No, amigo mío, no piense usted más en
ello. Lo que me pide es una cosa que me subleva y me repugna.
Diríase que Dios..., porque yo creo en Dios..., se propuso
estropear cuanto había hecho de bueno, agregándole algo que
fuese horrible. Nos hizo el don del amor, que es la cosa más
agradable que existe en el mundo; pero, pareciéndole demasiado
hermoso y demasiado puro para nosotros, inventó los sentidos,
esa cosa innoble, sucia, indignante, brutal: los sentidos;
disponiéndolos de tal manera que pareciesen una burla,
entremezclándolos con las inmundicias del cuerpo, para que no
podamos pensar en ellos sin sonrojamos, ni hablar de ellos
sino en voz baja. La horrible función de los sentidos está
toda ella envuelta en vergüenza. Se esconde, subleva el alma,
lastima los ojos y, desterrada por la moral, perseguida por la
ley, no se realiza sino en la oscuridad, como si fuese un
crimen.
¡No me hable usted jamás de cosa
semejante, jamás!...
Ignoro si lo amo a usted, pero sí sé
que me agrada estar a su lado, que su mirada es para mí una
dulzura y que el timbre de la voz de usted me acaricia el
corazón. Desde el instante mismo en que consiguiese usted de
mi debilidad lo que desea, me resultaría usted odioso. Se
quebraría el lazo delicado que hoy nos une a los dos. Se
abriría entre nosotros un abismo de infamias.
Sigamos siendo lo que somos. Y...
ámeme usted, si ése es su gusto; yo se lo permito.
Su amiga,
Genoveva.
¿Me permite usted, señora, que yo, a
mi vez, le hable brutalmente, sin miramientos galantes, lo
mismo que hablaría a un amigo que me declarase su propósito de
pronunciar los votos perpetuos?
Yo no sé tampoco si estoy enamorado
de usted. Únicamente lo sabría después de esa cosa que de tal
modo la subleva. ¿Ha olvidado usted los versos de Musset?
Información texto 'Las Caricias'