Allá lejos, por el camino que blanquea entre los viñedos y maizales,
veo aparecer, como caballeros con lanza en ristre, dos hombres
bélicamente armados de enormes paraguas, y cuyo aire y contoneo viene
diciendo: «¡Que entramos!".
Y a fe que no sé si retirarme de la ventana por temor a un reto de
esos que hacen estremecer las inanimadas piedras y temblar las montañas.
¡Han aprendido tanto esos benditos allá por las tierras de María
Santísima! Vuelven tan sabios y avisados que no sería extraño
adivinasen, con solo mirarme el rostro, que estaba tomándole la
filiación para hacer su retrato.
Y atrévase cualquiera a mostrar a su prójimo, siquiera en leve
bosquejo, las grandes narices o las grandes orejas con que le dotó la
prodiga naturaleza. ¡Oh!, yo sé perfectamente cuán peligroso es tal
oficio. Pronto el de las grandes orejas o el de las grandes narices, sin
pararse a considerar que no todos podemos ser, y de ello me pesa, lo
que se dice miniaturas, se volverá iracundo contra el artista, diciendo:
–Voy a romperle a usted el alma; yo no soy ese fantasma que acaba usted de diseñar. Usted hace caricaturas en vez de retratos.
Y si el artista es tímido, tiene entonces que volver a coger el
pincel, y en dos segundos, ¡chif! ¡chaf!, pintar las orejas y las
narices mas cucas del universo.
Mas no haré yo tal por solo obedecer a una exigencia injusta, que,
antes que nada, el hombre debe ser fiel a la verdad, y el artista, a la
verdad y al arte. Quieran, pues, o no quieran los que escupen por el
colmillo, me decido a cumplir con la espinosa misión que me ha sido
encomendada, y advierto que, como mi conciencia juega siempre limpio en
tales lances, de hoy más serán inútiles las protestas, inútiles así
mismo las amenazas vanas.
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