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Diálogo entre un Sacerdote y un Moribundo

Marqués de Sade


Cuento


El Sacerdote: Llegado el instante fatal en que el velo de la ilusión sólo se desgarra para dejar al hombre reducido al cuadro cruel de sus errores y sus vicios, ¿no te arrepientes, hijo mío, de los múltiples desórdenes a los que te condujo la humana debilidad y fragilidad?

El Moribundo: Sí, amigo mío, me arrepiento.

El Sacerdote: Pues bien, aprovecha estos remordimientos felices para obtener del cielo, en este corto intervalo, la absolución general de tus faltas, y piensa que es por la mediación del santísimo sacramento de la penitencia que te será posible obtenerla del Eterno.

El Moribundo: No nos comprendemos.

El Sacerdote: ¡Cómo!

El Moribundo: Te he dicho que me arrepentía.

El Sacerdote: Así lo oí.

El Moribundo: Sí, pero sin comprenderlo.

El Sacerdote: ¿Qué interpretación?…

El Moribundo: Ésta… Creado por la naturaleza con inclinaciones ardorosas, con pasiones fortísimas, únicamente colocado en este mundo para entregarme a ellas y para satisfacerlas, y estos efectos de mi creación no siendo más que necesidades relativas a las primeras vistas de la naturaleza, o, si lo prefieres, sólo derivaciones esenciales de sus proyectos sobre mí, todos en razón de sus leyes, sólo me arrepiento de no haber reconocido bastante su omnipotencia, y mis únicos remordimientos sólo se refieren al mediocre uso que hice de las facultades (criminales según tú, según yo muy simples) que ella me había dado para servirla. La he resistido algunas veces, de eso me arrepiento. Cegado por tus sistemas absurdos, con ellos combatí toda la violencia de los deseos que había recibido de una inspiración más que divina, de eso me arrepiento. Coseché sólo flores cuando pude hacer una amplia cosecha de frutos… Estos son los justos motivos de mi pesar. Estímame en algo para no atribuirme otros.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Discurso Provenzal

Marqués de Sade


Cuento


Durante el reinado de Luis XIV, como es bien sabido, se presentó en Francia un embajador persa; este príncipe deseaba atraer a su corte a extranjeros de todas las naciones para que pudieran admirar su grandeza y transmitieran a sus respectivos países algún que otro destello de la deslumbrante gloria con que resplandecía hasta los confines de la tierra. A su paso por Marsella, el embajador fue magníficamente recibido. Ante esto, los señores magistrados del parlamento de Aix decidieron, para cuando llegara allí, no quedarse a la zaga de una ciudad por encima de la cual colocan a la suya con tan escasa justificación. Por consiguiente, de todos los proyectos el primero fue el de cumplimentar al persa; leerle un discurso en provenzal no habría sido difícil, pero el embajador no habría entendido ni una palabra; este inconveniente les paralizó durante mucho tiempo. El tribunal se reunió para deliberar: para eso no necesitan demasiado, el juicio de unos campesinos, un alboroto en el teatro o algún asunto de prostitutas sobre todo; tales son los temas importantes para esos ociosos magistrados desde que ya no pueden arrasar la provincia a sangre y fuego y anegarla, como en el reinado de Francisco I, con los torrentes de sangre de las desdichadas poblaciones que la habitan.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Abate Aubin

Prosper Mérimée


Cuento


I

DE MADAMA DE P… A MADAMA DE G…

Noirmoutiers… noviembre 1844.

Prometí escribirte, mi querida Sofía, y cumplo mi palabra: después de todo es lo mejor que puedo hacer durante estas largas veladas. En mi última carta te dije de qué modo caí en la cuenta de que tenía treinta años y estaba arruinada. Para la primera de estas desgracias, no hay remedio. En cuanto a la segunda, nos resignamos bastante mal, pero, en fin, nos resignamos.

Para restablecer nuestros negocios, necesitamos pasar dos años, por lo menos, en el sombrío caserón desde el cual te escribo.

Estuve sublime. Tan pronto como supe el estado de nuestra hacienda, propuse a Enrique ir a hacer economías en el campo, y ocho días después nos encontrábamos en Noirmoutiers.

Nada te diré del viaje. Hacía muchos años que no me había encontrado a solas con mi marido durante tanto tiempo. Naturalmente, ambos estábamos de bastante mal humor; pero como me hallaba perfectamente resuelta a poner a mal tiempo buena cara, todo pasó bien. Tú conoces mis grandes resoluciones y sabes si las cumplo.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Agricultor Modelo

Jules Renard


Cuento


El combate parecía terminado cuando una última bala, una bala perdida, impactó en la pierna derecha de Fabricien. Se vio obligado a regresar a su tierra con una pierna de madera.

En un primer momento mostró cierto orgullo; las primeras veces que entró en la iglesia del pueblo golpeando con tanta fuerza las losas, se le habría podido confundir con un portero de gran ciudad.

Luego, una vez que la curiosidad se apaciguó, se lamentó durante mucho tiempo, avergonzado, de verse inútil para siempre.

Buscó con una obstinación, frecuentemente frustrada, la forma de ser útil.

Y ahora, en el sendero de un modesta holgura, sin menospreciar su pierna de carne, siente cierta debilidad por la de madera.

Trabaja a jornal. Le asignan un trozo del huerto. Y pueden marcharse y dejarlo trabajar.

Su bolsillo derecho está lleno de judías rojas o blancas, a elegir. Además está roto, no demasiado, pero tampoco poco.

Con paso regular, Fabricien recorre a lo largo y a lo ancho el terreno. Su pierna de madera hace un hoyo a cada paso. Sacude su bolsillo agujereado. Las judías caen. Las recubre con el pie izquierdo y continúa.

Y mientras se gana la vida honradamente, el antiguo soldado, con las manos a la espalda y la cabeza en alto, parece pasearse para cuidar su salud.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Alcahuete Castigado

Marqués de Sade


Cuento


Durante la Regencia ocurrió en París un hecho tan singular que aún hoy en día puede ser narrado con interés; por un lado, brinda un ejemplo de misterioso libertinaje que nunca pudo ser declarado del todo; por otro, tres horribles asesinatos, cuyo autor no fue descubierto jamás. Y en cuanto a… las conjeturas, antes de presentar la catástrofe desencadenada por quien se la merecía, quizá resulte así algo menos terrible


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Aparecido

Marqués de Sade


Cuento


La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos. No obstante, si el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse de que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.

Una gruesa Madame Dallemand, que todo París conocía entonces como una mujer alegre, franca, ingenua y de buena compañía, vivía, desde hacía más de veinte años que era viuda, con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean—en—Grève. Madame Dallemand se encontraba un día cenando en casa de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere. Ella sale y reconoce a Ménou.

—¿Qué asunto tan urgente —le dice ella— puede hacerte venir a turbarme así en una casa en la que no eres conocido?

—Uno muy esencial, señora, responde el corredor, y debes creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablarte por última vez en mi vida…


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Arca y el Aparecido

Stendhal


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Asesino de Cisnes

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Ayuno

Émile Zola


Cuento


I

Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles.

Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia.

La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un cabeceo de satisfacción.

A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban.

II

Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba:


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Barco a Vapor

Jules Renard


Cuento


Retirados al pueblo, los Bornet son vecinos de los Navot y entre las dos parejas existe muy buena relación. Les gusta por igual la tranquilidad, el aire puro, la sombra y el agua. Simpatizan tanto que se imitan.

Por la mañana las señoras van juntas al mercado.

—Me dan ganas de preparar un pato, —dice la señora Navot.

—¡Ah! A mí también, —dice la señora Bornet.

Los señores se consultan cuando proyectan embellecer uno su jardín ventajosamente orientado, y el otro su casa situada sobre una loma y nunca húmeda. Se llevan bien. Mejor es así. ¡Con tal de que dure!

Pero es al atardecer, cuando se pasean por el Marne, cuando los Navot y los Bornet desean estar siempre de acuerdo. Los dos barcos, de la misma forma y de color verde, se deslizan uno al lado del otro. El señor Navot y el señor Bornet reman acariciando el agua como si lo hicieran con sus manos prolongadas. A veces se excitan hasta que aparece una primera gota de sudor, pero sin envidia, tan fraternales que no pueden vencerse uno al otro y reman al unísono.

Una de las señoras sorbe discretamente y dice:

—¡Qué delicia!

—Sí,—responde la otra— es delicioso.

Pero, una tarde, cuando los Bornet van a reunirse con los Navot para su habitual paseo, la señora Bornet mira un punto determinado del Marne y dice:

—¡Caray!

El señor Bornet, que está cerrando la puerta con llave, se da la vuelta:

—¿Qué ocurre?

—¡Caramba! —prosigue la señora Bornet— nuestros amigos no se privan de nada. Tienen un barco a vapor.

—¡Demonios! —dice el señor Bornet.

Es cierto. En la orilla, en el estrecho espacio reservado a los Navot, se divisa un pequeño barco a vapor, con su tubo negro que brilla al sol, y las nubes de humo que de él escapan. Ya instalados, el señor y la señora Navot esperan y agitan un pañuelo.

—¡Muy gracioso! —dice el señor Bornet molesto.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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