Textos más vistos publicados por Edu Robsy no disponibles publicados el 22 de octubre de 2016 | pág. 4

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editor: Edu Robsy textos no disponibles fecha: 22-10-2016


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Las Tres Naranjas de Amor

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un príncipe que no se reía nunca. Pero un día, una mujer se dijo:

—Yo haré reír a ese príncipe; reír o llorar.

Y la mujer se vistió con harapos sujetos con una cuerda, se soltó el pelo y al son de un tamboril fue a bailar delante del príncipe que estaba asomado al balcón de su palacio. Se movió tanto bailando frenéticamente que, de repente, se rompió la cuerda que sujetaba su ropa y se quedó completamente desnuda en medio de la calle. Al verla, el príncipe se puso a reír a carcajadas. La mujer no había previsto que pudiera caérsele la ropa. Cuando vio que el príncipe se reía de ella dijo:

—Quiera Dios que no vuelva a reír nunca más antes de encontrar las tres naranjas de amor.

A partir de ese momento, el príncipe se sintió muy triste. Un día se dijo:

—Quiero divertirme y reír. Iré a buscar las tres naranjas de amor allí donde se encuentren.

Y se marchó en su búsqueda yendo de pueblo en pueblo. Una mañana, encontró a la mujer que le había echado la maldición, pero no la reconoció.

—¿Adónde va usted? —le preguntó.

—Estoy buscando las tres naranjas de amor.

—Se encuentran muy lejos de aquí; tres perros las custodian al fondo de una gruta. Vaya hacia el norte y la encontrará en el hueco de un montón de rocas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Amantes de Toledo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Émile Pierre

¿Habría sido justo, pues, que Dios
condenara al Hombre a la Felicidad?

Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio.

Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros…, los refectorios, la biblioteca.

En una de aquellas habitaciones, —en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones—, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada.

A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Hermanos Van Buck

Alfred de Musset


Cuento


En una ciudad alemana, no lejos de las orillas del Rin, vivían los dos hermanos Van—Buck, que pasaban por ser, y con razón, dos diestros grabadores. Tenían por costumbre ir casi todas las noches, después de cenar, a casa de un viejo orfebre, vecino suyo; aquel buen hombre, cuyo nombre era Thomas Heermans, los recibía en su trastienda, junto a la chimenea y con una gran pipa en los labios; las veladas, que pasaban solos los tres, no eran demasiado animadas; los dos hermanos eran de un temperamento bastante taciturno, y por lo que se refiere al orfebre, aunque tenía un ojo despierto, era raro que los trabajos a los que se consagraba día y noche no lo preocuparan hasta el punto de volverlo algo distraído y poco hablador. Sin embargo, se entendían y se apreciaban más precisamente por la similitud de su talante; era muy raro que al pasar por delante de la tienda de Heermans por la noche, no se viera a través de los cristales las cabezas de los tres amigos alrededor de una lámpara y, en la mayoría de ocasiones, una gran jarra de cerveza.

Una noche, no hace mucho tiempo, el viejo Heermans se mostró más alegre de lo habitual.

—¿Qué le ocurre, pues? —le dijeron los grabadores— tiene una noticia feliz escrita en la cara.

—Amigos míos, —contestó el buen orfebre— mi hija sale mañana del internado, su educación ha concluido, y me ven mis dignos amigos, mis queridos vecinos, con una alegría tal que me dan ganas de bailar sobre una mesa.

Hay que señalar que el bueno de Heermans había apreciado siempre a los religiosos lo mismo que a la peste. Pero una anciana hermana, rica y piadosa, había exigido que su sobrina estudiara en un colegio de religiosas y el prudente calculador había tenido que aceptar aunque de mala gana.

—Sí, amigos míos, ya la verán, ¡estoy ansioso por pellizcarle las mejillas!


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Desconocida

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora condesa de Lacios

El cisne calla durante toda su vida para cantar bien una sola vez.
—Antiguo proverbio

Era el sagrado muchacho a quien un bello verso hace palidecer.
—Andrien Juvigny

Aquella noche, todo París resplandecía en los Italiens. Se representaba Norma. Era la función de despedida de María—Felicia Malibrán.

La sala entera, con los últimos acordes de la plegaria de Bellini, Casta diva, se había levantado y reclamaba a la cantante en un glorioso tumulto. Le arrojaban flores, pulseras, coronas. ¡Un sentimiento de inmortalidad envolvía a la augusta artista, casi moribunda, y que se alejaba, creyendo cantar!

En el centro de las butacas de patio, un joven, cuya fisonomía expresaba un alma resuelta y orgullosa, manifestaba, rompiendo sus guantes a fuerza de aplaudir, la apasionada admiración que experimentaba.

Nadie, en el mundo parisino, conocía a este espectador. No tenía aire provinciano, sino extranjero. Con su vestimenta nueva, pero de lustre apagado y de corte irreprochable, sentado en su butaca, hubiera parecido casi singular, sin la instintiva y misteriosa elegancia que emanaba de su persona. Al examinarlo, se hubiera buscado en torno suyo espacio, cielo y soledad. Era extraordinario: pero París ¿no es la ciudad de lo Extraordinario?

¿Quién era y de dónde venía?

Era un adolescente salvaje, un huérfano señorial —uno de los últimos de este siglo—, un melancólico noble del Norte, escapado de la noche de una casa solariega de Cornualles, desde hacía tres días.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Dorada y los Esposos

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un hombre y su mujer que tenían una dorada para cenar. Durante la tarde, aprovechando la ausencia de su marido que trabajaba en la montaña, la mujer asó el pescado y lo devoró. Al anochecer bajó el hombre y llegó a su casa donde le dijo su glotona compañera:

—¡Ah!, mi pobre Pierre, ¡no sabes lo que me ha sucedido! Mientras descolgaba la dorada del clavo, la descarada se me resbaló de entre las manos y se escapó hacia el arroyo.

Al escuchar aquellas palabras, el hombre agarró un bastón y se puso a buscar por todos los rincones de la casa. Sus esfuerzos resultaron inútiles. Al día siguiente, cuando volvía a su casa, pasó por delante de una pescadería en la que había una dorada exactamente idéntica a su pretendida cena. Murmuró: «¡Ya te tengo, granuja!», la agarró y se la llevó hacia su casa. La vendedora se puso a perseguirlo, gritando e insultándolo. Todos los habitantes de la calle se retorcían de risa… Para calmar los ánimos, un señor le pagó el pescado a la vendedora.

Una vez en su casa, Pierre se puso a preparar la comida con mucho cuidado. Colocó el pescado en una gran olla llena de agua, puso ésta sobre el fuego y se sentó frente al hogar con el bastón en la mano para asegurarse de que el pez no se escapaba de nuevo. Pronto el agua comenzó a hervir. Creyendo que la dorada intentaba escaparse de nuevo, propinó furiosos bastonazos a la olla que se rompió en mil pedazos. La mendaz esposa era otra vez la causa de aquella nueva desgracia.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Impaciencia de la Multitud

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Victor Hugo

Hombre, ve a decir a Lacedemonia que aquí
hemos muerto por obedecer sus santas leyes.
—Simonides

La gran puerta de Esparta, con su batiente pegado a la muralla como un escudo de bronce apoyado en el pecho de un guerrero, se abría ante el Taygeto. La polvorienta pendiente del monte enrojecía con fríos fuegos un atardecer de los primeros días del invierno, y la árida ladera enviaba a las murallas de la ciudad de Heracles la imagen de un sacrificio ofrecido en una profunda noche cruel.

Por encima del cívico portal, el muro se erguía pesadamente. En la nivelada cumbre había una multitud, roja por el atardecer. Las luces de hierro de las armaduras, las jabalinas, los carros, las puntas de las lanzas brillaban con la sangre del astro. Únicamente los ojos de esa multitud estaban sombríos: contemplaban fijamente, con miradas agudas como jabalinas, la cima del monte, de donde se esperaba alguna gran noticia.

La víspera, los Trescientos habían marchado con el rey. Coronados con flores, partieron al festín de la Patria. Quienes tenían que cenar en los infiernos habían peinado sus cabelleras por última vez en el templo de Licurgo. Después, los jóvenes, tras coger los escudos y golpearlos con sus espadas, entre los aplausos de las mujeres, habían desaparecido en la aurora mientras cantaban versos de Tirteo… Ahora, sin duda, las altas hierbas del Desfiladero rozaban sus desnudas piernas, como si la tierra que iban a defender quisiera todavía acariciar a sus hijos antes de recogerlos en su verdadero seno.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Incomprendida

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Jules Destrée

No golpees nunca a una mujer, ni siquiera con una flor.
—El Corán

Cuando se abrían las últimas rosas de la pasada primavera, Geoffroy de Guerl, llevando con él, de París, a su primera preferida, Simone Liantis, alquiló, a orillas del Loire, una alegre quinta, amueblada al estilo Luis XVI y con jardín cercado, donde unas lijas muy altas, encerrando una vasta extensión central de verdor, se entrecruzaban en largos viales hasta el espacio abierto. Cerca, en las laderas de pequeñas colinas, crecía una espesura de maleza y de fresnos, enrojecidos ahora por el otoño, que parecía lanzar soledad hacia la casa.

A los veinte años —y sólo con unos siete mil francos de renta—, ponerse a vivir con una elegante, con aquella esbelta morena de viva mirada, tez de jazmín y rasgos finos y duros, suponía una locura, ¿no es verdad? Ciertamente. Pero si el señor de Guerl era un gallardo mozo, de maneras amables, famoso por su valor y dotado de un espíritu de artista, un clarividente sentimentalismo lo defendía —armadura oculta, pero a toda prueba— de todas las amorosas concesiones susceptibles de arrastrar a esenciales caídas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Llave

Jules Renard


Cuento


La vieja es vieja y avara; el viejo es aún más viejo y más avaro. Pero ambos temen por igual a los ladrones. A cada instante del día se preguntan:

—¿Tienes tú la llave del armario?

—Sí.

Eso los tranquiliza un poco. Guardan la llave alternativamente y llegan a desconfiar el uno de la otra. La vieja la esconde principalmente en el pecho, entre la camisa y la piel. ¡Cuántas cosas no desata para poder introducirla en las fundas de sus senos inútiles!

El viejo la esconde unas veces en los bolsillos abotonados del pantalón y otras en los del chaleco, medio cosidos, que palpa con frecuencia. Pero al final, esos escondites que son siempre los mismos les han parecido cada vez menos seguros, y él acaba de encontrar un nuevo escondite del que se siente satisfecho.

La vieja le pregunta como de costumbre:

—¿Tienes tú la llave del armario?

El viejo no responde.

—¿Estás sordo?

El viejo hace gesto de que no está sordo.

—¿Se te ha perdido la lengua? —dice la vieja.

Lo mira inquieta. Tiene los labios cerrados y las mejillas hinchadas. Sin embargo, su expresión no es la de un hombre que se hubiera quedado mudo de repente, y sus ojos expresan más picardía que espanto.

—¿Dónde está la llave? —dice la vieja—; ahora me toca guardarla a mí.

El viejo sigue moviendo la cabeza con aire satisfecho, con las mejillas a punto de reventar.

La vieja comprende. Se lanza con agilidad, agarra por la nariz al viejo, le abre por la fuerza —con riesgo de que la muerda— la boca de par en par, introduce en ella los cinco dedos de su mano derecha y saca la llave del armario.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Más Bella Cena del Mundo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Un golpe del Comendador!
¡Una puñalada trapera!

—Antiguo refrán

Xanthus, el maestro de Esopo, declaró, por sugerencia del fabulista, que, si él había apostado que se bebería el mar, no había apostado beber también los ríos que «entran en su interior», para utilizar el gracioso francés de nuestros traductores universitarios.

Ciertamente, tal escapatoria era muy sagaz; pero, con la ayuda del Espíritu del progreso, ¿no sabríamos encontrar, hoy en día, otras semejantes? Por ejemplo:

«Retiren de antemano los peces, ya que no están comprendidos en la apuesta; ¡filtren! Una vez hecha esta reducción, la cosa es fácil.»

O mejor aún:

«Yo he apostado que me beberé el mar, de acuerdo; ¡pero no de un solo trago! El sabio no debe nunca precipitarse en sus acciones: bebo lentamente. Por lo tanto, será una gota cada año, ¿no es verdad?»

Resumiendo, pocos compromisos hay que no puedan ser mantenidos de alguna manera… y esta manera podría calificarse de filosófica.

—«¡La más bella cena del mundo!»

Tales expresiones utilizó, formalmente, el letrado Percenoix, el ángel de la Enfiteusis, para definir, de un modo conciso, la comida que se proponía ofrecer a los notables de la pequeña ciudad de D…, en la que tenía su despacho desde hacía treinta años o más.

Sí. Fue en el círculo —la espalda al fuego, los faldones de su levita bajo los brazos, las manos en los bolsillos, los hombros estirados y sin relieve, los ojos en el cielo, las cejas levantadas, los lentes de oro en las arrugas de su frente, el birrete hacia atrás, la pierna derecha plegada sobre la izquierda y la punta de su zapato embetunado que apenas tocaba tierra—, donde pronunció esas palabras.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte de Odjigh

Marcel Schwob


Cuento


En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente hacia ellas hileras de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había vegetación, sólo pocas manchas de líquen pálido sobre las rocas. La osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. La muerte invernal atacaba la vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos; luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo que habitaba cavernas o cuevas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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