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El Joven Rey

Oscar Wilde


Cuento infantil


Aquella noche, la víspera del día fijado para su coronación, el joven rey se hallaba solo, sentado en su espléndida cámara. Sus cortesanos se habían despedido todos, inclinando la cabeza hasta el suelo, según los usos ceremoniosos de la época, y se habían retirado al Gran Salón del Palacio para recibir las últimas lecciones del profesor de etiqueta, pues aún había entre ellos algunos que tenían modales rústicos, lo cual, apenas necesito decirlo, es gravísima falta en cortesanos. El adolescente —todavía lo era, apenas tenía dieciséis años— no lamentaba que se hubieran ido, y se había echado, con un gran suspiro de alivio, sobre los suaves cojines de su canapé bordado, quedándose allí, con los ojos distraídos y la boca abierta, como uno de los pardos faunos de la pradera, o como animal de los bosques a quien acaban de atrapar los cazadores.

Y en verdad eran los cazadores quienes lo habían descubierto, cayendo sobre él punto menos que por casualidad, cuando, semidesnudo y con su flauta en la mano, seguía el rebaño del pobre cabrero que le había educado y a quien creyó siempre su padre.

Hijo de la única hija del viejo rey, casada en matrimonio secreto con un hombre muy inferior a ella en categoría (un extranjero, decían algunos, que había enamorado a la princesa con la magia sorprendente de su arte para tocar el laúd; mientras otros hablaban de un artista, de Rímini, a quien la princesa había hecho muchos honores, quizás demasiados, y que había desaparecido de la ciudad súbitamente, dejando inconclusas sus labores en la catedral), fue arrancado, cuando apenas contaba una semana de nacido, del lado de su madre, mientras dormía ella, y entregado a un campesino pobre y a su esposa, que no tenían hijos y vivían en lugar remoto del bosque, a más de un día de camino de la ciudad.


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15 págs. / 27 minutos / 166 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Niño-Astro

Oscar Wilde


Cuento infantil


Éranse una vez dos pobres leñadores que regresaban a su casa cruzando un gran pinar. Era invierno y hacía un frío terrible. La nieve caía espesa sobre la tierra y sobre los árboles; el hielo acumulado rompía las ramas más pequeñas y débiles, y cuando los leñadores llegaron al Torrente de la Montaña, vieron que éste colgaba inánime en el aire porque había recibido el beso del Rey de Hielo. Tanto frío hacía, que aun los animales, hasta los mismos pájaros, no sabían qué hacer. —¡Muh! —gruñó el lobo saltando entre los matorrales con su cola entre las patas—. ¡Hace un tiempo perfectamente horrible! ¿Por qué no trata de remediarlo el gobierno?

—¡Uit! ¡Uit! ¡Uit! —gorjeaban los verdes colorines—; la anciana Tierra ha muerto, y le han puesto su mortaja blanca.

—La Tierra se va a desposar, y éste es su traje de bodas —murmuraban las tórtolas entre sí. Tenían sus piececitos de rosa heridos por el hielo; pero sentían que era un deber el considerar la situación de un modo romántico.

—¡Vamos! —gruñó el lobo—. Les digo que toda la culpa la tiene el gobierno, y a quien no me crea me lo comeré.

El lobo poseía un gran sentido práctico, y no le faltaban nunca argumentos sólidos.

—¡Bueno, lo que es por mí —dijo un pajarillo, que había nacido filósofo— las explicaciones me importan... una teoría atómica! Si una cosa es así, pues es así, y ahora lo que hay es que hace un frío horrible.


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18 págs. / 31 minutos / 136 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Aurore y Aimée

Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont


Cuento infantil


Había una vez una dama que tenía dos hijas. La mayor, que se llamaba Aurore, era bella como el día, y tenía un carácter bastante bueno. La segunda, que se llamaba Aimée, era tan bella como su hermana, pero era maligna, y sólo tenía talento para hacer el mal. La madre había sido también muy bella, pero empezaba a dejar de ser joven y eso le causaba bastante pesar. Aurore tenía dieciséis años y Aimée doce; por lo que la madre, que temía parecer vieja, abandonó la región donde todo el mundo la conocía, y envió a su hija Aurore al campo, porque no quería que se supiera que tenía una hija tan mayor. Conservó con ella a la más joven; se fue a otra ciudad, y le decía a todo el mundo que Aimée sólo tenía diez años y que la había tenido antes de los quince. No obstante, como temía que su engaño fuera descubierto, envió a Aurore a una región lejana, y el que la conducía la abandonó en un gran bosque en el que se había quedado dormida mientras descansaba. Cuando Aurore despertó, y se vio sola en el bosque, se puso a llorar. Era casi de noche, se levantó e intentó salir del bosque; pero en lugar de encontrar su camino, se extravió aún más. Por fin, vio a lo lejos una luz y tras dirigirse hacia ella, encontró una casita. Aurore llamó a la puerta; una pastora le abrió y le preguntó qué quería.

—Mi buena señora, —le dijo Aurore— le ruego por caridad que me permita dormir en su casa, pues si permanezco en el bosque, seré devorada por los lobos.

—Con mucho gusto, hermosa joven, —le respondió la pastora—pero dígame, ¿cómo es que se encuentra en el bosque tan tarde?

Entonces Aurore le contó su historia y le dijo:

—¡Qué desgraciada soy por tener una madre tan cruel! ¡Más me habría valido morir al venir al mundo, en lugar de vivir para ser maltratada de esta forma! ¿Qué le he hecho al buen Dios para ser tan desgraciada?


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8 págs. / 15 minutos / 76 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de los Tres Deseos

Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont


Cuento infantil


Había una vez un hombre, que no era muy rico, que se casó con una bella mujer. Una noche de invierno, sentados junto al fuego, comentaban la felicidad de sus vecinos que eran más ricos que ellos.

—¡Oh! —decía la mujer— si pudiera disponer de todo lo que yo quisiera, sería muy pronto mucho más feliz que todas estas personas.

—Y yo —dijo el marido—. Me gustaría vivir en el tiempo de las hadas y que hubiera una lo suficientemente buena como para concederme todo lo que yo quisiera.

En ese preciso instante, vieron en su cocina a una dama muy hermosa, que les dijo:

—Soy un hada; prometo concederles las tres primeras cosas que deseen; pero tengan cuidado: después de haber deseado tres cosas, no les concederé nada más.

Cuando el hada desapareció, aquel hombre y aquella mujer se hallaron muy confusos:

—Para mí, que soy el ama de casa —dijo la mujer— sé muy bien cuál sería mi deseo: no lo deseo aún formalmente, pero creo que no hay nada mejor que ser bella, rica y fina.

—Pero, —contestó el marido— aún teniendo todas esas cosas, uno puede estar enfermo, triste o incluso puede morir joven: sería más prudente desear salud, alegría y una larga vida.

—¿De qué serviría una larga vida, si se es pobre? —dijo la mujer—. Eso sólo serviría para ser desgraciado durante más tiempo. En realidad, el hada habría debido prometer concedernos una docena de deseos, pues hay por lo menos una docena de cosas que yo necesitaría.

—Eso es cierto —dijo el marido— pero démonos tiempo, pensemos de aquí a mañana por la mañana, las tres cosas que nos son más necesarias, y luego las pediremos.

—Puedo pensar en ello toda la noche —dijo la mujer— mientras tanto, calentémonos pues hace frío.

Mientras hablaba, la mujer cogió unas tenazas y atizó el fuego; y cuando vio que había bastantes carbones encendidos, dijo sin reflexionar:


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2 págs. / 3 minutos / 235 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cuento para la Noche de Reyes

Jean Lorrain


Cuento infantil


Cuando la reina Imogine supo que la princesa Neigefleur no estaba muerta, que el lazo de seda que ella misma le había anudado alrededor del cuello no la había estrangulado sino a medias y que los gnomos del bosque habían recogido aquel dulce cuerpo letárgico en un ataúd de cristal y, lo que es peor, que lo guardaban invisible en una gruta mágica, entró en estado de cólera: se irguió tensa en la silla de cedro en la que soñaba, sentada en la habitación más alta de la torre, desgarró en toda su longitud la pesada dalmática de brocado amarillo enriquecido con lirios y follajes de perlas, rompió contra el suelo el espejo de acero que acababa de comunicarle la odiosa noticia y, agarrando de mala manera por una pata trasera al sapo encantado que le servía para sus maleficios, lo lanzó con toda su fuerza al fuego de la chimenea donde hizo frisst, grisst, prisst y se evaporó como una hoja seca.


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6 págs. / 11 minutos / 66 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Gato que Caminaba Solo

Rudyard Kipling


Cuento infantil


Sucedieron estos hechos que voy a contarte, oh, querido mío, cuando los animales domésticos eran salvajes. El Perro era salvaje, como lo eran también el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo, tan salvajes como pueda imaginarse, y vagaban por la húmeda y salvaje espesura en compañía de sus salvajes parientes; pero el más salvaje de todos los animales salvajes era el Gato. El Gato caminaba solo y no le importaba estar aquí o allá.

También el Hombre era salvaje, claro está. Era terriblemente salvaje. No comenzó a domesticarse hasta que conoció a la Mujer y ella repudió su montaraz modo de vida. La Mujer escogió para dormir una bonita cueva sin humedades en lugar de un montón de hojas mojadas, y esparció arena limpia sobre el suelo, encendió un buen fuego de leña al fondo de la cueva y colgó una piel de Caballo Salvaje, con la cola hacia abajo, sobre la entrada; después dijo:

—Límpiate los pies antes de entrar; de ahora en adelante tendremos un hogar.

Esa noche, querido mío, comieron Cordero Salvaje asado sobre piedras calientes y sazonado con ajo y pimienta silvestres, y Pato Salvaje relleno de arroz silvestre, y alholva y cilantro silvestres, y tuétano de Buey Salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego, cuando el Hombre se durmió más feliz que un niño delante de la hoguera, la Mujer se sentó a cardar lana. Cogió un hueso del hombro de cordero, la gran paletilla plana, contempló los portentosos signos que había en él, arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer Conjuro Cantado del mundo.

En la húmeda y salvaje espesura, los animales salvajes se congregaron en un lugar desde donde se alcanzaba a divisar desde muy lejos la luz del fuego y se preguntaron qué podría significar aquello.

Entonces Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:


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11 págs. / 20 minutos / 153 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Fatal y el Príncipe Fortuné

Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont


Cuento infantil


Había una vez una reina que tuvo dos hijos. A un hada, buena amiga de la reina, le habían pedido que fuera la madrina de los príncipes y que les hiciera algún don.

—Le concedo al mayor —dijo— todo tipo de desventuras hasta la edad de veinticinco años, y le pongo por nombre Fatal.

Al escuchar esas palabras, la reina lanzó grandes gritos y conjuró al hada a que cambiara aquel don.

—No sabes lo que pides —le dijo el hada a la reina—; si no es desventurado, será perverso.

La reina no se atrevió a decir nada más, pero le rogó al hada que le permitiera elegir un don para su segundo hijo.

—Es posible que lo elijas todo al revés —contestó el hada—; pero no importa, estoy dispuesta a concederte lo que me solicites para él.

—Deseo —dijo la reina —que triunfe siempre en todo cuanto quiera hacer; es la forma de hacerle feliz.

—Bien podrías engañarte, —dijo el hada—; por lo tanto, no le concedo ese don sino hasta los veinticinco años.

Le pusieron nodrizas a los dos pequeños príncipes, pero desde el tercer día, la nodriza del primogénito tuvo fiebre; le pusieron otra que se rompió una pierna al caerse; a una tercera se le retiró la leche tan pronto como el príncipe Fatal empezó a mamar de ella; y como corrió el rumor de que el príncipe le traía mala suerte a todas sus nodrizas, ninguna quiso alimentarlo, ni aproximarse a él. La pobre criatura, hambrienta, gritaba, pero nadie se apiadaba de él. Una robusta campesina, que tenía un número considerable de hijos y muchas dificultades para darles de comer, se ofreció para cuidar de él a condición de que le dieran una fuerte suma de dinero; y como el rey y la reina no querían al príncipe Fatal, le dieron a la nodriza lo que solicitaba, y le dijeron que se llevara el niño a su pueblo.


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9 págs. / 16 minutos / 99 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Bella y la Bestia

Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont


Cuento infantil


Había una vez un mercader muy rico que tenía seis hijos, tres varones y tres mujeres; y como era hombre de muchos bienes y de vasta cultura, no reparaba en gastos para educarlos y los rodeó de toda suerte de maestros. Las tres hijas eran muy hermosas; pero la más joven despertaba tanta admiración, que de pequeña todos la apodaban “la bella niña”, de modo que por fin se le quedó este nombre para envidia de sus hermanas.

No sólo era la menor mucho más bonita que las otras, sino también más bondadosa. Las dos hermanas mayores ostentaban con desprecio sus riquezas antes quienes tenían menos que ellas; se hacían las grandes damas y se negaban a que las visitasen las hijas de los demás mercaderes: únicamente las personas de mucho rango eran dignas de hacerles compañía. Se lo pasaban en todos los bailes, reuniones, comedias y paseos, y despreciaban a la menor porque empleaba gran parte de su tiempo en la lectura de buenos libros.

Las tres jóvenes, agraciadas y poseedoras de muchas riquezas, eran solicitadas en matrimonio por muchos mercaderes de la región, pero las dos mayores los despreciaban y rechazaban diciendo que sólo se casarían con un noble: por lo menos un duque o conde

La Bella —pues así era como la conocían y llamaban todos a la menor— agradecía muy cortésmente el interés de cuantos querían tomarla por esposa, y los atendía con suma amabilidad y delicadeza; pero les alegaba que aún era muy joven y que deseaba pasar algunos años más en compañía de su padre.

De un solo golpe perdió el mercader todos sus bienes, y no le quedó más que una pequeña casa de campo a buena distancia de la ciudad.

Totalmente destrozado, lleno de pena su corazón, llorando hizo saber a sus hijos que era forzoso trasladarse a esta casa, donde para ganarse la vida tendrían que trabajar como campesinos.


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16 págs. / 29 minutos / 138 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Raspa Mágica

Charles Dickens


Cuento infantil


Érase una vez un rey que tenía una reina; él era el más viril de los hombres, y ella la más hermosa de las mujeres. La profesión del rey era funcionario. El padre de la reina había sido médico en otra ciudad.

Tenían diecinueve hijos y no paraban de tener más. Diecisiete de los niños cuidaban del bebé; y Alicia, la mayor, cuidaba de todos. Sus edades iban desde los siete años a los siete meses.

Pero sigamos con nuestra historia.

Un día el rey iba camino de la oficina cuando se detuvo en la pescadería para comprar una libra y media de salmón —pero no de la parte de la cola— que la reina (una prudente ama de casa) quería que le enviaran. El Sr. Pickles, el pescadero, dijo:

—Desde luego, señor. ¿Alguna cosa más? Buenos días.

El rey continuó melancólico hacia la oficina, porque faltaba mucho para el día de cobro trimestral y a varios de sus queridos hijos la ropa se les quedaba pequeña. No se había alejado mucho cuando el chico de los recados del Sr. Pickles llegó corriendo en su busca y le dijo:

—Señor, no se ha fijado usted en la anciana dama que estaba en la tienda.

—¿Qué anciana dama? —preguntó el rey— Yo no vi ninguna.

El rey no había visto a la anciana porque, para él, la anciana era invisible, aunque el chico del Sr. Pickles sí la veía. Probablemente porque ensuciaba y salpicaba con el agua, en la que dejaba caer los lenguados con violencia, de tal manera que si la dama no hubiese resultado visible para él, le habría estropeado la ropa.

En ese momento la anciana llegó corriendo. Su vestido era de seda tornasolada de una calidad magnífica, y olía a lavanda seca.

—¿Es usted el rey Watkins I? —preguntó la anciana.

—Me llamo Watkins, sí —respondió el rey.

—Padre, si no me equivoco, de la hermosa princesa Alicia —afirmó la dama.

—Y de otras dieciocho preciosidades más —replicó el rey.


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11 págs. / 20 minutos / 255 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Libro de Maravillas para Niñas y Niños

Nathaniel Hawthorne


Cuento infantil


Prefacio

Desde hace mucho tiempo el autor considera que gran número de mitos clásicos podrían reescribirse como lectura fundamental para los niños. A partir de esta idea, el breve volumen que aquí se ofrece al público reelabora media docena de estos mitos. El plan demandaba una gran libertad, pero cualquiera que intente adaptar estas historias en su forja intelectual observará que son prodigiosamente independientes de modos y circunstancias históricas. En esencia, siguen siendo las mismas después de haber pasado por cambios que afectarían la identidad de casi cualquier otra cosa.

El autor, por lo tanto, no se declara culpable de sacrilegio si a veces ha modelado de nuevo unas formas santificadas por una antigüedad de dos o tres mil años. Ninguna época puede reclamar derechos de autor sobre estas fábulas inmortales. Parece que no tuvieran origen y, sin duda, mientras exista el hombre es imposible que perezcan, pero, por esta misma indestructibilidad, son legítimamente susceptibles de que cada época las vista con su propio atuendo de modos y sentimientos y les infunda su propia moral. En la versión presente quizá han perdido mucho de su aspecto clásico (o bien el autor no tuvo el cuidado de conservarlo), y tal vez han adoptado un aspecto gótico o romántico.

Al llevar a cabo esta placentera tarea —pues realmente ha sido una labor idónea para el tiempo caluroso, y una de las más placenteras literariamente que hayamos emprendido—, el autor no siempre consideró necesario rebajar el nivel para facilitar la compresión de los niños. En general ha permitido que el tema se elevara, cada vez que a eso tendía y cuando él mismo tenía el suficiente aliento para seguirlo sin esfuerzo. En imaginación y sentimiento, los niños tienen una enorme sensibilidad para todo lo propfundo o lo elevado, mientras también sea sencillo. Lo único que les desconcierta es lo artificioso y lo complejo.


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148 págs. / 4 horas, 19 minutos / 228 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

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