Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento | pág. 12

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etiqueta: Cuento


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Una Visita

Manuel Payno


Cuento


Eran las diez de la mañana, y me hallaba yo en pie en la boca del portal de Mercaderes, pensando a cuál de las muchas visitas que tenía que hacer iría primero. Saqué de la faltriquera una porción de cartas de recomendación, y comencé a revisar sus rótulos: «A la señora doña…» No es hora de esta visita, dije para mí, porque ésta es una de tantas señoras que va a la comedia, después a una tertulia, después llega a su casa, y gasta dos horas en quitarse los adornos y preparar los del día siguiente; en una palabra, es señora de tono, y por consiguiente duerme hasta las doce del día. Leí otro sobre: «Al señor don Espiridión Rivadullo». ¡Oh!, este señor sólo a la hora de comer puede encontrarse, porque como es agiotista, corre desde las seis de la mañana de casa del ministro a los almacenes de comercio, de los almacenes a la tesorería general, de la tesorería general a la aduana, de donde al fin sale el pobrecito con ocho o diez cargadores con dinero, y va a su casa rendido de fatiga, sin haber sacado más provecho que 8 o 10 000 pesos de ganancia. Pero para no molestar la atención del lector, diré que después de examinar muchos sobrescritos, me pareció la hora inoportuna y me decidía a marcharme al Ateneo a leer con permiso del conserje algunos periódicos, cuando fijé la atención en una carta, cuyo sobre decía: «A don Jacinto Rebollo, empleado en la oficina de rezagos. México. Calle de Zapateros número 4, vivienda interior», y dije: Ahora sí comencé mis visitas, porque los empleados entran a las once a sus oficinas, y precisamente ésta es hora muy oportuna para buscar a mi don Jacinto. Eché a andar, y llegué a la calle de Zapateros, no sin haber recogido antes mucho polvo y algunas chinches de los petates que sacudían con un palo en la puerta de las accesorias.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 54 visitas.

Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Vieja Canción

Robert Louis Stevenson


Cuento


1

El teniente coronel John Falconer rompió con la tradición familiar al alistarse en el ejército y toda su juventud fue onerosa y catastrófica. Estuvo a punto de que lo expulsaran de su regimiento; se vio implicado en un escándalo acerca de los fondos del comedor de oficiales, incurrió en unas deudas espantosas; cuando su tía le envió un panfleto religioso, se lo devolvió con un comentario escrito en un seco estilo militar. Mediante aquellos destellos y reverberaciones su familia iba sabiendo de cuando en cuando de su tormentosa existencia, y, como nunca les escribía, cada carta desde la India equivalía a un nuevo escándalo.

De pronto, cumplidos ya los treinta años, se convirtió durante una reunión evangelista. Desde ese momento fue un hombre distinto. Le gustaba jactarse de que, desde ese día, jamás había omitido o abreviado sus rezos, y para quienes conocían sus hábitos anteriores, semejante afirmación era ciertamente impresionante. Al mismo tiempo que se volvió religioso, adquirió sentido del deber y se transformó en un buen oficial. Falconer pasaba por ser un hombre fiable, Napier ponía la mano en el fuego por él, y sus hombres le admiraban y le temían a partes iguales.


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 214 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Una Víctima de la Publicidad

Émile Zola


Cuento


Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.

Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.

Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.


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2 págs. / 4 minutos / 325 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Vez en Otoño

Máximo Gorki


Cuento


Una vez, en otoño, me vi en una situación tan molesta como desagradable, recién llegado a una ciudad donde no conocía a nadie. Estaba sin blanca y no tenía dónde dormir.

Tras haberme visto obligado a vender en los días previos toda mi ropa, salvo lo más imprescindible, salí de la ciudad y me dirigí a un lugar conocido como Las Bocas. Allí se encontraban los muelles donde amarraban los barcos de vapor; en la temporada de navegación aquello bullía con una actividad incesante, pero en esos momentos todo estaba tranquilo y solitario: estábamos a finales de octubre.

Caminaba arrastrando los pies por la arena húmeda, examinándola con suma atención, ansioso de encontrar en ella algún resto comestible; vagaba en solitario entre edificios desiertos y quioscos, pensando en lo bien que se está con la tripa llena…

En esas situaciones, resulta más sencillo saciar el hambre del espíritu que el hambre del cuerpo. Cuando deambulamos por las calles, nos vemos rodeados por edificios de magnífico aspecto, así como —puede uno afirmarlo sin temor a equivocarse— bien amueblados por dentro. Algo que puede suscitar en nosotros deleitosas reflexiones sobre arquitectura, higiene y muchas otras cuestiones profundas y trascendentales; nos cruzamos con personas bien vestidas y abrigadas, personas respetuosas que no vacilan en apartarse delicadamente para no tener que reparar en nuestra existencia lamentable. Os doy mi palabra: el espíritu del hambriento siempre está mejor alimentado, de forma más saludable, que el espíritu del ahíto. ¡Ahí tenemos una hipótesis a partir de la cual podemos sacar una conclusión muy graciosa a favor de los saciados!


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10 págs. / 17 minutos / 131 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Una Vendetta

Guy de Maupassant


Cuento


La viuda de Pablo Savarini habitaba sola con su hijo en una pobre casita de los alrededores de Bonifacio. La población, construida en un saliente de la montaña, suspendida sobre el mar, mira por encima el estrecho erizado de escollos de la costa más baja de la Cerdeña. A sus pies, del otro lado, la rodea casi enteramente una cortadura de la costa que parece un gigantesco corredor, el cual sirve de puerto a las lanchas pescadoras italianas o sardas, y cada quince días al viejo vapor que hace el servicio de Ajaccio.

Sobre la blanca montaña, el montón de casas forma una mancha más blanca aun, como nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre su roca, dominando aquel paso terrible en que no se aventuran los barcos grandes.

El viento sin reposo fustiga el mar, que golpea sobre la costa desnuda y se mete por el estrecho, cuyos dos bordes destruye.

La casa de la viuda Savarini, abierta al borde mismo de la costa, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte salvaje y desolado.

Allí vivía sola con su hijo Antonio y su perra "Vigilante", una perraza flaca con pelos largos y bastos, de la raza de los perros de ganado, y que servía al joven para cazar.

Una tarde, después de una reyerta, Antonio Savarini fue muerto a traición de una puñalada por Nicolás Rovalati, que aquella misma noche huyó a Cerdeña.

Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que dos amigos le llevaron, no lloró, pero se quedó inmóvil mirándolo; después tendió su arrugada mano sobre el cadáver y juró vengarlo.

No quiso que nadie se quedara allí; se quedó sola con el cuerpo y se encerró acompañada de la perra, que aullaba de un modo lastimero y no se separaba del lado de su amo. La madre, inclinándose sobre el cuerpo de su hijo, con la mirada fija, lloraba lágrimas silenciosas contemplándolo.


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3 págs. / 6 minutos / 213 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Velada

Ángel de Estrada


Cuento


Varios objetos de importancia componen el ajuar del salón de la fonda. Sobre la pared blanca con su cal nueva, un retrato de Zumalacárregui, luce boina azul, símbolo de la nacionalidad del mesonero. En un ángulo, con el teclado para adentro, un piano Pleyel, muestra rota su tela, y por entre ella surgen dos travesanos como internos huesos grises. Al frente se ve un retablo en forma de gruta con su Ángel Custodio arriba, y en el hueco, al Niño-Dios, la Virgen, y un trozo de buey al lado de un San José ciego.

Poned una mesa de pino sobre la alfombra desteñida, y entre dos puertas y sus cortinas de crochet blanco, una lámpara colgante, y he ahí el escenario.

El médico del pueblo diserta por lo largo aquella noche. Las nuevas de la ciudad han sido terribles; la fiebre amarilla está en su apogeo. Y la voz del conferenciante hace desfilar las pestes todas, desde la negra hasta el cólera. — Vengamos á cuentas — exclama un viejo octogenario:— Qué nos importa de lo antiguo, y ni aun que el cólera ande merodeando en los alrededores de Genova? ¿La peste de Buenos Aires puede ó no asolar el campo?

El médico se repantigó en su asiento. Todos clavaron en él la vista, pero don Juan Benítez, malogrando otra nueva conferencia, exclamó al punto:

— No sale de las costas; es científico. Ni aquí, ni aun en Flores habrá un solo caso.

Se sintió en la rueda respiro de feliz holgura, y un fraile franciscano sonrió melancólicamente. Su actitud atrajo la atención.

— ¿Marcháis siempre, padre?

— Mañana mismo.

— Pues es valor!

— Es voluntad de Dios.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 66 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Tumba Sin Fondo

Ambrose Bierce


Cuento


Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción.

Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.

Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:


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8 págs. / 15 minutos / 70 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Tragedia

Miguel de Unamuno


Cuento


Recordáis, los que hayáis leído las Memorias de Goethe, aquel profesor Plessing de que nos habla el autor del Werther? Fue un joven misántropo y preocupado que quiso ponerse en relaciones con él; que le dirigió, como a un director laico de conciencia, unas largas cartas, a que él no respondió; que se quejaba de esto y que al fin se puso al habla con él, sin lograr interesarle en sus fantásticas cuitas. Pues vamos a contaros una historia algo parecida a la de Plessing, pero que acaba en tragedia.

Era un escritor, llamémosle Ibarrondo, que ejercía grande influencia sobre su pueblo con sus escritos y a quien oían con atención, y algunos con recogimiento, muchos de los jóvenes de su país y aun de otros países. Y eran no pocos los que se imaginaban que Ibarrondo estaba para atender privadamente a lo que ellos le preguntaran y a que les dijese—por carta y a su nombre—lo que estaba diciendo arreo al público todo. Hasta hubo quien le preguntó qué es lo que debía leer, sin más que este indicio: «Soy un joven de dieciocho años hambriento de cultura.» Y lo que más le atosigaba a Ibarrondo era la gran porción de locos, chiflados, ensimismados y hasta mentecatos que le iban con sus locuras, chifladuras, ensimismaduras y mentecatadas.

Era un joven, llamémosle Pérez, de esos que creen ingenuamente que se les ha ocurrido lo que habían leído y que toman por ideas originales las reminiscencias de lecturas y que se imaginan que van a romper moldes viejos cuando se disponen a hacerlo con otros más viejos todavía.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 58 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Una Tertulia de Antaño

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—He visto a Xavier Bradomín y me prometió venir esta noche.

—¿De dónde ha salido ese viejo Don Juan? ¿Qué hace ahora?

—Creo que conspira.

Sentadas en un gran sofá de caoba, vasto como un lecho, sostenían esta conversación dos antiguas damas de la reina destronada, aquella reina de los tristes destinos. Hablaban en un tono que era a la vez ligero y confidencial.

—¿Dónde te hallaste a Xavier Bradomín?

—Al salir de misa en las Góngoras. Me anunció, con gran misterio, su visita.

—¡Intentará convertirte al partido del Pretendiente!

La otra dama tosió burlona:

—Ya estoy muy vieja y muy fea para ponerme la boina.

La Duquesa de Ordax no mentía. Era una vieja menuda, inquieta y muy morena, con los ojos hundidos y llenos de fuego. Tenía la cara arrugada, las cejas con retoque, y llevaba un peinado de rizos aplastados sobre la frente, lo que acababa de darle cierto parecido con los retratos de la reina María Luisa. Hablaba con un desgarro vivo y popular.

—En otro tiempo, no digo que no me hubiera calado mi boina roja. ¡Y poco guapa que estaría!

La Marquesa de Galián la escuchaba sonriendo bajo el velo de su sombrero, que le dejaba el rostro en un misterio albo y estelar.

—Bradomín te convencerá. Tiene don apostólico. ¡Así al menos me explico yo sus conquistas!

La Duquesa interrumpió:

—Si vieras cómo está ahora de viejo y de triste. Ha tenido bien mala suerte. ¡Perder un brazo el mismo día que llegó a la guerra!

Y seguía riéndose, casi inconsciente de sus palabras. La Marquesa de Galián murmuró lentamente:

—Mala suerte, sí… Pero aún habrá sentido más hacerse viejo…


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Dominio público
21 págs. / 38 minutos / 195 visitas.

Publicado el 30 de abril de 2017 por Edu Robsy.

Una Tarea de Vacaciones

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Kenelm Jerton entró en el comedor del Golden Galleon Hotel en el momento de la aglomeración de la hora del almuerzo. Estaban ocupados casi todos los asientos, por lo que habían puesto unas pequeñas mesas adicionales allí donde el espacio lo permitía para acomodar a los rezagados, con el resultado de que muchas de las mesas casi se tocaban. Jerton fue conducido por un camarero hasta la única mesa libre que podía verse, tomando asiento con la incómoda idea, totalmente infundada, de que todos los que estaban allí le miraban. Era un hombre joven de aspecto ordinario, de vestido y maneras discretas, pero no podía deshacerse totalmente de la idea de que estaba intensamente iluminado ante la atención pública, como si fuera un notable o un conocido excéntrico. Tras haber pedido su almuerzo, se produjo el inevitable intervalo de espera, en el que no tenía otra cosa que hacer que mirar el jarrón de flores que había en su mesa y ser contemplado (en su imaginación) por varias jóvenes vestidas a la moda, algunas personas más maduras del mismo sexo y un judío de aspecto satírico. Con el fin de enfrentarse a la situación con cierta apariencia despreocupada, se mostró falsamente interesado por el contenido del jarrón.

—¿Sabe usted cómo se llaman estas rosas? —preguntó al camarero. El camarero estaba dispuesto en todo momento a ocultar su ignorancia respecto a los elementos de la lista de vino o del menú, pero respecto al nombre específico de las rosas era absolutamente ignorante.

—Amy Silvester Partington —dijo una voz junto al codo de Jerton.

La voz procedía de una joven de rostro agradable y bien vestida, sentada en la mesa que casi tocaba la de Jerton. Éste le agradeció, presurosa y nerviosamente, la información, añadiendo algún comentario inconsecuente acerca de las flores.


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6 págs. / 10 minutos / 47 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

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