Un souvenir heureux est peut-être, sur terre,
Plus vrai que le bonheur.
A. DE MUSSET
I
El Emperador Púrpura
me observó en silencio. Volví a echar la caña, lanzando casi dos metros
de sedal impermeable y, tras el siseo del hilo surcando el aire sobre el
estanque, vi mis tres moscas posarse en el agua como vilanos a la
deriva. El Emperador Púrpura lanzó una mirada desdeñosa.
—Lo ve —dijo—, tengo razón. No hay ni una sola trucha en Bretaña que salte a por un cebo de mosca.
—Pues en Norteamérica sí lo hacen —repliqué.
—¡Caramba! ¡Por Norteamérica! —apostilló el Emperador Púrpura.
—Y las truchas pican con cebos de mosca en Inglaterra —insistí secamente.
—¿Es que cree que me importa lo que haga la gente en Inglaterra? —exclamó el Emperador Púrpura.
—A usted no le importa nada excepto usted mismo y sus asquerosas
orugas —dije, más enfadado de lo que había estado hasta ese momento.
El Emperador Púrpura resopló. Sus anchos, imberbes y curtidos
rasgos revelaban una expresión obstinada que siempre lograba sacarme de
mis casillas. Quizás la forma en que llevaba el sombrero intensificaba
esta irritación, con aquella ala blanda apoyada sobre ambas orejas, y
las dos finas cintas de terciopelo que colgaban de la hebilla de plata
delantera agitándose y bailoteando hasta con la más insignificante
brisa. Sus astutos ojos y su puntiaguda nariz no tenían nada que ver con
el resto de su obeso y enrojecido rostro. Cuando me miró a los ojos,
dejó escapar una risotada.
—Sé más sobre insectos que ningún hombre de Morbihan… o Finistère, de hecho —afirmó.
—El Almirante Rojo sabe tanto como usted —repliqué.
—No es cierto —contestó el Emperador Púrpura enojado.
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