Prólogo
«Caballero andante
sin amores —decía don Quijote— es árbol sin hojas y sin frutos, y cuerpo
sin alma.» ¿Qué diré yo, en los tiempos que corren, de un libro que no
tenga prólogo y advertencia del editor? Y eso a buen componer, porque
algunas veces sucede como en la Carmen de Pedro Castera, que el autor
del libro hace descolgarse sobre el público de buena fe, amén de un
prólogo con pretensiones de filosófico, escrito por un amigo del autor,
un aguacero de cartas que, como certificados de buena conducta, y
corroborando aquello de satisfacción no pedida, acusación manifiesta,
llegan, a la sombra de más o menos conocidas firmas, a referir en todos
los tonos, en todos los estilos, y casi en todos los idiomas (porque hay
algunas que parecen escritas en francés y otras en inglés, y otras en
italiano), que aquel libro es el mejor de los libros, aquel autor el
mejor de los autores, y aquel público el mejor de los públicos.
Y nada voy a decir de nuevo (porque es seguro que muchos lo han de
haber dicho ya) del prólogo de nuestro buen Vigil en su traducción de Persio;
que va la obra del satírico latino, entre el prólogo y las notas, como
un chico que ha roto un farol y camina entre dos gendarmes a la
comisaría.
Hasta el amable Luis G. Ortiz arrima su prologuito a su traducción de Francesca de Rimini.
Libros hay, como el de Coquelin sobre el crédito y los bancos, en
que vale tanto la introducción como la obra; y el pensador Renan dispara
introducciones que, sólo por ser tan buenas, no parecen tan largas.
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