Oscura como una aceituna de Morazán y densa como una gema preciosa, la noche irrumpió en la tarde agonizante de diciembre, imponiendo su hegemonía y recubriendo desinteresadamente los cuantiosos defectos infraestructurales del barrio. El ejército de átomos, atrincherados en una estructura tetraédrica, se siente herido en su amor propio por la iluminación que emana de las bombillas eléctricas del corredor y del jardín. Aquí, desde el corredor, sentado en una silla plástica de color azul, observo la dialéctica de la naturaleza y la dialéctica subjetiva en la dialéctica de la naturaleza.
Sin necesidad de alcohol, la casa se inundó de gozo. Ahora que el agua nos llega a la barbilla, digo para mí: “Qué lindo sería una muerte causada por la dicha y la alegría”; es la única que yo aceptaría. Es Nochebuena. Todo parece genuinamente saludable, tanto lo interno como lo externo; recuérdese esto: allí donde hay salud, gobierna con cetro de hierro la alegría, y la fiesta es prólogo y epílogo. Se llenó de una alegría inusual, como un vaso tozudo que no se aparta ni un solo instante del grifo, ajeno e indiferente al desborde y derroche insensato del vital líquido. ¡Qué distinta me parece la noche! La veo limpia, digna, brillante y de mejillas rojizas como una manzana. ¡Quisiera comerla! Pero los sándwiches, el Rompope, la ensalada de frutas y los tamales que está preparando mi madre me apetecen con mayor intensidad.
Incluso el danzar de los árboles, visible gracias a la iluminación que proporcionan los focos, que usualmente me sabe a común y ordinario, me parece ahora sublime y celestial; las cosas esenciales y ordinarias han adquirido otro aspecto y se presentan con un aire auténticamente señorial. Esto es verdad, y no hay sitio aquí para cuchilladas dialécticas. Las viejas sillas y los taburetes, al menos en este instante y en esta noche, son irrefutablemente tronos.
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