla por vecina; pero mi cuartito era tan mono y con tan buenas vistas, y la calle tan apacible, que yo no acababa de decidirme a la mudanza.

Una mañana, estando aún acostado y esforzándome en encontrar razones para no ir a la Universidad, la puerta se abrió de repente, y aquella antipática Teresa gritó desde el umbral con su bronca voz:

—¡Salud, señor estudiante!

—¿En qué puedo servir a usted? —le pregunté.

Observé en su rostro una expresión confusa, casi suplicante, que yo no estaba acostumbrado a ver en él.

—Mire usted, señor… Yo quisiera pedirle un favor… Espero que no me lo negará usted.

Seguí acostado y guardé silencio. Pensé: “Se vale de un subterfugio para atentar contra mi castidad, no cabe duda. ¡Firmeza, Egor!”

—Mire usted, necesito escribir una carta… a mi tierra —dijo con acento extremadamente tímido, suave y suplicante.


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5 págs. / 10 minutos / 158 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Bonaparte en San Miniato

Anatole France


Cuento


Tras haber ocupado Livorno y haber cerrado su puerto a los navíos ingleses, el general Bonaparte se dirigió a Florencia para visitar a Fernando III, gran duque de Toscana que, entre todos los príncipes de Europa era el único que había mantenido de buena fe sus compromisos para con la República. Como prueba de estima y confianza, fue sin escolta, con su Estado Mayor. Se le mostró el escudo de armas de los Buonaparte esculpido sobre el dintel de una antigua casa. Él sabía que una rama de su familia había vivido antaño en Florencia y que aún existía un último vástago. Era un canónigo de San Miniato, de ochenta años. Pese a los asuntos urgentes, deseaba hacerle una visita. Los sentimientos naturales eran muy fuertes en Napoleón Bonaparte.

La víspera de su partida, por la tarde, fue con algunos de sus oficiales a San Miniato, cuya colina coronada por torres y murallas se yergue a una media legua al sur de Florencia.

El anciano canónigo Bonaparte acogió con noble amenidad a su joven pariente y a los franceses que le acompañaban. Eran Berthier, Junot, el oficial de pagos Chauvet y el teniente Thézard. Les ofreció una cena a la italiana en la que no faltaron ni las grullas de Peretola, ni el lechón a las hierbas aromáticas, ni los mejores vinos de Toscana, de Nápoles y de Sicilia. Él mismo brindó por el éxito de sus ejércitos. Republicanos como Bruto, bebieron por la patria y por la libertad. Su anfitrión les dejó hacer puesto que no podía impedirlo. Luego, volviéndose hacia el general que había colocado a su derecha:


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7 págs. / 12 minutos / 169 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Botchan

Natsume Sōseki


Novela


1

Desde niño, he tenido una impulsividad innata que me viene de familia y que no ha hecho más que crearme problemas. Una vez, en la escuela primaria, salté desde la ventana de un primer piso y no pude andar durante una semana. Alguien se preguntará por qué hice semejante tontería. Pero la verdad es que no hubo ninguna razón especial. Simplemente estaba un día asomado a una de las ventanas del nuevo edificio de la escuela, cuando uno de mis compañeros de clase comenzó a meterse conmigo diciéndome que, por mucho que me hiciera el gallito, en realidad no era más que un cobarde y que no sería capaz de saltar. El bedel tuvo que llevarme esa misma noche a cuestas a mi casa. Cuando mi padre me vio, se enfadó muchísimo y me dijo que no podía comprender cómo alguien se podía quedar sin caminar simplemente por haber saltado desde la ventana de un primer piso. Le respondí que la siguiente vez que saltara no me volvería a ocurrir.

Otro día estaba yo jugando con el reflejo que el sol producía en la hoja de una bonita navaja importada que uno de mis parientes me había regalado, cuando uno de mis amigos exclamó:

—Brillar, brillará mucho. Pero seguro que no corta nada.

—¿Que no? —le respondí yo—. Mi navaja puede cortar cualquier cosa.

—¿A que no puede cortar uno de tus dedos? —me desafió.

—¿Que no? —le repetí yo—. Mira. —Y entonces empujé la hoja en diagonal sobre mi pulgar derecho. Afortunadamente, la navaja era pequeña y mi hueso estaba sano y fuerte, por lo que todavía conservo el pulgar, aunque tendré una cicatriz mientras viva.


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161 págs. / 4 horas, 43 minutos / 274 visitas.

Publicado el 29 de abril de 2017 por Edu Robsy.

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