I. Biografía.—Sus viajes.—Cómo trabaja.—El teatro. Su concepto de
la mujer y de la vida.
Vive el insigne novelista á la derecha del paseo de la Castellana, muy
cerca del Hipódromo, en un pintoresco hotelito de planta baja, cuya
fachada irregular se abre en ángulo al fondo de un pequeño jardín. Aquí
y allá, á lo largo de los viejos muros y sobre el tronco de los árboles,
la hierba y el musgo pintan manchas verdes, de un verde aterciopelado,
jugoso y obscuro. En la alegre quietud mañanera, bajo el magnífico dombo
añil del espacio, bañado en sol, la tierra, negra, recién removida por
manos diligentes, huele á humedad. Triunfa el silencio. Aquel rincón,
más que un jardinillo cortesano, parece un trozo de huerta, algo
desaliñado y rústico, donde se echa de menos un perro, un montón de
estiércol y unas cuantas gallinas.
Es mediodía.
Encuentro á Vicente Blasco Ibáñez escribiendo ante una amplia mesa
cubierta de papeles, las carnosas mejillas un tanto congestionadas por
la fiebre del esfuerzo mental, la enérgica cabeza nimbada por el humo de
un cigarro habano. Al verme el maestro se levanta, y la expresión
belicosa de sus manos cerradas y la prontitud elástica con que su recio
cuerpo se retrepa y engalla sobre las piernas rígidas, dan una sensación
rotunda de voluntad y de vigor físico.
Acaba de cumplir cuarenta y tres años. Es alto, ancho, macizo; su
rostro, moreno y barbado, parece el de un árabe. Sobre la alta frente,
llena de inquietudes y de ambición, los cabellos, que debieron de ser
crespos y abundantes, resisten todavía á la calvicie; entre las cejas,
la reflexión marcó hondamente su arruga imperiosa y vertical; grandes
son los ojos y de mirar rectilíneo y franco; la nariz, aguileña, sombrea
un bigote que cubre frondoso el misterio de una boca epicúrea y risueña,
en cuyos gruesos labios sultanes tiembla la mueca de una sed insaciable.
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