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El Bosque y la Estepa

Iván Turguéniev


Cuento


Tal vez haya fatigado al lector con mis relatos de cacería. Que se tranquilice ahora; he señalado el término de estas páginas. Solamente le pido autorización para añadir algunas observaciones cinegéticas.

La caza con escopeta está llena de atractivos por sí misma, für sich, como solía decirse cuando estaba de moda la filosofía de Hegel. Si el cielo no nos ha hecho cazadores, no por eso dejaremos de ser amigos de la naturaleza. Por lo tanto, es algo que podemos envidiar a los discípulos de San Huberto. ¿O acaso no llegan a comprenderme?

¿Conocen los goces que se experimenta cuando se parte para una cacería al romper el alba de un hermoso día primaveral?

Están en la escalinata; el color del cielo es todavía un gris sombrío, brillan aún algunas estrellas, corre un viento suave, como una ligera onda; perduran los murmullos discretos y confusos de la noche, están los árboles envueltos en una especie de velo. En el carro se coloca la alfombrita, el tarro de té, el samovar.

Los caballos se estremecen, piafando; una pareja de gansos, apenas despiertos, atraviesan silenciosamente el camino. Detrás de una cerca, el guardián ronca tranquilamente. En la atmósfera fresca no hay un solo sonido que no se incruste nítidamente y quede como grabado.

Se instalan en el vehículo, los caballos arrancan a un tiempo, se pasa frente a la iglesia, se baja la pendiente, luego se dobla a la derecha, junto al dique: el estanque está cubierto de neblinas blancuzcas; sienten frío, se alzan el cuello del abrigo. Los caballos atraviesan con gran ruido los charcos de agua, mientras el cochero silba en el pescante.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canario

Jules Renard


Cuento


¿Por qué se me ocurriría comprar este pájaro? El pajarero me dijo: «Es un macho. Espere una semana para que se adapte, y cantará». Pero el pájaro se obstina en permanecer callado y lo hace todo al revés. Tan pronto como lleno su comedero, saca los granos con el pico y los lanza a los cuatro vientos. Ato con una cuerda una galleta entre dos barrotes de la jaula. Sólo picotea la cuerda. Empuja y golpea la galleta como con un martillo y ésta termina por caerse. Se baña en el agua limpia del bebedero y bebe en su bañera. Y defeca indiferentemente en los dos. Debe imaginar que el pastelito es una pasta con la que los pájaros de su especie construyen los nidos y, nada más verlo, se acurruca en él. No ha comprendido aún para qué sirven las hojas de lechuga y sólo disfruta haciéndolas añicos. Cuando se le ocurre coger un grano, le cuesta un mundo tragárselo. Lo pasea de un lado al otro del pico, lo aprieta, lo aplasta, y mueve la cabeza como si se tratara de un viejecillo sin dientes. El terrón de azúcar no le sirve. ¿Es una piedra que sobresale, un balcón, una mesa poco práctica? Prefiere las barras de madera. Tiene dos que se superponen y se cruzan. Me aburre verlo saltar. Se asemeja a la estupidez mecánica de un péndulo que no marcara nada. ¿Qué placer obtiene saltando así? ¿Qué necesidad le hace saltar? Si descansa de una aburrida gimnasia agarrado con una pata a la barra que parece estrangular, con la otra busca instintivamente la misma barra.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canario

Katherine Mansfield


Cuento


¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

…No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canto del Gallo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al doctor Albert Robin

Et continuo, cantavit gallus.
—Evangelios

El castillo fortificado del prefecto romano Poncio Pilatos estaba situado en la ladera del Mona; el del tetrarca Herodes se elevaba, resplandeciente, en medio de los surtidores vivos y de los pórticos, en el monte Sión, no lejos de los jardines del antiguo Sumo Sacerdote Anás, suegro de aquel “José”, llamado Caifás, sexagésimo octavo sucesor de Aarón, cuyo pesado palacio sacerdotal se levantaba igualmente en la cumbre de la ciudad de David.

El 13 del mes de Nisán (14 de abril) del año 782 de Roma (año 33 de Jesucristo, después), un destacamento de la cohorte de ocupación —quinientos cincuenta y cinco hombres prestados por el prefecto al Sumo Sacerdote, para el caso de una sedición popular— rodeó silenciosamente, hacia las diez y media de la noche, los accesos abruptos del Monte de los Olivos.

A la entrada de aquel sendero que cortaba más arriba el desigual riachuelo del Cedrón, el jefe de los piqueros del Templo, Hannalos, hablaba sin duda con los centuriones, mientras esperaba a los agentes de Israel que debía dejar pasar, a fin de que se procediera al arresto de un conocido faccioso, un mago de Nazaret, el famoso Jesús, que se había “refugiado” allí aquella noche.

Pronto, bajo el claro de luna pascual, apareció, descendiendo del suburbio de Ofel, un grupo provisto de bastones, espadas y cuerdas, mandado por los dos emisarios del Gran Consejo, Achazías y Ananías, a los que acompañaba un portalinterna, Malcos, hombre de confianza de Caifás. La tropa era guiada por el más reciente discípulo de Jesús, un hombre originario de la aldea de Karioth, perteneciente a la tribu de Judá, a orillas del Mar Muerto, en el límite occidental de la sepultada Gomorra, aun cuando hubiese también, en las fronteras, cierto burgo moabita llamado Kerioth que encendía sus hogares no lejos del estanque del Dragón.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Capitán Kidd: Pirata

Marcel Schwob


Cuento


No hay acuerdo acerca de por qué razón se le puso a este pirata el nombre del cabrito (Kidd). El acta por la cual Guillermo III, rey de Inglaterra, lo invistió del mando de la galera La Aventura, en 1695, comienza por estas palabras: “A nuestro leal y bienamado Capitán William Kidd, comandante, etc. Salve”. Pero es seguro que ya entonces era un nombre de guerra. Unos dicen que acostumbraba, elegante y refinado como era, calzar siempre, tanto en combate como en maniobra, delicados guantes de cabritilla con vueltas de encaje de Flandes; otros aseguran que durante sus peores matanzas exclamaba: “Yo que soy suave y bueno como un cabrito recién nacido”; otros aun, pretenden que metía el oro y las alhajas en sacos muy flexibles, hechos de cuero de cabra joven, y que se le ocurrió usarlos el día que saqueó un navío cargado de azogue con el cual llenó mil bolsones de cuero que todavía están enterrados en el flanco de una pequeña colina en las islas Barbados. Basta con saber que su pabellón de seda negra llevaba bordados una cabeza de muerto y una cabeza de cabrito, lo mismo que llevaba grabado en su sello. Los que buscan los muchos tesoros que ocultó en las costas de los continentes de Asia y de América, llevan delante de ellos un pequeño cabrito negro que debe gemir en el lugar donde el capitán enterró su botín; pero ninguno ha logrado nada. El mismo Barbanegra, quien había sido aleccionado por un antiguo marinero de Kidd, Gabriel Loff, sólo encontró en las dunas sobre las cuales se levanta hoy Fort Providence, gotas dispersas de azogue que rezumaban de la arena. Y todas sus excavaciones son inútiles, porque el capitán Kidd declaró que sus escondites serían eternamente ignorados debido al “hombre del balde sangriento”. Kidd, en efecto, fue acosado por ese hombre durante toda su vida, y los tesoros de Kidd son acosados y defendidos por aquél desde que éste murió.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Convidado de las Últimas Fiestas

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora Nina de Villard

Lo desconocido es la parte del león.
—François Arago

La Estatua del Comendador puede venir a cenar con nosotros; ¡puede tendernos la mano! Se la estrecharemos. Quizás sea él quien tenga frío.

Una noche de carnaval del año 186…, C…, uno de mis amigos, y yo, por una circunstancia absolutamente debida a los azares del tedio «ardiente y vagos», estábamos solos en un palco, en el baile de la Ópera.

Desde hacía algunos instantes admirábamos, entre el polvo, el tumultuoso mosaico de máscaras que aullaban bajo las arañas y se agitaban bajo la sabática batuta de Strauss.

De golpe, se abrió la puerta del palco: tres damas, con un rumor de seda, se aproximaron por entre las pesadas sillas y, tras haberse despojado de sus máscaras, nos dijeron:

—¡Buenas noches!

Eran tres jóvenes de un encanto y una belleza excepcionales. Algunas veces las habíamos encontrado en el mundillo artístico de París. Se llamaban: Clío la Cendrée, Antonie Chantilly y Annah Jackson.

—¿Vienen ustedes aquí para esconderse, señoras? —preguntó C… rogándoles que se sentasen.

—¡Oh! Pensábamos cenar solas, porque la gente de esta fiesta, tan horrible y aburrida, ha entristecido nuestra imaginación —dijo Clío la Cendrée.

—¡Sí, ya nos íbamos cuando los hemos visto! —dijo Antonie Chantilly.

—Así pues, vengan con nosotras, si no tienen nada mejor que hacer —concluyó Annah Jackson.

—¡Luz y alegría!, ¡viva! —respondió tranquilamente C…— ¿Tienen algo en contra de la Maison Dorée?

—¡En absoluto! —dijo la deslumbrante Annah Jackson desplegando su abanico.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Cornudo de Sí Mismo o la Reconciliación Inesperada

Marqués de Sade


Cuento


Uno de los peores defectos de las personas mal educadas es el de estar siempre aventurando un sinnúmero de indiscreciones, murmuraciones o calumnias sobre todo ser viviente y, por si fuera poco, delante de gente a la que no conocen. Es imposible calcular la cantidad de enredos que son fruto de esa clase de charlatanería, pues, para ser sinceros, ¿quién es el hombre honrado que oye hablar mal de aquello que le conviene y no aprovecha la ocasión que le sale al paso? A los jóvenes no se les inculca suficientemente el principio de un comportamiento sensato, no se les enseña lo bastante a conocer el medio, los nombres, los atributos o las cualidades de las personas con las que han de vivir; en lugar de eso, les enseñan mil estupideces que sólo sirven para que se rían de ellas tan pronto como alcanzan la edad de la razón. Da siempre la impresión de que están educando a unos capuchinos; en todo momento beaterías, supercherías o inutilidades y nunca una máxima de moral oportuna. Peor aún, preguntad a un joven sobre sus verdaderos deberes para con la sociedad, preguntadle sobre lo que se debe a sí mismo y lo que debe a los demás o cómo hay que comportarse para ser feliz. Os contestará que le han enseñado a ir a misa y a recitar las letanías, pero que no comprende nada de lo que le preguntáis, que le han enseñado a bailar y a cantar, pero no a vivir con las demás personas. La presente historia, fruto del defecto que acabamos de señalar, no llegó a hacer correr la sangre, y sólo dio lugar a una simple broma. Para poder contarla con detalle vamos a abusar unos minutos de la paciencia de nuestros lectores.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Cristo Amonestado

Jules Renard


Cuento


Al pasar junto a la cruz situada en las afueras del pueblo al que parece proteger de alguna sorpresa desagradable, Tiennette, la loca, vio que el Cristo se había caído.

Durante la noche el viento lo había desclavado y arrojado al suelo, sin duda.

Tiennette se santigua y levanta el Cristo con todas las precauciones, como si se tratara de una persona aún viva.

No puede volver a colocarlo en la cruz que está demasiado alta; pero tampoco puede dejarlo solo, al borde de la carretera.

Además, se ha estropeado al caer y le faltan varios dedos.

—Voy a llevar el Cristo al carpintero para que lo repare —se dice.

Lo agarra piadosamente por la cintura y se lo lleva, sin correr. Pero es tan pesado que se desliza entre sus brazos y, con frecuencia, se ve obligada a subirlo con una violenta sacudida.

Y cada vez, les clavos que antes sujetaban los pies del Cristo agarran la falta de Tiennette, la levantan un poco y dejan ver sus piernas.

—¡Quiere estarse quieto, Señor! —le dice.

Y con toda sencillez, Tiennette da unos suaves cachetes en las mejillas del Cristo, con delicadeza, con respeto.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Derecho del Pasado

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


El 21 de enero de 1871, reducido por elinvierno, por el hambre, por el retroceso de las expediciones insensatas, París, visto desde las posiciones inexpugnables desde las que, casi impunemente, el enemigo lo fulminaba, enarboló finalmente con brazo febril y ensangrentado la bandera que indica a los cañones que deben detenerse.

Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación germánica observaba la capital, y al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda, introdujo bruscamente uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al príncipe de Mecklemburgo—Schwerin que se encontraba a su lado: «La bestia ha muerto.»

El enviado del Gobierno de la Defensa nacional, Jules Favre, había franqueado los puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas de cerco, había llegado al cuartel general del ejército alemán. No había olvidado la entrevista del Château de Ferrières donde, en una sala obstruida por los cascotes y los escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones.

Hoy, era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento helado pese a las chimeneas encendidas, donde los dos mandatarios enemigos volvían a encontrarse.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Deseo de Ser un Hombre

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Catulle Mendès

Uno de esos hombres ante quienes la Naturaleza
puede alzarse y decir: «¡He aquí un Hombre!»
—Shakespeare, Julio César

Daban las doce en el reloj de la Bolsa, bajo un cielo estrellado. En aquella época, aún pesaban sobre los ciudadanos las exigencias de una ley militar y, siguiendo las instrucciones relativas al toque de queda, los sirvientes de los establecimientos todavía iluminados se apresuraban a cerrar.

En los bulevares, en el interior de los cafés, los quemadores de gas de los candelabros desaparecían, uno a uno, en la oscuridad. Se oía desde fuera el ruido de las sillas puestas de cuatro en cuatro sobre las mesas de mármol; era el momento psicológico en que cada camarero juzgaba oportuno indicar, con un brazo que terminaba en un trapo, las horcas caudinas de la puerta trasera a los últimos consumidores.

Aquel domingo silbaba el triste viento de octubre. Escasas hojas amarillentas, polvorientas y ruidosas, llevadas por ráfagas de aire, chocaban con las piedras, rozaban el asfalto; luego, como murciélagos, desaparecían en la sombra, despertando la imagen de unos días banales vividos para siempre. Los teatros del bulevar del Crimen donde, durante la noche, se habían apuñalado a placer todos los Médicis, los Salviati, y los Montefeltre, se erguían, guaridas del Silencio, con las puertas cerradas guardadas por sus cariátides. Por momentos, coches y peatones se hacían más escasos; aquí y allá lucían ya los escépticos faroles de los traperos, fosforescencias liberadas por los montones de basura entre los que erraban.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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