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etiqueta: Cuento infantil textos disponibles fecha: 04-07-2016


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La Reina de las Nieves

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


PRIMER EPISODIO. Trata del espejo y del trozo de espejo

Atención, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos más que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, ¡como que era el diablo en persona! Un día estaba de muy buen humor, pues había construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía hasta casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo destacaba y aún se intensificaba. Los paisajes más hermosos aparecían en él como espinacas hervidas, y las personas más virtuosas resultaban repugnantes o se veían en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenía una peca, podía tener la certeza de que se le extendería por la boca y la nariz. Era muy divertido, decía el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardónica, y el diablo se retorcía de puro regocijo por su ingeniosa invención. Cuantos asistían a su escuela de brujería —pues mantenía una escuela para duendes— contaron en todas partes que había ocurrido un milagro; desde aquel día, afirmaban, podía verse cómo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo país ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en él. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reírse a costa de los ángeles y de Dios Nuestro Señor. Cuanto más se elevaban con su espejo, tanto más se reía éste sarcásticamente, hasta tal punto que a duras penas podían sujetarlo. Siguieron volando y acercándose a Dios y a los ángeles, y he aquí que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en cien millones, qué digo, en billones de fragmentos y aún más.


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35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 1.634 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Las Habichuelas Mágicas

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.

—Son maravillosas —explicó aquel hombre—. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca.

Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.

Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido.

Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.

La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar cómo el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.

En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Sirenita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

—¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!

—Todavía eres demasiado joven —respondió la abuela—. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.

La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Campeones de Salto

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarín apostaron una vez a quién saltaba más alto, e invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel campeonato. Hay que convenir que se trataba de tres grandes saltadores.

—¡Daré mi hija al que salte más alto! —dijo el Rey—, pues sería muy triste que las personas tuviesen que saltar de balde.

Se presentó primero la pulga. Era bien educada y empezó saludando a diestro y a siniestro, pues por sus venas corría sangre de señorita, y estaba acostumbrada a no alternar más que con personas, y esto siempre se conoce.

Vino en segundo término el saltamontes. Sin duda era bastante más pesadote que la pulga, pero sus maneras eran también irreprochables; vestía el uniforme verde con el que había nacido. Afirmó, además, que tenía en Egipto una familia de abolengo, y que era muy estimado en el país. Lo habían cazado en el campo y metido en una casa de cartulina de tres pisos, hecha de naipes de color, con las estampas por dentro. Las puertas y ventanas habían sido cortadas en el cuerpo de la dama de corazones.

—Sé cantar tan bien —dijo—, que dieciséis grillos indígenas que vienen cantando desde su infancia —a pesar de lo cual no han logrado aún tener una casa de naipes—, se han pasmado tanto al oírme, que se han vuelto aún más delgados de lo que eran antes.

Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes se presentaron en toda forma, dando cuenta de quiénes eran, y manifestando que esperaban casarse con la princesa.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Zapatos Rojos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña.

La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos, y sin medias.

Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella, y dijo al sacerdote:

—Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño.

Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: "Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!"

Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos.


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7 págs. / 12 minutos / 1.088 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Sombra

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Tetera

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez una tetera muy arrogante; estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de su ancha asa; tenía algo delante y algo detrás: el pitón delante, y detrás el asa, y se complacía en hacerlo notar. Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y encolada; o sea, que era defectuosa, y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡bastante lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se había fijado en la hendedura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera!

«¡Las conozco! —decía para sus adentros—. Pero conozco también mis defectos y los admito; en eso está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades. Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas, y además, por la parte de delante, algo con lo que ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la mesa de té. El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo soy la que otorgo, la que impero: reparto bendiciones entre la humanidad sedienta; en mi interior, las hojas chinas se elaboran en el agua hirviente e insípida.

Todo esto pensaba la tetera en los despreocupados días de su juventud. Estaba en la mesa puesta, manejada por una mano primorosa. Pero la primorosa mano resultó torpe, la tetera se cayó, se rompió el pitón y se rompió también el asa; de la tapa no valía la pena hablar; ¡bastante disgusto había causado ya antes! La tetera yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo. Fue un rudo golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y de la torpe mano.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Virgen de los Ventisqueros

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


1. El pequeño Rudi

Los voy a llevar a Suiza. Vean estas magníficas montañas, con los sombríos bosques que se encaraman por las abruptas laderas; suban a los deslumbrantes campos de nieve y bajen a las verdes praderas, cruzadas por impetuosos torrentes, que corren raudos como si temiesen no llegar a tiempo para desaparecer en el mar. El sol quema en el fondo de los valles, centellea también en las espesas masas de nieve, que con los años se solidifican en deslumbrantes bloques de hielo, se desprenden vertiginosos aludes, y se amontonan en grandes ventisqueros. Dos de éstos se extienden por las amplias gargantas rocosas situadas al pie del Schreckhorn y del Wetterhorn, junto a la aldea de Grindelwald. Su situación es tan pintoresca, que durante los meses de verano atrae a muchos forasteros, procedentes de todos los países del mundo. Suben durante horas y horas desde los valles profundos, y, a medida que se elevan, el valle va quedando más y más al fondo, y lo contemplan como desde la barquilla de un globo. En las cumbres suelen amontonarse las nubes, como gruesas y pesadas cortinas que cubren la montaña, mientras abajo, en el valle, salpicado de pardas casas de madera, brilla todavía algún rayo de sol que hace resplandecer el verdor del prado como si fuera transparente. El agua se precipita, rugiendo, monte abajo, o desciende mansa, con un leve murmullo; se dirían ondeantes cintas de plata prendidas a la roca.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Hoja del Cielo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


A gran altura, en el aire límpido, volaba un ángel que llevaba en la mano una flor del jardín del Paraíso, y al darle un beso, de sus labios cayó una minúscula hojita, que, al tocar el suelo, en medio del bosque, arraigó en seguida y dio nacimiento a una nueva planta, entre las muchas que crecían en el lugar.

—¡Qué hierba más ridícula! —dijeron aquéllas.

Y ninguna quería reconocerla, ni siquiera los cardos y las ortigas.

—Debe de ser una planta de jardín —añadieron, con una risa irónica, y siguieron burlándose de la nueva vecina; pero ésta venga crecer y crecer, dejando atrás a las otras, y venga extender sus ramas en forma de zarcillos a su alrededor.

—¿Adónde quieres ir? —preguntaron los altos cardos, armados de espinas en todas sus hojas—. Dejas las riendas demasiado sueltas, no es éste el lugar apropiado. No estamos aquí para aguantarte.

Llegó el invierno, y la nieve cubrió la planta; pero ésta dio a la nívea capa un brillo espléndido, como si por debajo la atravesara la luz del sol. En primavera se había convertido en una planta florida, la más hermosa del bosque.

Vino entonces el profesor de Botánica; su profesión se adivinaba a la legua. Examinó la planta, la probó, pero no figuraba en su manual; no logró clasificarla.

—Es una especie híbrida —dijo—. No la conozco. No entra en el sistema.

—¡No entra en el sistema! —repitieron los cardos y las ortigas. Los grandes árboles circundantes miraban la escena sin decir palabra, ni buena ni mala, lo cual es siempre lo más prudente cuando se es tonto.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Lo Más Increíble

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Quien fuese capaz de hacer lo más increíble, se casaría con la hija del Rey y se convertiría en dueño de la mitad del reino.

Los jóvenes —y también los viejos— pusieron a contribución toda su inteligencia, sus nervios y sus músculos. Dos se hartaron hasta reventar, y uno se mató a fuerza de beber, y lo hicieron para realizar lo que a su entender era más increíble, sólo que no era aquél el modo de ganar el premio. Los golfillos callejeros se dedicaron a escupirse sobre la propia espalda, lo cual consideraban el colmo de lo increíble.

Se señaló un día para que cada cual demostrase lo que era capaz de hacer y que, a su juicio, fuera lo más increíble. Se designaron como jueces, desde niños de tres años hasta cincuentones maduros. Hubo un verdadero desfile de cosas increíbles, pero el mundo estuvo pronto de acuerdo en que lo más increíble era un reloj, tan ingenioso por dentro como por fuera. A cada campanada salían figuras vivas que indicaban lo que el reloj acababa de tocar; en total fueron doce escenas, con figuras movibles, cantos y discursos.

—¡Esto es lo más increíble! —exclamó la gente.

El reloj dio la una y apareció Moisés en la montaña, escribiendo el primer mandamiento en las Tablas de la Ley: «Hay un solo Dios verdadero».

Al dar las dos se vio el Paraíso terrenal, donde se encontraron Adán y Eva, felices a pesar de no disponer de armario ropero; por otra parte, no lo necesitaban.

Cuando sonaron las tres, salieron los tres Reyes Magos, uno de ellos negro como el carbón; ¡qué remedio! El sol lo había ennegrecido. Llevaban incienso y cosas preciosas.


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4 págs. / 7 minutos / 124 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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