A ti, oh resto mueble de la incuria de tres siglos, representante impávido del statu quo,
acémila parlante, hongo viviente de la dignidad humana; a ti, vehículo
vejado, ludibrio de la civilización; a ti, aguador nacional, dirijo hoy
mis homilías.
Pero antes de fijar una mirada escudriñadora en este tipo
eminentemente nuestro, en este perfil idiosincrásico de nuestras
costumbres, en este sambenito de nuestra pretendida cultura, hablaremos
del agua.
Las tribus errantes dejaban huellas de su paso a orillas de los
arroyos donde paraban para tomar el agua con la mano, como las bestias
feroces dejan huella de sus patas en los abrevaderos. Casi todos los
pueblos de la tierra han nacido a orillas de un río, y casi todas las
ciudades del mundo se han erigido allí donde se ha resuelto la vital
cuestión de beber agua con comodidad y abundancia.
Las primeras obras hidráulicas tendieron sólo a hacer correr el agua
en caños; después hubo acueductos y fuentes. Las obras hidráulicas de
los romanos, las de los moros en España, y las de los españoles en
México, llenaron cumplidamente la misión de proveer de agua a las
ciudades respectivas.
Las últimas obras de este género que hemos visto, son las de los
Estados Unidos de América; obras en las que las grandes máquinas de
vapor, los réservés y la entubación perfecta, en el uso del agua
potable, de hacerla motora de sí misma, como la sangre en el sistema
arterial y venoso del cuerpo humano, recorre en infinitos tubos las
partes bajas y elevadas de la ciudad, en virtud de la conveniente
presión.
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