Hubo una vez una mujer que era una bruja hecha y derecha, quien tenía
dos hijas: una, fea y mala, a la que quería por ser hija suya; y otra,
hermosa y buena, a la que odiaba porque era su hijastra. Tenía ésta un
lindo delantal, que la otra le envidiaba mucho, por lo que dijo a su
madre que de cualquier modo quería hacerse con la prenda.
— No te preocupes, hija mía —respondió la vieja—, lo tendrás. Hace
tiempo que tu hermanastra se ha hecho merecedora de morir; esta noche,
mientras duerme, entraré y le cortaré la cabeza. Tú cuida sólo de
ponerte al otro lado de la cama, y que ella duerma del lado de acá.
Perdida tendría que haber estado la infeliz muchacha, para no haberlo
escuchado todo desde un rincón. En todo el día no la dejaron asomarse a
la puerta, y, a la hora de acostarse, la otra subió primera a la cama,
colocándose arrimada a la pared; pero cuando ya se hubo dormido, su
hermanastra, calladamente, cambió de lugar, pasando a ocupar el del
fondo. Ya avanzada la noche, entró la vieja, de puntillas; empuñando con
la mano derecha un hacha, tentó con la izquierda para comprobar si
había alguien en primer término y luego, tomando el arma con las dos
manos, la descargó... y cortó el cuello a su propia hija.
Cuando se marchó, se levantó la muchacha y se fue a la casa de su amado, que se llamaba Rolando.
— Escúchame, amadísimo Rolando —dijo, llamando a la puerta—, debemos
huir inmediatamente. Mi madrastra quiso matarme, pero se equivocó y ha
matado a su propia hija. Por la mañana se dará cuenta de lo que ha
hecho, y estaremos perdidos.
— Huyamos, pues –le dijo Rolando—, pero antes quítale la varita mágica; de otra manera no podremos salvarnos, si nos persigue.
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