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Historia del Necronomicón

H.P. Lovecraft


Cuento


Breve, pero completo, resumen de la historia de este libro, de su autor, de diversas traducciones y ediciones desde su redacción (en el 730) hasta nuestros días.

Edición conmemorativa y limitada a cargo de
Wilson H. Shepherd, The Rebel Press,
Oakman, Alabama.

El título original era Al—Azif, Azif era el término utilizado por los árabes para designar el ruido nocturno (producido por los insectos) que, se suponía, era el murmullo de los demonios. Escrito por Abdul Al Hazred, un poeta loco huido de Sanaa al Yemen, en la época de los califas Omeyas hacia el año 700. Visita las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, y pasa diez años en la soledad del gran desierto que se extiende al sur de Arabia, el Roba el—Khaliyeh, o “Espacio vital” de los antiguos, y el Dahna, o “Desierto Escarlata” de los árabes modernos. Se dice que este desierto está habitado por espíritus malignos y monstruos tenebrosos. Todos aquellos que aseguran haber penetrado en sus regiones cuentan cosas extrañas y sobrenaturales. Durante los últimos años de su vida, Al Hazred vivió en Damasco, donde escribió el Necronomicón (Al—Azif) y por donde circulan terribles y contradictorios rumores sobre su muerte o desaparición en el 738. Su biógrafo del siglo XII, Ibn—Khallikan, cuenta que fue asesinado por un monstruo invisible en pleno día y devorado horriblemente en presencia de un gran número de aterrorizados testigos. Se cuentan, además, muchas cosas sobre su locura. Pretendía haber visto la famosa Ilrem, la Ciudad de los Pilares, y haber encontrado bajo las ruinas de una inencontrable ciudad del desierto los anales secretos de una raza más antigua que la humanidad. No participaba de la fe musulmana, adoraba a unas desconocidas entidades a las que llamaba Yog—Sothoth y Cthulhu.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Casa Encantada

Virginia Woolf


Cuento


A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.

«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»

Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.


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Publicado el 12 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Fantasma Provechoso

Daniel Defoe


Cuento


Un caballero rural tenía una vieja casa que era todo lo que quedaba de un antiguo monasterio o convento derruido, y resolvió demolerla aunque pensaba que era demasiado el gusto que esa tarea implicaría. Entonces pensó en una estratagema, que consistía en difundir el rumor de que la casa estaba encantada, e hizo esto con tal habilidad que empezó a ser creído por todos. Con ese objeto se confeccionó un largo traje blanco y con él puesto se propuso pasar velozmente por el patio interior de la casa justo en el momento en que hubiera citado a otras personas, para que estuvieran en la ventana y pudiesen verlo. Ellos difundirían después la noticia de que en la casa había un fantasma. Con este propósito, el amo y la esposa y toda la familia fueron llamados a la ventana donde, aunque estaba tan oscuro que no podía decirse con certeza qué era, sin embargo se podía distinguir claramente la blanca vestidura que cruzaba el patio y entraba por una puerta del viejo edificio. Tan pronto como estuvieron adentro, percibieron en la casa una llamarada que el caballero había planeado hacer con azufre y otros materiales, con el propósito de que dejara un tufo de sulfuro y no sólo el olor de la pólvora.

Como lo esperaba, la estratagema dio resultado. Alguna gente fantasiosa, teniendo noticia de lo que pasaba y deseando ver la aparición, tuvo la ocasión de hacerlo y la vio en la forma en que usualmente se mostraba. Sus frecuentes caminatas se hicieron cosa corriente en una parte de la morada donde el espíritu tenía oportunidad de deslizarse por la puerta hacia otro patio y después hacia la parte habitada.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Sueño

O. Henry


Cuento


La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, “gemelo de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.

Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

—Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?

—Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Muerta

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O—Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O—Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O—Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O—Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O—Sono declaró:

—Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O—Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo… a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O—Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Hay Sitio Para Dos

Marqués de Sade


Cuento


Una hermosísima burguesa de la calle Saint—Honoré, de unos veinte años de edad, rolliza, regordeta, con las carnes más frescas y apetecibles, de formas bien torneadas aunque algo abundantes, y que unía a tantos atractivos presencia de ánimo, vitalidad y la más intensa afición a todos los placeres que le vedaban las rigurosas leyes del himeneo, se había decidido desde hacía un año aproximadamente a proporcionar dos ayudas a su marido que, viejo y feo, no solo le asqueaba profundamente, sino que, para colmo, tan mal y tan rara vez cumplía con sus deberes que, tal vez, un poco mejor desempeñados habrían podido calmar a la exigente Dolmène, que así se llamaba nuestra burguesa. Nada mejor organizado que las citas concertadas con estos dos amantes: a Des—Roues, joven militar, le tocaba de cuatro a cinco de la tarde, y de cinco y media a siete era el turno de Dolbreuse, joven comerciante con la más hermosa figura que se pudiera contemplar. Resultaba imposible fijar otras horas, eran las únicas en que la señora Dolmène estaba tranquila: por la mañana tenía que estar en la tienda, por la tarde a veces tenía que ir allí igualmente o bien su marido regresaba y había que hablar de sus negocios.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Poder de la Infancia

León Tolstói


Cuento


—¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese canalla...! ¡Que lo maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten...! —gritaba una multitud de hombres y mujeres, que conducía, maniatado, a un hombre alto y erguido. Éste avanzaba con paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba desprecio e ira hacia la gente que lo rodeaba.

Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las autoridades. Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.

"¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nuestras manos. Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto, tiene que ser así", pensaba el hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los gritos de la multitud.

—Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros —exclamó alguien.

Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún los cadáveres de los que el ejército había matado la víspera, la gente fue invadida por una furia salvaje.

—¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo más lejos?

El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.

—¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a esos canallas! Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida... —gritaban las mujeres.

Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.

Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte del Delfín

Alphonse Daudet


Cuento


El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín se muere… En todas las iglesias del reino, el Santísimo Sacramento permanece expuesto día y noche y grandes cirios arden por la curación del hijo del rey. Los caminos de la vieja residencia están tristes y silenciosos, ya no suenan las campanas, los coches van al paso… En las cercanías del palacio, los vecinos miran con curiosidad, a través de las verjas, a los suizos de panzas doradas que departen con petulancia en los patios.

Todo el castillo está en danza… Chambelanes, mayordomos, suben y bajan corriendo las escaleras de mármol… Las galerías están abarrotadas de pajes y de cortesanos vestidos con ropa de seda que van de un grupo a otro demandando noticias en voz baja. En las amplias escalinatas, las damas de honor, afligidas, se hacen grandes reverencias y se enjugan los ojos con lindos pañuelos bordados.

En L'Orangerie hay una nutrida asamblea de médicos togados. A través de las vidrieras, se les ve agitar sus largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas rematadas en coleta de picaporte… El preceptor y el escudero del pequeño Delfín se pasean ante la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarlos. El señor escudero blasfema como un pagano, el señor preceptor recita versos de Horacio… Y, mientras tanto, allá abajo, del lado de las caballerizas, se oye un largo relincho quejumbroso. Es el alazán del joven Delfín, al que los palafreneros han olvidado y que llama con tristeza ante su pesebre vacío.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Maldición del Sapo

Gustav Meyrink


Cuento


Amplio, moderadamente movido y grave.
«Los Maestros Cantores».

Sobre el camino de la pagoda azul brilla caluroso el sol indio — caluroso el sol indio.

La gente canta en el templo y cubre a Buda con flores blancas, y los sacerdotes rezan solemnemente: om maní padme hum; om maní padme hum.

El camino desierto y abandonado: hoy es día de fiesta.

Las largas gramíneas de kusha formaron una espaldera en los prados junto al camino de la pagoda azul — al camino de la pagoda azul. Las flores todas esperaban al milpiés que vivía más allá, en la corteza de la venerable higuera.

La higuera era el barrio más distinguido.

«Soy la venerable —había dicho de sí misma— y con mis hojas pueden hacerse taparrabos — pueden hacerse taparrabos».

Pero el gran sapo, que siempre estaba sentado en la piedra, la despreciaba por estar arraigada, y los taparrabos tampoco le importaban gran cosa. Y en cuanto al milpiés, lo odiaba. No podía devorarlo, porque era muy duro y tenía un jugo venenoso — jugo venenoso.

—Por eso lo odiaba — lo odiaba.

Quería destruirlo y hacerlo desdichado, y durante toda la noche estuvo celebrando consultas con los espíritus de los sapos muertos.

Desde el amanecer estaba sentado en la piedra y esperaba y daba a veces golpecitos con la pata trasera — golpecitos con la pata trasera.

De vez en cuando escupía sobre las gramíneas de kusha.

Todo estaba silencioso: las flores, los escarabajos y las gramíneas. Y el vasto, vasto cielo. Pues era un día de fiesta.

Sólo las ranas en la charca —las impías— cantaban canciones sacrílegas:

Me cisco en la flor de loto,
Me cisco en mi vida.
Me cisco en mi vida,
Me cisco en mi vida…


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

No Confundirse

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henry de Bornier

Clavando no se sabe dónde sus globos tenebrosos
—C. Baudelaire

En una mañana gris de noviembre, caminaba yo apresuradamente por los muelles. Una fría llovizna humedecía la atmósfera. Negros transeúntes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas.

El amarillento Sena acarreaba sus gabarras que semejaban desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar bruscamente los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista.

Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejadillo desde donde podría, con mayor comodidad, llamar a algún coche.

En el mismo instante vi, justamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués.

Había surgido de entre la bruma como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un cierto aire de cordial hospitalidad que apaciguó mi espíritu.

—¡Seguro —me dije—, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta?

Así pues, entré con una sonrisa, la más educada posible, con aspecto satisfecho, el sombrero en la mano —incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa—, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techumbre de cristal, por la que entraba la lívida luz del día.

En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.

Había mesas de mármol repartidas por todas partes.

Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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