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Los "Trucs" del Perfecto Cuentista

Horacio Quiroga


Artículo


Días atrás, en estas mismas páginas, comentábamos algunos trucs inocentes a que recurre todo cuentista que cuida en lo que vale de su profesión. Una historia —anotamos previamente— puede surgir de una pieza, sin que se haya recurrido a truc alguno para su confección. Se han visto casos. Pero ¡cuán raros y qué cúmulo de decepciones han proporcionado a su autor!

Pues, por extraño que parezca, el honesto público exige del cuento, como de una mujer hermosísima, algo más que su extrema desnudez. El arte íntimo del cuento debe valerse con ligeras hermosuras, pequeños encantos muy visibles, que el cuentista se preocupa de diseminar aquí y allá por su historia.

Estas livianas bellezas, al alcance de todos y por todos usadas, constituyen los trucs del arte de contar.

Desde la inmemorial infancia de este arte, los relatos de color local —o de ambiente, como también se les llama con mayor amplitud— han constituido un desiderátum en literatura. Los motivos son obvios: evocar ante los ojos de un ciudadano de gran ciudad la naturaleza anónima de cualquier perdida región del mundo, con sus tipos, modalidades y costumbres, no es tarea al alcance del primer publicista urbano. Lo menos que un cuento de ambiente puede exigir de su creador es un cabal conocimiento del país pintado: haber sido, en una palabra, un elemento local de ese ambiente.

Las estadísticas muy rigurosas levantadas acerca de este género comprueban el anterior aserto. No se conoce creador alguno de cuentos campesinos, mineros, navegantes, vagabundos, que antes no hayan sido, con mayor o menor eficacia, campesinos, mineros, navegantes y vagabundos profesionales; esto es, elementos fijos de un ambiente que más tarde utilizaron (explotamos, decimos nosotros) en sus relatos de color.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 59 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Bocetos y Apuntes

Vicente Blasco Ibáñez


Crónica, artículo, colección


El amor y la muerte

Con gran frecuencia ocurren los llamados crímenes de amor. Relatan los periódicos casi a diario sucesos dramáticos, en los que hiere la mano a impulso de los celos; describen suicidios, en los cuales una vida se suprime fríamente, abandonando las filas humanas por miedo a la soledad, después de las dulzuras del idilio, por el desesperado convencimiento de que ya no podrá marchar sintiendo el contacto de la carne amada, roce embriagador que mantiene lo que algunos filósofos llaman estado de ilusión y ayuda a soportar la monotonía de la existencia.

¡El Amor y la Muerte!… Nada tan antitético, tan opuesto, y, sin embargo, los dos caminan juntos, en estrecho maridaje, desde los primeros siglos de la Humanidad, tirando uno del otro, cual inseparables cónyuges, como marchan a través del tiempo la noche y el día, el invierno y la primavera, el dolor y el placer, no pudiendo existir el uno sin el otro.

«Te amo más que a mi vida», dice el jovenzuelo, despreciando su existencia, apenas formula los primeros juramentos de amor.. «¡Morir!, ¡morir por tí!», murmura el hombre junto a una oreja sonrosada, cuando, agotadas las frases de adoración, se esfuerza por concentrar en una definitiva y suprema frase todo su apasionamiento. «¡No volver a la vida! ¡Quedar así por siempre!», suspiran los enamorados, mirándose en el fondo de los ojos, mientras corre por sus nervios el estremecimiento del más dulce de los calofríos; y este deseo de anularse, de no despertar jamás del grato nirvana, surge inevitablemente, como si el amor sólo pudiera crecer y esparcirse a costa de la vida.

Tal vez reconoce su fragilidad, y adivinando que puede desvanecerse antes que acabe la existencia de los enamorados, implora, por instinto de conservación, el auxilio de la muerte.


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Dominio público
29 págs. / 51 minutos / 28 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

Nuevas Aguafuertes

Roberto Arlt


Crónica, Artículo


Canning y Rivera

Canning y Rivera, intersección sentimental de Villa Crespo, refugio de vagos y filósofos baratos; pasaje obligado de fabriqueras, gorreros judíos y carniceros turquescos; Canning y Rivera, camino de Palermo, esquina con historia de un suicidio (una muchacha hace un año se tiró de un tercer piso y quedó enganchada en los alambres que sostienen el toldo del café salvándose de la muerte), y un café que desde la mañana temprano se llena de desocupados con aficiones radiotelefónicas.

El café

Si usted tiene aficiones a la atorrancia; si a usted le gusta estarse ocho horas sentado y otras ocho horas recostado en un catre, si usted reconoce que la divina providencia lo ha designado para ser un soberbio «squenun» en la superficie del planeta, múdese a las inmediaciones de Canning y Rivera. Todas sus ambiciones serán colmadas… y el reino de los inocentes le será dado, por añadidura.


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Dominio público
80 págs. / 2 horas, 20 minutos / 87 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2022 por Edu Robsy.

Algo de Todo

Juan Valera


Artículo, Ensayo, Crítica


LA PRIMAVERA

Nada hay en el hombre tan grato a Dios como el arrepentimiento; pero en ciertas cosas, tal vez en las más, nada hay tampoco humana y terrenamente tan inútil. Lo que al hombre le importa es no hacer nada de que después haya de arrepentirse. Y yo, lo confieso, hice algo en este género al prometer que escribiría un artículo sobre la Primavera.

Y no porque yo me crea incapaz de percibir, sentir y estimar en todos sus quilates el valor y la belleza de la estación florida. Nada menos que eso. Yo presumo de muy sensible a los encantos naturales. Me apuesto con el más pintado a sentir honda y poéticamente la gala de las fértiles praderas, la lozanía de los verjeles, el apartamiento silencioso de los sotos umbríos, el aire embalsamado por el aroma de las violetas, la sierra pedregosa cubierta de tomillo y romero, el blando murmullo de los arroyos, los amorosos gorjeos del ruiseñor, el lánguido arrullo de la tórtola y los trinos alegres con que las aves saludan a la blanca aurora cuando abre con dedos de rosa las puertas del Oriente.

Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido. De este segundo don es del que carezco.

El asunto es de sobrado empeño para mí. ¿He de salir del paso repitiendo en mala prosa lo que ya dijeron en todas las lenguas vivas y muertas, con número y melodía, los poetas buenos y medianos, desde Hesiodo hasta Gracian y desde Virgilio a D. Gregorio de Salas? Yo no quiero hacer un centón tan deplorable. Yo quiero coger vivas las aves, las flores, cuanto tiene ser en la estación vernal, y trasladarlo a este papel, y de este papel a la imprenta: operación más difícil de lo que se imagina.


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175 págs. / 5 horas, 7 minutos / 289 visitas.

Publicado el 29 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Cartas desde mi Celda

Gustavo Adolfo Bécquer


Carta, Artículo


Primera carta

Queridos amigos:

Heme aquí trasportado de la noche á la mañana á mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos, al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos á hallar la casa á que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes á quienes teníamos costumbre de ver y hallar de continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge á la vez, diríase por el contrario, que los montes que lo cierran como un valladar inaccesible, me separan por completo del mundo. ¡Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece á mis ojos; tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes!


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110 págs. / 3 horas, 12 minutos / 763 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Ventero

Duque de Rivas


Crónica, Artículo


VENTA.—La casa establecida en los caminos y despoblados para hospedaje de los pasajeros. El sitio desamparado y expuesto a las injurias del tiempo como lo suelen estar las ventas.

VENTERO.—El que tiene a su cuidado y cargo la Venta y el hospedaje de los pasajeros.

(Diccionario de la Academia.)
 

La venta y el ventero son, tal vez, la cosa y la persona que no han sufrido la más mínima alteración, la modificación más imperceptible desde el tiempo de Cervantes hasta nuestros días. Pues las ventas de ahora son tales cuales las describió su pluma inmortal, aunque hayan servido alguna vez de casa fuerte, ya en la guerra de la Independencia, ya en la guerra civil, ya en los benditos pronunciamientos. Y los venteros que hoy viven, aunque hayan sido alcaldes constitucionales, y hoy sean milicianos y electores y elegibles, son idénticos a los que alojaron al célebre Don Quijote de la Mancha.

Y lo más raro es que se parecen como se parecían dos gotas de agua a los que en los desiertos de Siria y de la Arabia tienen a su cuidado los «caravansérails»; esto es: las ventas donde se alojan las caravanas en aquellos remotos países, si es que son exactas las descripciones de Chateaubriand, Las Casas, Belconi y Lamartine.

Lugar era éste en que uno de esos prolijos investigadores del origen de todas las cosas podía lucir su erudición y la argucia de su ingenio manifestándonos que las ventas de ahora son los «caravanseradis» de tiempos de moros; y acaso el nombre de «Carabanchel» le ofrecería un argumento inexpugnable. Pero quédese esto para los que siguen la inclinación y buen ejemplo del estudiante que acompañó a Don Quijote a la cueva de Montesinos, y que se ocupaba en escribir la continuación de Virgilio Polidoro, y ocupémonos nosotros del ventero, pues es tipo de tal valía que el curso de dos siglos no lo ha variado en lo más mínimo.


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Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 137 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2019 por Edu Robsy.

La Res Humana

Miguel de Unamuno


Artículo


Carlos Marx dijo alguna vez que la revolución social no la han de hacer los hombres, sino las cosas, y algún marxista, no muy ortodoxo, no muy convencido de la fe en el materialismo histórico —doctrina que es de fe y no de razón—, ha querido corregir la fórmula del pontífice, diciendo que son las cosas manejadas por los hombres, ó sea los hombres manejando las cosas, los que hacen la revolución. Y nosotros, por nuestra parte, comentando alguna otra vez ese dogma marxista, nos hemos preguntado si es que los hombres no son también cosas, esto es: causas. Y hasta enseres.

Cuando he aquí que, leyendo el viejo poema de Lucrecio, De rerum natura, nos encontramos en el verso 58 de su libro III con una singularísima expresión, que nos aclara nuestro problema al respecto. Viene hablando Lucrecio de aquellos que, profesando no temer la muerte ni creer en la inmortalidad del alma —perspectiva terrible para los romanos de entonces—, se entregan, sin embargo, cuando se ven en peligro de perder la vida, á prácticas supersticiosas. Y dice que entonces es cuando les brotan de lo hondo del pecho sus voces verdaderas y que «desaparece la persona, queda la cosa».

¡Eripitur persona, mane res! No cabe expresión más enérgica, sobre todo si se tiene en cuenta todo el valor que en latín tiene la voz persona. La cual, empezando, como es ya tan sabido, por significar la máscara ó careta con que el actor se cubría la cara para representar el personaje de la comedia ó tragedia, pasó á ser designativa del personaje, y, por último, del papel que uno representa, aunque sea en el coro ó la comparsa,en el teatro del mundo, es decir, en la Historia.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 301 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

Artículos Ligeros sobre Asuntos Trascendentales

José Tomás de Cuéllar


Artículo, crónica


Los faroles

No es nuestro ánimo tratar aquí de los hombres vacíos á quienes el mundo llama faroles, ni de autoridades caricaturescas á quienes suele llamárseles farolones, ni tampoco de aquéllos á quienes por vanos, pretenciosos y farsantes se les dice faroleros. Lejos de nosotros tan mezquinas personalidades. Vamos á ocuparnos simplemente de la importancia social del farol; mueble cuya principal calidad es estar vacío, y que á nosotros se nos antoja que está lleno de muchas cosas importantes, curiosas y buenas de contarse, por ser un tanto cuanto trascendentales.

Los mexicanos de la presente y de las pasadas generaciones, á contar de algún tiempo después de la conquista, hemos nacido viendo faroles: solo que, desde el tiempo de los virreyes hasta la independencia y poco después, los faroles tenían para nosotros casi exclusivamente esta significación: la iglesia. El culto católico fué, mientras pudo, introductor, mantenedor y consumidor de los faroles.

Los faroleros (hablamos, se entiende, de los constructores de faroles, y no de las personas de quienes desde un principio dijimos que no queríamos hablar) los faroleros, pues, han debido ser dos veces afectos al culto; porque este culto con faroles, era además de su religión, su subsistencia.

Ya se recordará que esta dichosa capital, con sus doscientas iglesias, sus doscientas fiestas titulares, sus doscientos novenarios y octavarios, en todo lo que, lo primero indispensable eran los faroles, debió llegar á acopiarlos en cantidades fabulosas.


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Dominio público
230 págs. / 6 horas, 43 minutos / 62 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Sentimiento de la Catarata

Horacio Quiroga


Crónica, artículo


En sus mil trescientos kilómetros de curso desde las sierras brasileñas hasta su desembocadura en el Paraná, el rio Iguazú debe salvar un desnivel de 800 metros. Como se trata de una gran masa de agua de velocidad normal, y no de una avenida de montaña, se explica que el álveo del río se quiebre repetidas veces en numerosas y rápidas cascadas, para autorizar de algún modo aquella fuerte cota.

La cuenca del Iguazú es, en efecto, una de las más poderosas fuentes de hulla blanca del mundo entero. Si el Iguazú nace a novecientos metros de altura, sus numerosísimos afluentes cobran origen a mil trescientos metros, para vaciarse en aquél tras un curso relativamente breve. Toda esa vasta cuenca se revuelve, pues, en tumbos de agua, cachuelas, saltos y cataratas, cuya sacudida, propagándose de unos a otros sin solución de continuidad, mantiene, puede decirse, a la zona entera en un sordo e interminable fragor.

La cuenca del Iguazú no es dilatada, pero el régimen de lluvias torrenciales a qué está sometida compensa al exceso su brevedad. Los ciento veinticuatro kilómetros cúbicos de agua que se desploman por año sobre los bosques natales son absorbidos en su mitad por el Iguazú. Y si estamos atentos al desnivel apuntado. comprenderemos que cada caída a plomo de esa inmensidad líquida encierre una formidable energía mecánica.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 118 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Aceituna, Una

Ricardo Palma


Artículo


Acabo de referir que uno de los tres primeros olivos que se plantaron en el Perú fue reivindicado por un prójimo chileno, sobre el cual recayó por el hurto nada menos que excomunión mayor, recurso terrorífico merced al cual, años más tarde, restituyó la robada estaca, que a orillas del Mapocho u otro río fuera fundadora de un olivar famoso.

Cuando yo oía decir aceituna, una, pensaba que la frase no envolvía malicia o significación, sino que era hija del diccionario de la rima o de algún quídam que anduvo a caza de ecos y consonancias. Pero ahí verán ustedes que la erré de medio a medio, y que si aquella frase como esta otra: aceituna, oro es una, la segunda plata y la tercera mata, son frases que tienen historia y razón de ser.

Siempre se ha dicho por el hombre que cae generalmente en gracia o que es simpático: Este tiene la suerte de las aceitunas, frase de conceptuosa profundidad, pues las aceitunas tienen la virtud de no gustar ni disgustar a medias, sino por entero. Llegar a las aceitunas era también otra locución con que nuestros abuelos expresaban que había uno presentádose a los postres en un convite, o presenciado sólo el final de una fiesta. Aceituna zapatera llamaban a la oleosa que había perdido color y buen sabor y que, por falta de jugo, empieza a encogerse. Así decían por la mujer hermosa a quien los años o los achaques empiezan a desmejorar:

—Estás, hija, hecha una aceituna zapatera.

Probablemente los cofrades de San Crispín no podían consumir sino aceitunas de desecho.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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