Era una chicharra, una joven cigarra, que quiso trepar un árbol de
mango para divertir a los chicuelos con su talento musical durante la
Semana Santa. Oír cantar aquel insecto contentaba, no sólo a chicos y a
grandes con corazón de niño sino que también hacía del mundo un lugar
muy ameno.
Aquella chicharra, que parecía tener un lenguaje musical entre sus
alas membranosas y transparentes, emitía noche y día un chirrido
delicioso. El calor, los aguaceros imprevistos, la penumbra de la noche
estrellada, o la densa niebla y la brisa suave, eran incapaces de frenar
su espléndida melodía.
«¡Haría buena amistad con Pepito Grillo!», susurraban las gentes del
lugar. Los ancianitos, sin embargo, que caminaban cabizbajos en la
procesión, decían que tanto ese sonido, como los tres clavos rojos en la
cabeza de la chicharra, recordaba a todos los hombres el sacrificio de
Cristo.
Entrada en pleno la Semana antedicha, nuestra chicharra sintió que
algo andaba mal. ¿Eran, acaso, las laboriosas hormigas? ¿Los simpáticos
gecos? ¿Una mantis religiosa… los insectos que habían perturbado la paz
de la cigarrita? Por suerte, quizá para la chicharra, eran unos niños,
unos niños queapedreaban el palo de mango, pues, tenían mucha hambre y
deseaban hacer el reconocido postre de la época: mango en miel.
No importa -dijo la chicharra, alegremente-. «Diecisiete años estuve
bajo suelo, y voy a volar (junto a mi orquesta) hacia aquel palo de
jocote, y desde allí voy a seguir rindiendo homenaje al personaje
central de esta Semana; entretanto me acerco al jocote voy a hacer
piruetas en el aire».
Recuperó el aliento y así lo hizo.
Cuando aún hacía zigzag en el cielo, un gato que merodeaba el show
aéreo, capturó la avioneta cantora entre las mandíbulas. En seguida,
maltrecha el ala derecha, aterrizó como pudo encima de unas hojas secas.
¡Ea! Muda, sin música.
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