Estoy seguro de que dentro de 100 años seremos unos desconocidos. Los
futuros menorquines de entonces no habrán visto de nosotros más que
retratos descoloridos o, con suerte, nuestros rostros viejos antes de
morir.
Las fotografías que tan alegremente nos sacamos con nuestras máquinas
de plástico y que tan caras nos resultan, serán cartulinas apenas sin
color en el interior de los pocos álbumes que por esas épocas
sobrevivan. Alguien dirá señalando la foto de un muchacho que hoy tiene
dieciocho años:
—¿Y éste? ¿Quién es?
El heredero del álbum, joven dentro de 100 años, hará memoria:
—Un bisabuelo, creo.
—¿Y cómo se llamaba?
Y lo más probable es que el joven no lo sepa y tenga que consultar a su padre, o a la fecha escrita detrás del cartoncito.
Como sabemos todo esto, es obligación nuestra dejar a esos
descendientes (que en este momento a lo mejor leen el cuento) un relato
fidedigno de nuestra Menorca de 1973, con todo lo que esto significa.
Aquí queda, pues, este trabajo para los historiadores de lo porvenir.
Menorca era, a finales de 1973, una isla de tantos kilómetros
cuadrados, menos tantos otros que pertenecían a extranjeros. Su
población ya no se contaba en "almas" como en los viejos libros de
geografía, seguramente por la dificultad de sacarlas a flote: se hacía
por censos, consumo per cápita de kilovatios-hora, número de teléfonos y
número de televisores.
La gente, como siempre, iba y venía de acá para allá, sólo que,
últimamente, en lugar de ir a merendar bajo un pino y engrasarse bien
los dedos con tortilla de patatas y cebolla, prefería comer al amparo
del cemento de restaurantes donde, en ocasiones, alcanzaba a hacerlo tan
bien como en su casa.
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