Textos más largos etiquetados como Cuento infantil | pág. 12

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etiqueta: Cuento infantil


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El Gorrión

Teodoro Baró


Cuento infantil


Nací debajo del alero de un tejado. Cuando rompí el cascarón y miré por la abertura del nido, todo me pareció muy bonito: deseaba llegase el momento de echar a volar, pero mis padres contuvieron mi impaciencia y la de mis hermanitos con sus buenos consejos. La alimentación era abundante y sana, y gracias a ella nuestras fuerzas se iban desarrollando. Por último llegó el momento tan deseado de echar a volar. La inquietud hacía que mi madre piara quejumbrosamente temiendo un accidente cualquiera, pero la nota triste convertíase en alegre cuando veía a mis hermanitos sostenerse en el espacio. Llegome la vez; extendí las alas y…

¿Adivinan lo que me sucedió? Pues voy a decírselo. No me faltaron las alas; pero la curiosidad, que es causa de tantos males, hizo que parara el vuelo en un prado en vez de detenerme en un árbol; y como en aquel prado había chiquillos y me vieron, tras de mí echaron a correr. Yo quise escapar; pero enredeme entre la hierba, no pude huir por no saber dar con la salida, que buscaba por todas partes menos donde hubiera debido buscarla, que era volando otra vez; y como a correr me ganaban los chiquillos, héteme convertido en su prisionero.

Por fortuna no di en manos de esos niños que tienen la mala y punible costumbre de martirizar a los pobres pájaros, y mis dueños me llevaron a su casa. Metiéronme en una jaula, donde colocaron algodón para que no tuviera frío. He de confesar que no estaba del todo mal. Pusieron pan en remojo y quisieron que comiera aquellas migas. No me hice de rogar; y como los niños se empeñaban en que siempre estuviera comiendo, porque les divertía verme abrir el pico y agitar las alitas, y a mí no me disgustaba atracarme, padecí una indigestión que por poco me mata; pero logré escapar de ella, si bien estuve alicaído durante tres días.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 48 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Jardinero y el Señor

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


A una milla de distancia de la capital había una antigua residencia señorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales.

Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseía, esta finca era la mejor y más hermosa. Por fuera parecía como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de césped se extendía por el patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, así como otras flores raras, además de las que se criaban en el invernadero.

El propietario tenía un jardinero excelente; daba gusto ver el jardín, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo jardín del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirámides. Detrás quedaban dos viejos y corpulentos árboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracán los había cubierto de grandes terrones de estiércol, pero en realidad cada terrón era un nido.

Moraba allí desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos señores, los antiguos y auténticos propietarios de la mansión señorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «¡rab, rab!».


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7 págs. / 13 minutos / 148 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cerro de los Elfos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Varios lagartos gordos corrían con pie ligero por las grietas de un viejo árbol; se entendían perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteña.

—¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los ellos! —dijo un lagarto—. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir.

—Algo pasa allí adentro —observó otro—. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. ¡Algo se prepara!

—Sí —intervino un tercer lagarto—. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venía de la colina, en la cual había estado removiendo la tierra día y noche. Oyó muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiénes son éstos, la lombriz se negó a decírmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro —y no es poco— lo pulen y exponen a la luz de la luna.

—¿Quiénes podrán ser esos forasteros? —se preguntaban los lagartos—. ¿Qué diablos debe suceder? ¡Oíd, qué manera de zumbar!

En aquel mismo momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demás muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazón de ámbar. ¡Movía las piernas con una agilidad!: trip, trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras.


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7 págs. / 13 minutos / 153 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Ginesillo el Tonto

Julia de Asensi


Cuento infantil


El tren correo acababa de llegar a la estación de Santa Marina y de él se apeó, entre otras muchas personas, un viajero joven, sencillo pero elegantemente vestido, que iba sin duda para asistir a las fiestas del citado pueblo, que empezaban aquella noche.

No sabía el caballero que ya no se encontraba en la posada, con honores de fonda, ni una habitación disponible; juzgaba cosa fácil tener albergue en la pequeña población. A la primera pregunta que hizo sobre el particular pudo comprender el error en que estaba; todo había sido cedido o alquilado a parientes, parroquianos o amigos, hasta las guardillas, hasta los pajares, hasta las cuadras.

—¿Qué voy a hacer si no hallo dónde pasar la noche? —se preguntó el viajero.

Andando a la casualidad vio en una calle estrecha, fea y sucia, una casa muy vieja, compuesta de dos pisos, con ventanas, detrás de la que se extendía un mal cuidado jardín. Todo parecía indicar que el citado edificio estaba abandonado por completo; los cristales cubiertos de polvo y telarañas, los muros en estado medio ruinoso, la puerta un tanto desvencijada. Pegado en ella se veía un papel amarillento en el que apenas podían leerse estas palabras, escritas con una letra gruesa y desigual: «Se alquila o se vende. En el número 8 darán razón.» La casa tenía el número 4, por consiguiente el forastero encontró sin dificultad el lugar donde podían darle noticias respecto a aquel viejo edificio. Una niña de diez a once años se hallaba a la entrada ocupándose en recoger alguna ropa lavada que había tendido al sol para que se secase.

—¿Se puede ver la casa que tiene el número 4? —preguntó el caballero.

La muchacha le miró con verdadero asombro y no respondió.

—He visto que se alquila o se vende —prosiguió él—, y como me figuro que no ha de ser cara, tomándola por unos días resuelvo el difícil problema de tener dónde dormir en este pueblo durante las fiestas.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 49 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Algo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


—¡Quiero ser algo! —decía el mayor de cinco hermanos—. Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, haré algo real y positivo.

—Sí, pero eso es muy poca cosa —replicó el segundo hermano—. Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una máquina puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán maestro, y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo.

—¡Tonterías! —intervino el tercero—. Ser albañil no es nada. Quedarás excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que están por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librará de ser lo que llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el reino de la inteligencia. Habré de empezar desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. Iré a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me agrada, pero imaginaré que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. Mañana, es decir, cuando sea oficial, emprenderé mi propio camino, sin preocuparme de los demás. Iré a la academia a aprender dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia, y me pongan, además, algún título delante y detrás, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi fortuna. ¡Ese algo vale la pena!


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7 págs. / 13 minutos / 338 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Qué hermosa!

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El escultor Alfredo —seguramente lo conoces, pues todos lo conocemos— ganó la medalla de oro, hizo un viaje a Italia y regresó luego a su patria. Entonces era joven, y, aunque lo es todavía, siempre tiene unos años más que en aquella época.

A su regreso fue a visitar una pequeña ciudad de Zelanda. Toda la población sabía quién era el forastero. Una familia acaudalada dio una fiesta en su honor, a la que fueron invitadas todas las personas que representaban o poseían algo en la localidad. Fue un acontecimiento, que no hubo necesidad de pregonar con bombo y platillos. Oficiales artesanos e hijos de familias humildes, algunos con sus padres, contemplaron desde la calle las iluminadas cortinas; el vigilante pudo imaginar que había allí tertulia, a juzgar por el gentío congregado en la calle. El aire olía a fiesta, y en el interior de la casa reinaba el regocijo, pues en ella estaba don Alfredo, el escultor.

Habló, contó, y todos los presentes lo escucharon con gusto y con unción, principalmente la viuda de un funcionario, ya de cierta edad. Venía a ser como un papel secante nuevito para todas las palabras de don Alfredo: chupaba enseguida lo que él decía, y pedía más; era enormemente impresionable e increíblemente ignorante: un Kaspar Hauser femenino.

—Supongo que visitaría Roma —dijo—. Debe ser una ciudad espléndida, con tanto extranjero como allí acude. ¡Descríbanos Roma! ¿Qué impresión produce cuando se llega a ella?

—Es muy fácil describirla —dijo el joven escultor—. Hay una gran plaza, con un obelisco en el centro, un obelisco que tiene cuatro mil años.


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7 págs. / 13 minutos / 89 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Cenicienta

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y la dijo: —Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré. Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo.

La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana. No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada. —La quitaron sus vestidos buenos, la pusieron una basquiña remendada y vieja y la dieron unos zuecos. —¡Qué sucia está la orgullosa princesa! —decían riéndose, y la mandaron ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde por la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanas la hacían además todo el daño posible, se burlaban de ella y la vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada al lado del hogar, y como siempre estaba, llena de polvo y ceniza, la llamaban la Cenicienta.


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7 págs. / 13 minutos / 1.851 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Pescador y su Mujer

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo, y le echaba y le echaba sin cesar.

Estaba un día sentado junto a su caña en la ribera, con la vista dirigida hacia su límpida agua, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo y al sacarle tenía en la punta un barbo muy grande, el cual le dijo: —Te suplico que no me quites la vida; no soy un barbo verdadero, soy un príncipe encantado; ¿de qué te serviría matarme si no puedo serte de mucho regalo? Échame al agua y déjame nadar.

—Ciertamente, le dijo el pescador, no tenías necesidad de hablar tanto, pues no haré tampoco otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un barbo que sabe hablar.

Le echó al agua y el barbo se sumergió en el fondo, dejando tras sí una larga huella de sangre.

El pescador se fue a la choza con su mujer: —Marido mío, le dijo, ¿no has cogido hoy nada?

—No, contestó el marido; he cogido un barbo que me ha dicho ser un príncipe encantado y le he dejado nadar lo mismo que antes.

—¿No le has pedido nada para ti? —replicó la mujer.

—No, repuso el marido; ¿y qué había de pedirle?

—¡Ah! —respondió la mujer; es tan triste, es tan triste vivir siempre en una choza tan sucia e infecta como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para nosotros; vuelve y llama al barbo, dile que quisiéramos tener una casa pequeñita, pues nos la dará de seguro.

—¡Ah! —dijo el marido, ¿y por qué he de volver?

—¿No le has cogido, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Pues lo harás; ve corriendo.

El marido no hacía mucho caso; sin embargo, fue a la orilla del mar, y cuando llegó allí, la vio toda amarilla y toda verde, se acercó al agua y dijo:


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7 págs. / 12 minutos / 320 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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