La botella de Bukowski (Editorial Tempestas,
Madrid, 2015), de Rafael Ruiz Pleguezuelos, va de arribar cuanto antes a París
y codearse con el rey underground:
Charles Bukowski. Escritor fetiche de Juan Novarta Pommera, nuestro narrador-protagonista.
Novarta, es una olla de afilalápices en ciernes y letraherido.
Cuenta su historia con la misma sal y pimienta que un Adso de Melk, la labia
del narrador ―sin nombre― de Noches blancas,
o la gracia de Clamence, de La caída de
Camus. «Habla con una
prosa nerviosa», diría
Harold Bloom, y dicha expresión queda al pelo.
En Novarta, contrario a la interpretación del poema de
Cavafis, su destino es: Ítaca. (Ítaca, en la forma de un estudio de televisión
en París donde será entrevistado en el programa Apostrophes por Bernard Pívot, su teul, Bukowski). Como en Mi Hemingway personal de Gabo, El Umbral de la tristeza de Guillermo Vila Ribera; sin Bukowski no hay paraíso. Penélope es Bukowski. Como Borges para Eco, Hemingway (de París no se acaba nunca) para Vila-Matas, el tough writer Edward Bunker para Ellroy (o Tarantino), «el gran DiMaggio»,
o monsieur Germain. El fetiche dice
Savater, ¿acaso no es una forma de amor?
Novarta, al tiempo que esboza su ópera prima porta una caja
de Pandora en su pesada maleta de viaje, donde, además, acarrea una relación
cuasi edípica con su frustrado padre (Pleguezuelos, maneja al dedillo los temas domésticos), la época —cuasi-sesentaochista—, su hermana, o la
irresistible sirena Nadine, y apostillar clichés metaliterarios, no son sino un
amasijo de elementos de suspense que su autor desembrolla
lucidamente, ¿a la manera del mise en abyme
(o las matrioskas)?
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