Textos más vistos etiquetados como Cuento infantil disponibles publicados el 26 de junio de 2016 | pág. 3

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etiqueta: Cuento infantil textos disponibles fecha: 26-06-2016


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El Cometa

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Y vino el cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno inspiraba pensamientos distintos.

—¡Salgan a ver el signo del cielo! ¡Salgan a contemplar este bellísimo espectáculo! —exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo.

Pero en un cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal, chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.

Era una vieja superstición, pero la mujer la creía.

Y justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra, y a ver aquel mismo cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.

El pequeño no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja del bosque cuando el sol brilla a su través.

—Dios te conceda tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho —murmuraba la madre.

—¿Tantos, tantos? —dijo el niño—. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua.

Y el niño sopla que sopla.


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4 págs. / 7 minutos / 125 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Duende de la Tienda

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.

Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.

El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.

—Todavía nos queda más —dijo el tendero—; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.

—Muchas gracias —repuso el estudiante—. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.

La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Duendecillo y la Mujer

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Al duende lo conoces, pero, ¿y a la mujer del jardinero? Era muy leída, se sabía versos de memoria, incluso era capaz de escribir algunos sin gran dificultad; sólo las rimas, el «remache», como ella decía, le costaba un regular esfuerzo. Tenía dotes de escritora y de oradora; habría sido un buen señor rector o, cuando menos, una buena señora rectora.

—Es hermosa la Tierra en su ropaje dominguero —había dicho, expresando luego este pensamiento revestido de bellas palabras y «remachándolas», es decir, componiendo una canción edificante, bella y larga.

El señor seminarista Kisserup —aunque el nombre no hace al caso— era primo suyo, y acertó a encontrarse de visita en casa de la familia del jardinero. Escuchó su poesía y la encontró buena, excelente incluso, según dijo.

—¡Tiene usted talento, señora! —añadió.

—¡No diga sandeces! —atajó el jardinero—. No le meta esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es cuerpo, un cuerpo sano y dispuesto, y saber atender a sus pucheros, para que no se quemen las papillas.

—El sabor a quemado lo quito con carbón —respondió la mujer—, y, cuando tú estás enfurruñado, lo arreglo con un besito. Creería una que no piensas sino en coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores.

Y le dio un beso.

—¡Las flores son el espíritu! —añadió.

—Atiende a tu cocina —gruñó él, dirigiéndose al jardín, que era el puchero de su incumbencia.

Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a la señora y se puso a charlar con ella. Sobre su lema «Es hermosa la Tierra» pronunció una especie de sermón muy bien compuesto.


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5 págs. / 9 minutos / 123 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Gallo de Corral y la Veleta

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Éranse una vez dos gallos: uno, en el corral, y el otro, en la cima del tejado; los dos, muy arrogantes y orgullosos. Ahora bien, ¿cuál era el más útil? Dinos tu opinión; de todos modos, nosotros nos quedaremos con la nuestra.

El corral estaba separado de otro por una valla. En el segundo había un estercolero, y en éste crecía un gran pepino, consciente de su condición de hijo del estiércol.

«Cada uno tiene su sino —se decía para sus adentros—. No a todo el mundo le es concedido nacer pepino, forzoso es que haya otros seres vivos. Los pollos, los gansos y todo el ganado del corral vecino son también criaturas. Levanto ahora la mirada al gallo que se ha posado sobre el borde de la valla, y veo que tiene una significación muy distinta del de la veleta, tan encumbrado, pero que, en cambio, no puede gritar, y no digamos ya cantar. No tiene gallinas ni polluelos, sólo piensa en sí y cría herrumbre. El gallo del corral, ¡ése sí que es un gallo! Miradlo cuando anda, ¡qué garbo! Escuchadlo cuando canta, ¡deliciosa música! Dondequiera que esté se oye, ¡vaya corneta! ¡Si saltase aquí y se me comiese troncho y todo, qué muerte tan gloriosa!», suspiró el pepino.


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2 págs. / 4 minutos / 120 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Gollete de la Botella

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En una tortuosa callejuela, entre varias míseras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy pobre; y lo más mísero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenía bebedero; en su lugar había un gollete de botella puesto del revés, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prímulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia.

«¡Ay, bien puedes tú cantar! —exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros—. Sí, tú puedes cantar, pues no te falta ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme más que cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido dentro... Seguro que no cantarías. Pero vale más así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no tengo ningún motivo para cantar, aparte que no sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija... Me acuerdo como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he pasado, y que podría contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría oír mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedo».


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12 págs. / 21 minutos / 220 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Gorro de Dormir del Solterón

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hay en Copenhague una calle que lleva el extraño nombre de «Hyskenstraede» (Callejón de Hysken). ¿Por qué se llama así y qué significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemán, aunque esto sería atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken sería: «Häuschen», palabra que significa «casitas». Las tales casitas, por espacio de largos años, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decía, al hablar de ello: «Antiguamente...». Hoy hace de ello varios siglos.

Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venían en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendían su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la había de muchas clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. Vendían luego una gran variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y, especialmente, pimienta. Ésta era la más estimada, y de aquí que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de «pimenteros». Cuando salían de su país, contraían el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenían que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre —cuando la tenían—. Algunos se volvían huraños, como niños envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahí viene que en Dinamarca se llame «pimentero» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad más que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento.


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14 págs. / 25 minutos / 212 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Intrépido Soldadito de Plomo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Había una vez veinte y cinco soldados de plomo, todos hermanos por haber nacido de la misma cuchara de estaño. Llevaban el arma al brazo y miraban fijamente delante de sí; su uniforme era de color rojo y azul.

Las primeras palabras que oyeron en este mundo, cuando levantaron la tapa de la caja donde estaban encerrados, fueron: «¡Ay qué bonitos soldados de plomo!» El que hablaba así era un niño palmoteando de alegría. Acababa de recibir aquel regalo por ser el día de su santo. Formó al momento á sus queridos soldados en la mesa; todos ellos se parecian como dos golas de agua, ménos uno que fué el último que fundieron y para el cual no hubo bastante estaño; así es que no tenía más que una pierna, pero se mantenia en ella tan firme como los demas con sus dos piés, y fué el único á quien sucedieron aventuras memorables.

Sobre la mesa en que colocaron toda la compañía, había otros varios juguetes, pero el que llamaba más la atencion era una graciosa quinta de carton, delante de la cual había una calle de hermosos árboles que conducía á un espejito redondo que figuraba un estanque, en el cual parecían recrearse unos cisnes de cera; veíase por entre las ventanas el interior de la casa, con salas adornadas con muebles de lujo. Todo estaba trabajado con el mayor esmero, pero lo más bonito que había era una linda señorita que estaba en el vestibulo, tambien de cartón, pero con un vestido de verdadera muselina fina, una cinta de seda azul alrededor del cuello, un chal de color de rosa sobre los hombros y una fiar dorada hecha con lentejuelas. La hermosa figurita era una bailarina y hacía dar vueltas a sus brazos. Una de sus piernas se hallaba momentáneamente echada hácía atras, por requerirlo así el paso que estaba ejecutando. Pero el soldado de plomo creía sencillamente que, como él, no tenia más que una pierna, y es acaso lo que más le gustaba en ella.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 130 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Libro de Estampas del Padrino

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El padrino sabía contar historias, muchas y muy largas. Y sabía también recortar estampas y dibujar figuras. Cuando se acercaban las Navidades cogía un cuaderno de hojas blancas y limpias, y en ellas pegaba ilustraciones, recortadas de libros y periódicos; si no bastaban para su propósito, las dibujaba con su propia mano. De niño yo fui obsequiado con muchos de aquellos libros de estampas, pero el más hermoso de todos fue uno acerca del «Año memorable en que el gas sustituyó en Copenhague a los viejos faroles de aceite de pescado», título que figuraba en primera página.

—Hay que guardar muy bien este libro —me dijeron mis padres—; sólo lo sacaremos en ocasiones solemnes —. El padre había anotado en la tapa:

Si rompes el libro, no será un gran delito.

Peor habrá obrado más de un amiguito.

Lo mejor era cuando el padrino, sacando el cuaderno, leía en alta voz los versos y demás cosas escritas en él, y luego se ponía a contar. ¡Entonces sí que la historia se volvía una verdadera historia!

En la primera página había una estampa recortada del «Correo Volante», donde aparecía Copenhague con la Torre Redonda y la iglesia de Nuestra Señora. A la izquierda había pegado un dibujo que representaba una vieja linterna, con el letrero «Aceite», y a la derecha estaba un candelabro, con la palabra «Gas».


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17 págs. / 29 minutos / 98 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cada Cosa en su Sitio

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hace de esto más de cien años.

Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las cañas.

Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el látigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.

—¡Cada cosa en su sitio! —exclamó—. ¡El tuyo es el estercolero! —y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demás le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:

«¡Borrachas llegan las ricas aves!».

Dios sabe lo rico que era.

La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.


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9 págs. / 17 minutos / 214 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Colás el Chico y Colás el Grande

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: Colás.

Pero uno tenía cuatro caballos y el otro solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los cuatro caballos y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera.

Durante toda la semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo.

¡Había que ver a Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!»

—No debes decir esto —lo reprendió Colás el Grande—. Sólo uno de los caballos es tuyo.

Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo, volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!».

—Te lo advierto por última vez —dijo Colás el Grande—. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado.

—Te prometo que no volveré a decirlo —respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!».

—¡Ya te daré yo tus caballos! —gritó el otro, y agarrando un mazo le dio en la cabeza al caballo de Colás el Chico, y lo mató.


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12 págs. / 22 minutos / 158 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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