Érase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero
esto te lo dirán los sabios. El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de la
misma edad. No conocían a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron
que gobernárselas solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy
divertido. Agua para beber no les faltaba: todo el océano, y en la comida no
tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno seguía sus gustos, y cada uno
estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello.
La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba
un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas
espantosas, capaces de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos
hermanos; pero a ellos no se les ocurría pensarlo, ya que hasta el momento
ninguno había sido engullido.
Los pequeños nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y
caballas. Y he aquí que cuando más a gusto nadaban en las aguas límpidas y
transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con un
ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecía no tener fin. Aquella cosa
iba alargándose y alargándose cada vez más, y todo pececito que tocaba quedaba
descalabrado o tan mal parado, que se acordaría de ello toda la vida. Todos los
peces, grandes y pequeños, tanto los que habitaban en la superficie como los del
fondo del mar, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguísimo objeto
se hundía progresivamente, en una longitud de millas y millas a través del
océano.
Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son
llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella
anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendía de las alturas.
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