Mi querido amigo, el consejo que me
pides es difícil de dar.
Tienes, pues, un lío amoroso
que no eres capaz de deshacer y que me parece que se
encuentra en una situación lamentable para ti. Soy viejo; te
han dicho que yo había vivido, y haces una llamada a mi
experiencia para ayudarte. Temo no poder hacer nada por ti, me
parece que no estás en una buena situación.
Si he comprendido bien tu carta, he
aquí tu caso: Has conquistado a una mujer casada demasiado
tenaz. Y voy a hacer unas precisiones para estar seguro de no
equivocarme.
Tú eres joven, muy joven, veinticinco
años. Después de haber correteado un poco, a derecha y a
izquierda, por las calles y las mujeres de la calle, te has
sentido llamado, como lo somos todos, al deseo de amores más
refinados.
Entonces te fijaste en una amiga de
tu madre que se fijaba en ti desde hacía ya algún tiempo.
Ella se encontraba entonces en ese
momento en el que la mujer se encuentra aun bien, pero a punto
de empeorar. Cuarenta años cumplidos, la gordura, el frescor,
ese frescor de las uvas conservadas y el cariño suficiente
como para vender, el cual su marido no consumía desde hace
bastante tiempo.
Empezaron
intercambiando miradas. Luego sus
apretones de manos fueron un poco más largos, más estrechos,
con una fuerza tímida al principio, luego más significativa.
Después la besaste, una noche, detrás de una puerta y ella te
devolvió tu beso con usura.
Saliste para pasearte, encantado,
ligero, delirante. Estabas preso. Unos días más tarde la
cadena estaba bien cerrada. Una dura cadena, mi pobre amigo.
Información texto 'Vanos Consejos'