Prólogo, advertencia, preludio... o lo que ustedes quieran
El asunto es que algunos de mis paisanos, muy pocos, afortunadamente, han creído hallar en más de una página de mis Escenas montañesas
motivo suficiente para que se sobrexcite y alarme su amor patrio; y que
yo, que me guardaría muy bien de rebelarme contra el fallo del más
incompetente crítico, a quien se le antojase apreciar aún en menos de lo
poco que vale mi chirumen, como buen montañés, amante fervorosísimo de
mi bella patria, no puedo, ni debo... ni quiero prescindir de oponer
algunos reparos a los escrúpulos patrióticos de los mencionados señores,
antes de darles a conocer esta segunda serie de Escenas, en
las cuales, juzgándolas con el criterio con que juzgaron a las primeras,
han de hallar nuevas causas de resentimiento contra mi pluma, y, por
consiguiente, contra la intención que la ha guiado.
El cargo que se me hace (y, por cierto, entre piropos que siento no merecer) es la friolera de haber agraviado
a la Montaña, presentando a la faz del mundo muchos de sus achaques
peculiares, y hasta en son de burla algunos; es decir, con delectación
pecaminosa.
Confieso que no ha podido hacérseme una imputación más cruel, ni más
injusta, ni que más me lastime. Cruel, porque lo fuera, aun siendo muy
notoria la perversidad del alma de un hijo, acusarle de ser capaz de
hallar deleite en burlarse de su propia madre; injusta, por lo que vamos
a ver.
De dos maneras puede representarse a los hombres: como son, o como
deben ser. Para lo primero, basta el retratista; para lo segundo, se
necesita el pintor de genio, de inspiración creadora. Concedo sin
esfuerzo que el mérito de éste es superior, en absoluto, al de aquél;
pero que, tratándose de dar a conocer a un individuo, haya de representársele como debe ser y no como es, no lo concedo aunque me aspen.
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