Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento infantil disponibles | pág. 11

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La Zorra, la Liebre y el Gallo

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Éranse una liebre y una zorra. La zorra vivía en una cabaña de hielo y la liebre en una choza de líber. Llegó la primavera, y los rayos del Sol derritieron la cabaña de la zorra, mientras que la de la liebre permaneció intacta. La astuta zorra pidió albergue a la liebre, y una vez que le fue concedido echó a ésta de su casa.

La pobre liebre se puso a caminar por el campo llorando con desconsuelo, y tropezó con unos perros.

—¡Guau, guau! ¿Por qué lloras, Liebrecita? —le preguntaron los Perros.

La Liebre les contestó:

—¡Déjenme en paz, Perritos! ¿Cómo quieren que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una de hielo; la suya se derritió, me pidió albergue y luego me echó de mi propia casa.

—No llores, Liebrecita —le dijeron los Perros—; nosotros la echaremos de tu casa.

—¡Oh, no! Eso no es posible.

—¿Cómo que no? ¡Ahora verás!

Se acercaron a la choza y los Perros dijeron:

—¡Guau, guau! Sal, Zorra, de esa casa. ¡Anda!

Pero la Zorra les contestó, calentándose al lado de la estufa:

—¡Si no se marchan en seguida saltaré sobre ustedes y los despedazaré en un instante!

Los Perros se asustaron y echaron a correr. La pobre Liebre se quedó sola, se puso a andar llorando desconsoladamente, y se encontró con un Oso.

—¿Por qué lloras, Liebrecita? —le preguntó el Oso.

—¡Déjame en paz, Oso! —le contestó—. ¿Cómo quieres que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una cabaña de hielo; al derretirse la suya, me pidió albergue y luego me echó de mi propia casa.

—No llores, Liebrecita —le contestó el Oso—; yo echaré a la Zorra.

—¡Oh, no! No podrás echarla. Los Perros intentaron hacerlo y no pudieron; tampoco lo lograrás tú.

—¿Cómo que no? ¡Ahora verás!

Se encaminaron hacia la choza y el Oso dijo:

—¡Sal, Zorra, de la casa! ¡Anda!


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2 págs. / 4 minutos / 104 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Vuelta al Mundo

Teodoro Baró


Cuento infantil


I

Hacía muchos años que Francisco, un hortelano que vivía con algún desahogo cultivando con esmero coles, berzas, ensalada y otras verduras, había abandonado por completo un pozo que había en uno de los rincones de la huerta; y de él prescindió porque casi desapareció el agua, que antes había sido muy abundante, muy buena y muy cristalina. Pero como en este mundo todo cambia, también cambió de dirección el manantial. En vez de tomar hacia la derecha, se fue hacia la izquierda, y el resultado fue quedarse el pozo sin agua. Es decir, no se vio privado del todo de ella, pues gracias a algunas filtraciones, nunca llegó a quedar seco; pero el agua era tan escasa, que el hortelano no pudo aprovecharla. En cambio Francisco y sus hijos convirtieron el brocal del pozo en depósito de todo lo inservible. Si se rompía un puchero, al brocal iba a parar; los tronchos de col allí quedaban; en una palabra, todo lo inútil.

Hubo quien sacó provecho del olvido del hortelano. Se apoderaron de la superficie del agua esos insectos que tienen el privilegio de caminar por encima de ella, ofreciendo a sus delgadas patas un apoyo tan sólido como al corcel el más firme apisonado. En el fondo vivían algunas sabandijas con suma tranquilidad, pues no les molestaba la cuba al bajar acompañada del chirrido de la polea; y en las negras y húmedas paredes había establecido su morada una limaza. Este animalucho tenía la costumbre de dar algunos paseos y a veces se acercaba al fondo del pozo. Al verle, los insectos que por la superficie corrían se alejaban prudentemente y como si tuvieran alas, a manera de buque empujado por la tempestad. La limaza les seguía con la vista y se decía:

—¡Cómo me temen!

Teniendo delante un espejo, se cae en la tentación de mirarse. En ella caía la limaza; y al ver reflejada su imagen en las aguas y al compararse con los insectos de la superficie y con las sabandijas del fondo, murmuraba:


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 44 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Voz de los Niños

José Ortega Munilla


Cuento infantil


La voz de los niños

I. Gritos sin eco

En una nocturnidad medrosa, en la que el viento soplaba y la lluvia caía, ocurrió en el país de que hablo un suceso memorable, memorable para los hombres buenos que aman a los afligidos. Era el mes de noviembre, el final del mes de noviembre. Entonces, el invierno imperaba trágicamente. Los vecinos de las treinta y cuatro aldeas leonesas que rodean al bosque llamado de los Gentiles hombres, recluíanse a sus hogares y apenas salían de ellos, si no eran impulsados por extrema necesidad. En aquel país las crudezas del temporal son terribles. Los vendavales tumban a los caminantes. ¿Veis aquel rebaño de ovejas que camina hacia la llanura, en busca de parajes menos fríos?... Pues si las coge un golpe del ventarrón, esas ovejitas mansas y tiernas caen al suelo, y algunas no se levantan más, porque al tropezar con los riscos y con las peñas sus patas se tronzan, y el pastor que cuida de ese ganado va llorando en la constante pérdida.

Ya he apuntado el lugar geográfico de la escena: en la provincia de León, cerca de las Asturias del Rey Pelayo. Existe allí, entre las montañas y las llanuras, una convergencia de ángulos, por los que la cordillera parece convertida en un enorme, terrible soplete. Y el aire norteño trabaja sin descanso por ese camino. Los árboles se encogen, las praderías se secan, los hijos de Adán se esconden, la ganadería perece.


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Dominio público
38 págs. / 1 hora, 6 minutos / 117 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2019 por Edu Robsy.

La Virgen de los Ventisqueros

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


1. El pequeño Rudi

Los voy a llevar a Suiza. Vean estas magníficas montañas, con los sombríos bosques que se encaraman por las abruptas laderas; suban a los deslumbrantes campos de nieve y bajen a las verdes praderas, cruzadas por impetuosos torrentes, que corren raudos como si temiesen no llegar a tiempo para desaparecer en el mar. El sol quema en el fondo de los valles, centellea también en las espesas masas de nieve, que con los años se solidifican en deslumbrantes bloques de hielo, se desprenden vertiginosos aludes, y se amontonan en grandes ventisqueros. Dos de éstos se extienden por las amplias gargantas rocosas situadas al pie del Schreckhorn y del Wetterhorn, junto a la aldea de Grindelwald. Su situación es tan pintoresca, que durante los meses de verano atrae a muchos forasteros, procedentes de todos los países del mundo. Suben durante horas y horas desde los valles profundos, y, a medida que se elevan, el valle va quedando más y más al fondo, y lo contemplan como desde la barquilla de un globo. En las cumbres suelen amontonarse las nubes, como gruesas y pesadas cortinas que cubren la montaña, mientras abajo, en el valle, salpicado de pardas casas de madera, brilla todavía algún rayo de sol que hace resplandecer el verdor del prado como si fuera transparente. El agua se precipita, rugiendo, monte abajo, o desciende mansa, con un leve murmullo; se dirían ondeantes cintas de plata prendidas a la roca.


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17 págs. / 30 minutos / 177 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Vieja Losa Sepulcral

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En una pequeña ciudad, toda una familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice que «las veladas se hacen más largas», en casa del propietario de una granja. El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido la lámpara, las largas cortinas colgaban delante de las ventanas, donde se veían grandes macetas, y en el exterior brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de una gran piedra situada en la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solían colocar la vajilla de cobre bruñida para que se secase al sol, y donde los niños gustaban de jugar. En realidad era una antigua losa sepulcral.

—Sí —decía el propietario—, creo que procede de la iglesia derruida del viejo convento. Vendieron el púlpito, las estatuas y las losas funerarias. Mi padre, que en gloria esté, compró varias, que fueron cortadas en dos para baldosas; pero ésta sobró, y ahí la dejaron en la era.

—Bien se ve que es una losa sepulcral —dijo el mayor de los niños—. Aún puede distinguirse en ella un reloj de arena y un pedazo de un ángel; pero la inscripción está casi borrada; sólo queda el nombre de Preben y una S mayúscula detrás; un poco más abajo se lee Marthe. Es cuanto puede sacarse, y aún todo eso sólo se ve cuando ha llovido y el agua ha lavado la piedra.


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3 págs. / 6 minutos / 80 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Vieja Campana de la Iglesia

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el país alemán de Württemberg, con sus carreteras bordeadas de magníficas acacias y donde en otoño los manzanos y perales doblan sus ramas bajo la bendición de sus frutos maduros, hay una ciudad llamada Marbach. Es una de las ciudades más pequeñas de la región, pero está bellamente situada a orillas del Neckar, que discurre al pie de poblaciones, antiguos castillos señoriales y verdes viñedos antes de mezclar sus aguas con las del soberbio Rin.

El año estaba ya muy avanzado, los pámpanos, teñidos de rojo, pendían marchitos. Caían chubascos, y el viento frío arreciaba por momentos; no es ésta la estación más agradable para los pobres. Los días se hacían oscuros, y más aún en el interior de las viejas y angostas casas.

Había una de éstas, de aspecto mísero y exiguo, con hastial que daba a la calle y bajas ventanas. Tan pobre como la casa era la familia que la habitaba; pero era honrada y laboriosa, y en el tesoro de su corazón se guardaba el temor de Dios. Nuestros Señor se disponía a enviarles un hijo más. Sonó la hora, y la madre yacía en cama, presa de los temores y dolores del parto; y he aquí que de la iglesia próxima le llegaron, profundos y solemnes, los sones de una campana. Era una hora solemne, y el tañido de la campana llenó a la piadosa mujer de fervor y confianza. Sus pensamientos se elevaron a Dios, en el mismo momento dio a luz a su hijito, y se sintió inmensamente feliz. La campana de la torre parecía comunicar su regocijo a toda la ciudad y a la campiña. La miraban dos claros ojos infantiles, y el cabello del niño brillaba cual si fuese de oro.


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5 págs. / 10 minutos / 73 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Vela de Sebo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hervía y bullía mientras el fuego llameaba bajo de la olla, era la cuna de la vela de sebo, y de aquella cálida cuna brotó la vela entera, esbelta, de una sola pieza y un blanco deslumbrante, con una forma que hizo que todos quienes la veían pensaran que prometía un futuro luminoso y deslumbrante; y que esas promesas que todos veían, habrían de mantenerse y realizarse.

La oveja, una preciosa ovejita, era la madre de la vela, y el crisol era su padre. De su madre había heredado el cuerpo, deslumbrantemente blanco, y una vaga idea de la vida; y de su padre había recibido el ansia de ardiente fuego que atravesaría médula y hueso… y fulguraría en la vida.

Sí, así nació y creció cuando con las mayores, más luminosas expectativas, así se lanzó a la vida. Allí encontró a otras muchas criaturas extrañas, a las que se juntó; pues quería conocer la vida y hallar tal vez, al mismo tiempo, el lugar dónde más a gusto pudiera sentirse. Pero su confianza en el mundo era excesiva; este solo se preocupaba por sí mismo, nada en absoluto por la vela de sebo; pues era incapaz de comprender para qué podía servir, por eso intentó usarla en provecho propio y cogió la vela de forma equivocada, los negros dedos llenaron de manchas cada vez mayores el límpido color de la inocencia, que al poco desapareció por completo y quedó totalmente cubierto por la suciedad del mundo que la rodeaba, había estado en un contacto demasiado estrecho con ella, mucho más cercano de lo que podía aguantar la vela, que no sabía distinguir lo limpio de lo sucio… pero en su interior seguía siendo inocente y pura.

Vieron entonces sus falsos amigos que no podían llegar hasta su interior, y furiosos tiraron la vela como un trasto inútil.

Y la negra cáscara externa no dejaba entrar a los buenos, que tenían miedo de ensuciarse con el negro color, temían llenarse de manchas también ellos… de modo que no se acercaban.


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2 págs. / 3 minutos / 94 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Vejiga, la Paja y el Calzón de Líber

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Una vejiga, una paja y un calzón de líber se reunieron y decidieron irse a recorrer el mundo para conocer gente y hacerse célebres. Llegaron a la orilla de un arroyito y se detuvieron indecisos al no encontrar el modo de atravesarlo. Entonces el Calzón de líber le dijo a la Vejiga:

—Oye, Vejiga, tú puedes muy bien servirnos de barca.

Pero la Vejiga repuso:

—No, Calzón de líber; eso no me conviene. Mejor será que la Paja se tienda de una orilla a otra y nosotros podremos pasar por encima como si fuese por un puente.

Aceptaron los tres esta proposición y la Paja se tendió de una orilla a otra.

El Calzón de líber quiso pasar por encima de ella, y con gran dificultad llegó al centro del arroyo; pero entonces la Paja, no pudiendo resistir el peso, se quebró, y el Calzón cayó al arroyo y se ahogó.

Al ver esto le dio a la Vejiga tal acceso de risa que se puso a reír a carcajadas hasta que reventó.

Así acabó el viaje de los tres amigos.


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1 pág. / 1 minuto / 91 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Vaquita Parda

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Éranse en un reino un zar y una zarina que tenían una hija llamada María. Cuando la zarina murió, el zar se casó al poco tiempo con una mujer llamada Yaguichno. De este segundo matrimonio tuvo tres hijas; la mayor tenía un solo ojo, la segunda nació con dos, y la tercera tenía tres ojos.

La madrastra no quería bien a su hijastra María, y un día la vistió con un vestido viejo y sucio, le dio una corteza de pan duro y la envió al campo a apacentar una vaquita parda.

La zarevna1 condujo a la vaquita a una pradera verde, entró en la vaca por una oreja y salió por la otra, ya comida, bebida, lavada y engalanada. Limpia y arreglada como una zarevna, cuidó todo el día de la vaquita, y cuando el sol se puso María se quitó su vestido de gala, vistió su traje andrajoso, volvió a casa con la vaquita y guardó el pedazo de pan duro en el cajón de la mesa.

«¿Qué es lo que habrá comido?», pensó la madrastra. Al día siguiente Yaguichno dio a su hijastra la misma corteza de pan duro y la envió a apacentar la vaquita; pero hizo que la acompañase su hija mayor, la que tenía un solo ojo, a la que antes de marcharse dijo:

—Observa, hija mía, qué es lo que come y bebe María, la cual vuelve saciada sin haber probado el pan que le doy.

Llegadas las muchachas a la pradera, María dijo a su hermana:

—Ven, hermanita; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a peinar.

Y cuando apoyó la cabeza en sus rodillas, peinándola, dijo:

—No mires, hermanita; cierra tu ojito; duerme, hermanita mía, duerme, querida.

Cuando la hermana se durmió, María se levantó, se acercó a la vaquita, entró en ella por una oreja, salió por la otra comida, bebida y bien vestida, y todo el día, engalanada como una zarevna, cuidó de la vaquita.

Cuando empezó a oscurecer, María se cambió de traje y despertó a su hermana, diciéndole:


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3 págs. / 5 minutos / 93 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Última Perla

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores, criados e incluso los amigos eran dichosos y alegres, pues acababa de nacer un heredero, un hijo, y tanto la madre como el niño estaban perfectamente.

Se había velado la luz de la lámpara que iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas sedas. La alfombra era gruesa y mullida como musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a esta tentación cedió también la enfermera, y se quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo andaba bien y felizmente. El espíritu protector de la casa estaba a la cabecera de la cama; se diría que sobre el niño, reclinado en el pecho de la madre, se extendía una red de rutilantes estrellas, cada una de las cuales era una perla de la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida habían aportado sus dones al recién nacido; brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el amor; en suma, todo cuanto el hombre puede desear en la Tierra.

—Todo lo han traído —dijo el espíritu protector.

—¡No!— se oyó una voz cercana, la del ángel custodio del niño—. Hay un hada que no ha traído aún su don, pero vendrá, lo traerá algún día, aunque sea de aquí a muchos años. Falta aún la última perla.

—¿Falta? Aquí no puede faltar nada, y si fuese así hay que ir en busca del hada poderosa. ¡Vamos a buscarla!

—¡Vendrá, vendrá! Hace falta su perla para completar la corona.

—¿Dónde vive? ¿Dónde está su morada? Dímelo, iré a buscar la perla.


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2 págs. / 4 minutos / 98 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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