Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito,
muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se muriera. Éste, en
efecto, estaba pálido como la cera, tenía los ojitos medio cerrados y respiraba
casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un
suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la
tierna criatura.
Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre,
envuelto en un holgado cobertor, que parecía una manta de caballo; son mantas
que calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo más crudo del invierno; en
la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.
Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había
quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre
la estufa, para reanimar al anciano. Éste se había sentado junto a la cuna, y
mecía al niño. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeño,
que respiraba fatigosamente y levantaba la manita.
—¿Crees que vivirá? —preguntó la madre—. ¡El buen Dios
no querrá quitármelo!
El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto
extraño con la cabeza; lo mismo podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó
los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada,
llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero
volvió en seguida en sí, temblando de frío.
—¿Qué es esto? —gritó, mirando en todas direcciones. El
viejo se había marchado, y la cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El
reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando
hasta el suelo, ¡paf!, y las agujas se detuvieron.
La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca
del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje
negro, que le dijo:
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