En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los
que sabe!
Al anochecer, cuando los niños están aún sentados a la mesa o en su escabel,
viene un duende llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va
descalzo, sólo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, ¡chitón!,
vierte en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado,
pero siempre bastante para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto,
verlo. Se desliza por detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar
dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere
que se estén quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estén
acostados. Deben estarse quietos y callados, para que él pueda contarles sus
cuentos.
Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien
vestido; lleva un traje de seda, pero es imposible decir de qué color, pues
tiene destellos verdes, rojos y azules, según como se vuelva. Y lleva dos
paraguas, uno debajo de cada brazo.
Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los
niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más
deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos,
los cuales se duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber
tenido ningún sueño.
Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un
muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues
siete son los días de la semana.
Lunes
—Atiende —dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado—, verás cómo
arreglo todo esto.
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