Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento | pág. 27

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Un Poeta Lírico

José María Eça de Queirós


Cuento


Aquí está, sencillamente, sin frases y adornos, la triste historia del poeta Korriscosso. De todos los poetas líricos de que tengo noticia, este es, ciertamente, el más infeliz. Le conocí en Londres, en el hotel de Charing-Cross, en un amanecer helado de diciembre. Había yo llegado del Continente, desfallecido por dos horas de Canal de la Mancha... ¡Ah, qué mar! Y eso que era solo una brisa fresca del Noroeste; mas allí, en la cubierta, por debajo de una capa de hule, con la cual un marino me había cubierto como se cubre un cuerpo muerto, fustigado por la nieve y por las olas, oprimido por aquella tiniebla tumultuosa que el barco iba rompiendo a estruendos y encontrones, parecíame un tifón de los mares de la China...

Apenas entré en el hotel, helado y aún mal despierto, corrí a la vasta chimenea del hall y allí quedé saturándome de aquella paz caliente en que estaba la sala adormecida, con los ojos beatíficamente puestos en la buena brasa escarlata. Y estando así fue cuando vi aquella figura flaca y larga, ya de frac y corbata blanca, que del otro lado de la chimenea, en pie, con la taciturna tristeza de una cigüeña pensativa, miraba también los carbones ardientes, con una servilleta debajo del brazo. Mas el portero había cogido mi equipaje y fue a inscribirme en el bureau. La tenedora de libros, tiesa y rubia, con un perfil anticuado de medalla usada, dejó su crochet al lado de su taza de té, acarició con un gesto dulce sus dos bandos rubios, escribió correctamente mi nombre, con el dedo meñique erecto, haciendo rebrillar un diamante, y ya me encaminaba hacia la amplia escalera, cuando la figura magra y fatal se dobló en un ángulo, murmurándome en un inglés silabeado:

—Ya está servido el desayuno de las siete...

Yo no quería el desayuno de las siete, y me fui a dormir.


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11 págs. / 20 minutos / 34 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Un Poco de Ciencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Solía yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito donde mi madre —cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado— me obligaba a residir. El sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía romana. Famoso y ensalzado en su provincia, le conocían muchos académicos de Madrid y algunos alemanes. Había publicado o, al menos impreso, un folleto sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo, y otro sobre Un sarcófago que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que aumentaron la consideración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre. Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas, que no pudieron humanamente evitarlo.

He notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a una especialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna. Bajo el Renacimiento, el sabio es todo lo contrario: el «varón de muchas almas», la enciclopedia encuadernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de sabio es menester encerrarse en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse la papeleta correspondiente a esta casilla, se está dispensado hasta de saber el nombre de las casillas restantes. El que es sabio en monedas árabes, verbigracia, puede, sin mengua de su sabiduría, ignorar si hubo moneda en los demás países del mundo.


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Dominio público
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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Pobre Hombre Rico o el Sentimiento Cómico de la Vida

Miguel de Unamuno


Cuento


Dilectus meus misit manum suam Per foramen, et venter meus intremuit ad tactum eius.

Cantica Canticorum, V, 4.

I

Emeterio Alfonso se encontraba a sus veinticuatro años soltero, solo y sin obligaciones de familia, con un capitalino modesto y empleado a la vez en un Banco. Se acordaba vagamente de su infancia y de cómo sus padres, modestos artesanos que a fuerza de ahorro amasaron una fortunita, solían exclamar al oírle recitar los versos del texto de retórica y poética: “¡Tú llegarás a ministro!” Pero él, ahora, con su rentita y su sueldo no envidiaba a ningún ministro.

Era Emeterio un joven fundamental y radicalmente ahorrativo. Cada mes depositaba en el Banco mismo en que prestaba sus servicios el fruto de su ahorro mensual. Y era ahorrativo, lo mismo que en dinero, en trabajo, en salud, en pensamiento y en afecto. Se limitaba a cumplir, y no más, en su labor de oficina bancaria, era aprensivo y se servía de toda clase de preservativos, aceptaba todos los lugares comunes del sentido también común, y era parco en amistades. Todas las noches al acostarse, casi siempre a la misma hora, ponía sus pantalones en esos aparatos que sirven para mantenerlos tersos y sin arrugas.

Asistía a una tertulia de café donde reía las gracias de los demás y él no se cansaba en hacer gracia. El único de los contertulios con quien llegó a trabar alguna intimidad fué Celedonio Ibáñez, que le tomó de “¡oh amado Teótimo!” para ejercer sus facultades. Celedonio era discípulo de aquel extraordinario Don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón de quien se dió prolija cuenta en nuestra novela Amor y Pedagogía.


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31 págs. / 54 minutos / 210 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Un Peón

Horacio Quiroga


Cuento


Una tarde, en Misiones, acababa de almorzar cuando sonó el cencerro del portoncito. Salí afuera, y vi detenido a un hombre joven, con el sombrero en una mano y una valija en la otra.

Hacía cuarenta grados fácilmente, que sobre la cabeza crespa de mi hombre obraba como sesenta. No parecía él, sin embargo, inquietarse en lo más mínimo. Lo hice pasar, y el hombre avanzó sonriendo y mirando con curiosidad la copa de mis mandarinos de cinco metros de diámetro, que, dicho sea de paso, son el orgullo de la región y el mío.

Le pregunté qué quería, y me respondió que buscaba trabajo. Entonces lo miré con más atención.

Para peón, estaba absurdamente vestido. La valija, desde luego de suela, y con lujo de correas. Luego, su traje, de cordero marrón sin una mancha. Por fin las botas; y no botas de obraje, sino artículo de primera calidad. Y sobre todo esto, el aire elegante, sonriente y seguro de mi hombre.

—¿Peón él...?

—Para todo trabajo —me respondió alegre—. Me sé tirar de hacha y de azada... Tengo trabalhado antes de ahora no Foz—do—Iguassú; e fize una plantación de papas.

El muchacho era brasileño, y hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués—español—guaraní, fuertemente sabrosa.

—¿Papas? ¿Y el sol? —observé—. ¿Cómo se las arreglaba?

—¡Oh! —me respondió encogiéndose de hombros—. O sol no hace nada... Tené cuidado usted de mover grande la tierra con a azada... ¡Y dale duro a o yuyo! El yuyo es el peor enemigo de la papa.

Véase cómo aprendí a cultivar papas en un país donde el sol, a más de matar las verduras quemándolas sencillamente como al contacto de una plancha, fulmina en tres segundos a las hormigas rubias y en veinte a las víboras de coral.

El hombre me miraba y lo miraba todo, visiblemente agradado de mí y del paraje.


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20 págs. / 35 minutos / 432 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Parecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la entablamos en aquella especie de senadillo de gentes al par desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas a un tiempo atractivos e insolubles; y siempre —aunque no escaseaban las disertaciones— quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire, chiste y garabato, o el arte del tocador, o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia… Y el original de Donato Abréu, que solía escuchar callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:

—La belleza no es nada.

Acostumbrados a sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y fue así:

—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca a los presentes una oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, adorno… Todo eso estaba en nuestra retina… , y en ninguna parte más.

—¡Vaya una gracia! —exclamamos—. Si empieza usted por dejarnos ciegos…

—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, ¿supongo que se trata de la belleza femenil?

—¡Ah pícaro! —protestó el escultor—. ¡Se refugia usted ahí… , porque es donde menor refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale cegarnos. Acuérdese usted de aquel que, privado de la vista, admiraba con las yemas de los dedos el torso de una estatua griega…


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Padre de Familia

Antón Chéjov


Cuento


Lo que voy a referir sucede generalmente después de una pérdida al juego o una borrachera o un ataque de catarro estomacal. Stefan Stefanovitch Gilin despiértase de muy mal humor. Refunfuña, frunce las cejas, se le eriza el pelo; su rostro es cetrino; diríase que le han ofendido o que algo le inspira repugnancia. Vístese despacio, bebe su agua de Vichy y va de una habitación a otra.

—Quisiera yo saber quién es el animal que nos cierra las puertas. ¡Que quiten de ahí ese papel! Tenemos veinte criados, y hay menos orden que en una taberna. ¿Quién llama? ¡Que el demonio se lleve a quien viene!

Su mujer le advierte:

—Pero si es la comadrona que cuidaba a nuestra Fedia.

—¿A qué ha venido? ¿A comer de balde?

—No hay modo de comprenderte, Stefan Stefanovitch; tú mismo la invitaste, y ahora te enfadas.

—Yo no me enfado; me limito a hacerlo constar. Y tú, ¿por qué no te ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y disputando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días enteros en la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia de carga, y la mujer, la compañera de la vida, permanece sentada como una muñequita; no se dedica a nada; sólo busca la ocasión de querellarse con su marido. Es ya tiempo que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah! ¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?

—Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando te duele el hígado.

—¿Quieres buscarme las cosquillas?

—¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?

—Aunque fuera así, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo rendir cuentas a quienquiera que sea. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí pertenecen. ¿Lo entiende usted?, me pertenece.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Obispo en el Atolladero

Marqués de Sade


Cuento


Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de las blasfemias. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.

A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las “b” y a las “f” pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers, su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.

—Monseñor —exclamó al fin el cochero, a punto de estallar—, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso.

—¿Y por qué no? —contestó el obispo.

—Porque es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo permite.

—Bueno, bueno —contestó el obispo, zalamero, santiguándose—, blasfema, pues, hijo mío, pero lo menos posible.

El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo… y llegan sin novedad.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Nuevo Caso de Marriage en Trois

Pablo Palacio


Cuento


Habían quedado con las bocas muy juntas, acariciándose, cuando de improviso Elvira se puso en pie de un salto; hacía ascos y escupía.

—¡Ay!… ¡Ay!… ¡Jesús!

Don Antonio, sin preocuparse, conociendo que las mujeres hacen aspavientos por nada, preguntó entre dientes, arrebujándose entre las sábanas:

—A ver, hijita, veamos: ¿qué pasó?

Ella se horrorizaba cada vez más, acentuando su mohín asustado.

—¡La mosca, por Dios, la mosca! Se nos ha metido entre las bocas.

Entonces el Maestro se estremeció levemente: había sentido un suave cosquilleo que le avanzaba por los labios; luego le saltó a la frente y bajó de prisa por el perfil de la nariz; por último, algo voluminoso que aleteaba con furia invadió sin compasión una de las ternillas y zumbando dio con su cuerpo por todas aquellas escondidas cavidades. Recoledo se sentó bruscamente sobre el lecho y estornudó con fuerza. ¡Qué barbaridad! Entre sus brazos sudorosos estrechaba una tibia almohada y a su lado no había nadie.

Al recordar los pasajes ardientes de su sueño, tuvo vergüenza de sí mismo y si en ese momento viera a Elvira, seguramente le habría pedido perdón de rodillas. ¡Era un insulto profanarla así, en sueños, cuando ni siquiera se habría atrevido a confesarle su amor al estar junto a ella!… En fin, era hombre y débil… ¿qué le iba a hacer?…

Con el dedo meñique empezó a escarbarse pensativamente las narices y con el índice de la otra mano se restregaba los ojos. ¡Que no supiera nadie que un hombre tan serio como él disparataba a oscuras de esa manera!

Antonio Recoledo era un individuo bajito, rechoncho y algo miope. Cuando salía a la calle usaba siempre sombrerito hongo, lentes y ropa negra de medio uso. Tendría unos cuarenta años y ya era célebre.


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Publicado el 19 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

Un Noviazgo

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

No sé cómo se llama la calle, mejor dicho, calleja; sólo sé que es una de tantas como se encuentran en el Madrid viejo: su empedrado, de guijas puntiagudas, es de los más primitivos é incómodos; las aceras las forman losas desgastadas, rotas, hendidas; las fachadas de las vetustas casas ofrecen un tono de ocre sucio.

El sol jamás acaricia esta callejuela, desde donde se ve el cielo como un jirón. La luz cae desmayada, y á todas horas, y en todos los momentos, reina un ambiente de melancolía y de sordidez que angustia. Los pasos del transeúnte resuenan lo mismo que en una caverna en esta vía siempre solitaria, en la cual sus vecinos pueden cómodamente estrecharse las manos de balcón á balcón, y fisgonear cuanto ocurre en el domicilio ajeno.

Una tarde, al pasar por la calleja, me sorprendió ver asomada al balcón de un primer piso á una preciosa muchacha, tipo neto de madrileña, con ojos que se abrían ensoñadores en su rostro pálido, de líneas suaves y correctas; cerca de la comisura de los labios, pétalos de rojo clavel, destacábase un lunar.

Seguí mi camino, y sin saber por qué, la loca de la casa —loca de remate en los que gustamos de «sorprender» historias de almas— se entregó á divagaciones acerca de la causa harto pueril de que se asomara al balcón en un sitio como aquél una joven como la del lunar.


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Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Un Normando

Guy de Maupassant


Cuento


Acabábamos de dejar a Ruán y marchábamos a trote largo por la carretera de Jumiéges. El coche avanzaba ligero, cruzando praderas; al empezar a subir la cuesta de Cantaleu, el caballo se puso al paso.

Se descubre desde allí uno de los espléndidos panoramas del mundo. A nuestras espaldas, Ruán, la ciudad de las iglesias y de las torres góticas, cinceladas con minuciosidad de figurillas de marfil; delante, Saint—Sever, el barrio de las fábricas, que yergue al cielo sus mil chimeneas humeantes frente por frente de las mil torrecillas sagradas de la vieja ciudad. Aquí, la flecha de la catedral, cúspide de la más elevada de los monumentos humanos, y allá, la "bomba de Fuego", de "El Rayo", su rival, tan gigantesca como ella, y que sobrepasa en un metro a la más alta de las pirámides de Egipto.

Frente a nosotros se alargaba el Sena, ondulante, salpicado de islas, costeado a la derecha por blancas escarpas que corona un bosque, y a la izquierda por praderas anchísimas, que también limitan un bosque, allá al fondo, muy lejos.

De trecho en trecho, grandes barcos anclados a lo largo de las riberas del ancho río. Tres enormes vapores desfilaban uno tras otro rumbo al Havre; y un rosario de embarcaciones, formado por un buque de tres palos, dos goletas y un bergantín, subía río arriba, hacia Ruán, arrastrado por un pequeño remolcador que despedía una humareda negra.

Mi acompañante, natural de la región, no se molestaba siquiera en mirar tan extraordinario paisaje; se limitaba a sonreír; parecía estar gozando de antemano con otra cosa. Y de pronto exclamó:

—Va usted a ver en seguida una cosa curiosa: la capilla de San Mateo. Eso sí que es gloria pura, amigo mío.

Lo miré con sorpresa, y él siguió diciendo:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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