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El Alba Malograda

Rudyard Kipling


Cuento


C’est moi, c’est moi, c’est moi!
Je suis la Mandragore!
La fille des beaux jours qui s’éveille à l’aurore—
et qui chante pour toi!

CHARLES NODIER

En los extraordinarios días que precedieron a los Juicios, un genio llamado Graydon anticipó que los progresos en la educación y en el nivel de vida provocarían una avalancha de lecturas normalizadas bajo la cual quedaría sepultado cualquier indicio de inteligencia, y a fin de satisfacer esta demanda decidió crear el Sindicato para el Suministro de Ficción.

Comoquiera que en un par de días trabajando para él ganaban más que en una semana en cualquier otra parte, su empresa atrajo a numerosos jóvenes, hoy eminentes. Graydon les pidió que no perdieran de vista esos libros baratos del género romántico, además del catálogo de pertrechos navales y militares (que les proporcionaría contexto y decorados a medida que las modas fueran cambiando) y El amigo del hogar, un semanario sin rival especializado en emociones domésticas. La juventud de sus colaboradores no fue óbice para que algunos de los diálogos amorosos incluidos en títulos como Los peligros de la pasión, Los amantes perdidos de Ena o el relato del asesinato del duque en La tragedia de Wickwire —por nombrar sólo algunas de las obras maestras que hoy nunca se mencionan por miedo al chantaje— no desmereciesen en absoluto los trabajos que sus autores firmaron con su nombre real en tiempos más distinguidos.

Figuraba entre estos jóvenes cuervos motivados por la ambición a posarse temporalmente en la percha de Graydon un muchacho del norte llamado James Andrew Manallace, pausado y lánguido, de esos que no se inflaman por sí solos sino que es necesario detonar. Resultaba inútil proporcionarle un esbozo de trama, ya fuese verbalmente o por escrito, pero con media docena de imágenes era capaz de escribir relatos asombrosos.


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26 págs. / 46 minutos / 114 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Albergue

Guy de Maupassant


Cuento


Semejante a todas las hospederías de madera construidas en los altos Alpes, al pie de los glaciares, en esos pasadizos rocosos y pelados que cortan las cimas blancas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los viajeros que siguen el paso de la Gemmi.

Durante seis meses permanece abierto, habitado por la familia de Jean Hauser; después, en cuanto las nieves se amontonan, llenando el valle y haciendo impracticable la bajada a Loéche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan al cuidado de la casa al viejo guía Gaspard Han con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, un gran perro de montaña.

Los dos hombres y el animal se quedan hasta la primavera en aquella cárcel de nieve, teniendo ante los ojos solamente la inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, sepultados bajo la nieve que asciende a su alrededor, envuelve, abraza, aplasta la casita, se acumula en el tejado, llega a las ventanas y tapia la puerta.

Era el día en que la familia Hauser iba a volver a Loéche, pues el invierno se acercaba y la bajada se volvía peligrosa.

Tres mulos partieron delante, cargados de ropas y enseres y guiados por los tres hijos. Después la madre, Jeanne Hauser, y su hija Louise subieron a un cuarto mulo, y se pusieron en camino a su vez.

El padre las seguía acompañado por los dos guardas, que debían escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente.

Rodearon primero el pequeño lago, helado ahora en el fondo del gran hueco de rocas que se extiende ante el albergue, y después siguieron por el valle, blanco como una sábana y dominado por todos los lados por cumbres nevadas.


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14 págs. / 25 minutos / 72 visitas.

Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Albino

Gustav Meyrink


Cuento


I

—Aún sesenta minutos… hasta la medianoche —dijo Ariost y se sacó la delgada pipa holandesa de la boca—. El de allí —y señaló un retrato oscuro en la pared, de color marrón por el humo, cuyos rasgos apenas eran reconocibles— fue Gran Maestre hace cien años menos sesenta minutos.

—¿Y cuándo se disolvió nuestra Orden? Quiero decir, ¿cuándo degeneramos en compañeros de taberna, como lo somos ahora? —preguntó una voz oculta por el denso humo de tabaco que llenaba la antigua sala.

Ariost acarició su larga barba blanca, llevó luego la mano, dubitativo, a la golilla y, por último, a su sotana de seda.

—Debió suceder en los últimos decenios… tal vez… ocurrió poco a poco.

—Has tocado una herida que tiene en el corazón, Fortunato —susurró Baal Schem, el Archicensor de la Orden con los atavíos de los rabinos medievales, y se acercó a la mesa desde la oscuridad de un nicho de ventana—. ¡Habla de otra cosa! —y en voz alta continuó:

»¿Cómo se llamaba este Gran Maestre en la vida profana?

—Conde Ferdinand Paradies —respondió rápidamente alguien situado junto a Ariost, introduciéndose, comprensivo, en la conversación—, sí, eran nombres ilustres los de aquellos años, y antes también. Los condes Spork, Norbert Wrbna, Wenzel Kaiserstein, el poeta Ferdinand van der Roxas. Todos ellos celebraban el «Ghonsla», el rito de la logia de los «hermanos asiáticos», en el viejo jardín de Angelus, donde ahora está la ciudad. Inspirados por el espíritu de Petrarca y de Cola Rienzos, que también eran nuestros hermanos.

—Así es. En el jardín de Angelus. Llamado así por Angelus de Florencia, el médico personal del emperador Carlos IV, que dio asilo a Rienzo hasta que lo entregaron al Papa —intervino excitado Ismael Gneiting.


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14 págs. / 25 minutos / 51 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Alcahuete Castigado

Marqués de Sade


Cuento


Durante la Regencia ocurrió en París un hecho tan singular que aún hoy en día puede ser narrado con interés; por un lado, brinda un ejemplo de misterioso libertinaje que nunca pudo ser declarado del todo; por otro, tres horribles asesinatos, cuyo autor no fue descubierto jamás. Y en cuanto a… las conjeturas, antes de presentar la catástrofe desencadenada por quien se la merecía, quizá resulte así algo menos terrible


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3 págs. / 6 minutos / 143 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Alce

Edgar Allan Poe


Cuento


Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de Norteamérica, tanto en sus líneas generales como en sus detalles, al paisaje del Viejo Mundo —en especial de Europa—, y no ha sido más profundo el entusiasmo que mayor la disensión entre los defensores de cada parte. No es probable que la discusión se cierre pronto, pues aunque se ha dicho mucho por ambos lados, aún queda por decir un mundo de cosas.

Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación, parecen considerar nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del magnífico paisaje de algunos de nuestros distritos occidentales y meridionales —del dilatado valle de Luisiana, por ejemplo—, realización del más exaltado sueño de un paraíso. En su mayor parte estos viajeros se conforman con una apresurada inspección de los lugares más espectaculares de la zona: el Hudson, el Niágara, las Catskills, Harper's Ferry, los lagos de Nueva York, el Ohio, las praderas y el Mississippi. Son éstos, en verdad, objetos muy dignos de contemplación, aun para aquel que ha trepado a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado junto al azul torrente del Ródano veloz.

Pero éstos no son todos los que pueden envanecernos y en realidad llegaré a la osadía de afirmar que hay innumerables rincones tranquilos, oscuros y apenas explorados, dentro de los límites de los Estados Unidos, que el verdadero artista o el cultivado amante de las más grandes y más hermosas obras de Dios preferirá a todos y cada uno de los prestigiosos y acreditados paisajes a los cuales me he referido.


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5 págs. / 10 minutos / 1.431 visitas.

Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Alce

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Teresa, viuda de Thropplestance, era la anciana más rica y la más intratable del condado de Woldshire. Por su manera de relacionarse con el mundo en general, parecía una mezcla de ama de guardarropa y perrero mayor, con el vocabulario de ambos. En su círculo doméstico se comportaba en la forma arbitraria que uno le atribuye, acaso sin la menor justificación, a un jefe político norteamericano en el interior de su comité. El difunto Theodore Thropplestance la había dejado, unos treinta años atrás, en absoluta posesión de una considerable fortuna, muchos bienes raíces y una galería repleta de valiosas pinturas. En el transcurso de esos años había sobrevivido a su hijo y reñido con el nieto mayor, que se había casado sin su consentimiento o aprobación. Bertie Thropplestance, su nieto menor, era el heredero designado de sus bienes; y en calidad de tal era el centro de interés e inquietud de casi medio centenar de madres ambiciosas con hijas casaderas. Bertie era un joven amable y despreocupado, muy dispuesto a casarse con cualquiera que le recomendaran favorablemente, pero no iba a perder el tiempo enamorándose de ninguna que estuviera vetada por la abuela. La recomendación favorable tendría que venir de la señora Thropplestance.


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6 págs. / 10 minutos / 120 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Alegre Mes de Mayo

O. Henry


Cuento


Les ruego que le propinen un buen golpe al poeta cuando les cante las alabanzas del mes de mayo. Se trata de un mes que presiden los espíritus de la travesura y la demencia. En los bosques en flor rondan los duendes y los trasgos: Puck y su séquito de gnomos se dedican febrilmente a cometer desaguisados en la ciudad y en el campo.

En mayo, la naturaleza nos amonesta con un dedo admonitorio, recordándonos que no somos dioses, sino súper engreídos miembros de su gran familia. Nos recuerda que somos hermanos de la almeja y del asno, vástagos directos de la flor y del chimpancé, y primos de las tórtolas que se arrullan, de los patos que graznan, y de las criadas y los policías que están en los parques.

En mayo, Cupido hiere a ciegas: los millonarios se casan con las taquígrafas, los sabios profesores cortejan a masticadoras de chicle de blanco delantal que, detrás de los mostradores de los bares, sirven almuerzos; los jóvenes, provistos de escaleras, se deslizan rápidamente por los parques donde los espera Julieta en su enrejada ventana, con la maleta pronta; las parejas juveniles salen a pasear y vuelven casadas; los viejos se ponen polainas blancas y se pasean cerca de la Escuela Normal; hasta los hombres casados, sintiéndose insólitamente tiernos y sentimentales, les dan una palmada en la espalda a sus esposas y gruñen: “¿Cómo vamos, vieja?”

Este mes de mayo, que no es una diosa sino Circe, que se pone un traje de disfraz en el baile dado en honor de la bella Primavera que hace su presentación en sociedad, nos abruma a todos.


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6 págs. / 12 minutos / 87 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Alfiler de Oro

Marcel Schwob


Cuento


Hacía unos instantes que el vaivén de la puerta, que sacudía sus tres ventanales, ya no atraía la atención de las mujeres. Los ingleses salían y entraban, con sus flexibles sombreros, sus pantalones holgados, fumando pipas cortas, sin levantar ningún revuelo. El pequeño ciclista, con aire ingenuo, permanecía solo en un rincón, abandonado por las madamas. Todas estaban mirando a un hombre moreno, pálido, que se había sentado en una mesa del fondo. Tenía unas cejas extraordinariamente espesas, tan tupidas que cubrían el entrecejo; una nariz afilada y una boca muy roja; el cuello encajado en un collar de perro ancho y dorado constelado de brillantes; unos largos guantes rojos rodeados por dos brazaletes de oro amarillo con un único ópalo en la mitad. Un corsé ceñía su torso, aunque la flácida tela de su pantalón evidenciaba la flaqueza de sus piernas. Pero lo más extraño era sobre todo sus ojos, claros y grises, pero sin fondo, encendidos con una mirada fría que caía como atravesando un vidrio pulido.

«Aquí tienes a tu pimpollo, —exclamó Nini-la-Maquillada a Cuello-de-Terciopelo—. Ya me lo prestarás». Julie-la-Cantarina pasó cerca del hombre rozándole el cuello con la punta de sus senos, apenas cubiertos con tul blanco, mientras canturreaba: «No son colgajos, son picaruelos — ¡y apuntan hacia los cielos!». La pequeña Cinco-Minutos-en-mi-Cama, que de reina de los pilluelos de la Plaza Maubert se había convertido de repente en «princesa de los grititos» del bulevar, se acercó a mirarlo delante de sus narices y estalló en carcajadas.


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5 págs. / 8 minutos / 53 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Alma de la Laploshka

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Laploshka fue uno de los tipos más mezquinos que yo haya conocido, y uno de los más divertidos. Decía cosas horribles de la otra gente, con tal encanto que uno le perdonaba las cosas igualmente horribles que decía de uno por detrás. Puesto que odiamos caer en nada que huela a maledicencia, agradecemos siempre a quienes lo hacen por nosotros y lo hacen bien. Y Laploshka lo hacía de veras bien.

Naturalmente, Laploshka tenía un vasto círculo de amistades; y como ponía cierto esmero en seleccionarlas, resultaba que gran parte de ellas eran personas cuyos balances bancarios les permitían aceptar con indulgencia sus criterios, bastante unilaterales, sobre la hospitalidad. Así, aunque era hombre de escasos recursos, se las arreglaba para vivir cómodamente de acuerdo a sus ingresos, y aún más cómodamente de acuerdo a los de diversos compañeros de carácter tolerante.

Pero con los pobres o los de estrechos fondos como él, su actitud era de ansiosa vigilancia. Parecía acosarlo el constante temor de que la más mínima fracción de un chelín o un franco, o cualquiera que fuera la moneda de turno, extraviara el camino de su bolso o provecho y cayera en el de algún compañero de apuros. De buen grado ofrecía un cigarro de dos francos a un rico protector, bajo el precepto de obrar mal para lograr el bien; pero me consta que prefería entregarse al paroxismo del perjurio antes que declararse en culpable posesión de un céntimo cuando hacía falta dinero suelto para dar propina a un camarero. La moneda le habría sido debidamente restituida a la primera oportunidad —él habría tomado medidas preventivas contra el olvido de parte del prestatario—, pero a veces ocurrían accidentes, e incluso una separación temporal de su penique o sou era una calamidad que debía evitarse.


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5 págs. / 9 minutos / 62 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Alma del Guerrero

Joseph Conrad


Cuento


El viejo oficial de grandes bigotes blancos dio rienda suelta a su indignación.

—¿Cómo es posible que todos ustedes, jovenzuelos, no tengan más sentido común? A muchos de ustedes no les vendría mal limpiarse los labios de leche antes de juzgar a los rezagados de una generación que han hecho mucho, y sufriendo no poco, por su tiempo.

Los oyentes hicieron sentir al instante su arrepentimiento y el anciano guerrero se calmó un poco, pero no se quedó en silencio.

—Yo soy uno de ellos, me refiero a que soy uno de los rezagados —continuó con calma—. ¿Y qué fue lo que hicimos? ¿Qué conseguimos? El gran Napoleón cayó sobre nosotros con la intención de emular las gestas de Alejandro de Macedonia, con toda una multitud de naciones apoyándole. A la impetuosidad y fuerza francesas nosotros opusimos enormes espacios desiertos, y después presentamos dura batalla hasta que su ejercito se quedó inmóvil en sus posiciones y durmiendo sobre sus propios cadáveres. Después de aquello sucedió el muro de fuego de Moscú, se le vino totalmente encima.

»A partir de ahí empezó la derrota del Gran Ejército. Yo les vi en desbandada como si se tratara del fatídico descenso de miles de pálidos y demacrados pecadores a través del círculo helado del infierno de Dante, abriéndose cada segundo un poco más ante sus miradas llenas de desesperación.

»Los que consiguieron escapar con vida casi tuvieron que llevar las armas clavadas al cuerpo con doble remache para poder salir de Rusa en medio de aquella helada que partía las piedras, pero quien nos culpara de que les dejamos huir no estaría más que diciendo una insensatez. ¿Por qué? Porque nuestros mismos hombres llegaron hasta el límite de su resistencia… ¡Su resistencia rusa!


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27 págs. / 47 minutos / 268 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

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