La loba dio a luz un lobezno e invitó al zorro a ser padrino.
— Es próximo pariente nuestro —dijo—, tiene buen entendimiento y
habilidad, podrá enseñar muchas cosas a mi hijito y ayudarle a medrar en
el mundo.
El zorro se estimó muy honrado y dijo a su vez:
— Mi respetable señora comadre, le doy las gracias por el honor que
me hace. Procuraré corresponder de modo que esté siempre contenta de mí.
En la fiesta se dio un buen atracón, se puso alegre y, al terminar, habló de este modo:
— Estimada señora comadre: es deber nuestro cuidar del pequeño. Debe
usted procurarse buena comida para que vaya adquiriendo muchas fuerzas.
Sé de un corral de ovejas del que podríamos sacar un sabroso bocado.
Gustóle a la loba la canción y salió en compañía del zorro en
dirección al cortijo. Al llegar cerca, el zorro le enseñó la casa,
diciendo:
— Podrá entrar sin ser vista de nadie, mientras yo doy la vuelta por el otro lado; tal vez pueda hacerme con una gallinita.
Pero en lugar de ir a la granja, tumbóse en la entrada del bosque y, estirando las patas, se puso a dormir.
La loba entró en el corral con todo sigilo; pero en él había un
perro, que se puso a ladrar; acudieron los campesinos y, sorprendiendo a
la señora comadre con las manos en la masa, le dieron tal vapuleo que
no le dejaron un hueso sano. Al fin logró escapar, y fue al encuentro
del zorro, el cual, adoptando una actitud lastimera, exclamó:
— ¡Ay, mi estimada señora comadre! ¡Y qué mal lo he pasado! Los
labriegos me pillaron, y me han zurrado de lo lindo. Si no quiere que
estire la pata aquí, tendrá que llevarme a cuestas.
La loba apenas podía con su alma; pero el zorro le daba tanto
cuidado, que lo cargó sobre su espalda y llevó hasta su casa a su
compadre, que estaba sano y bueno. Al despedirse, díjole el zorro:
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