Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento | pág. 29

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etiqueta: Cuento


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Un Millar de Muertes

Jack London


Cuento


Había estado en el agua aproximadamente una hora, y el frío y el cansancio, aunados al terrible calambre en el muslo derecho, me hacían pensar que había llegado mi fin. Luchando vanamente contra la poderosa marea descendente, había contemplado la enloquecedora procesión de las luces costeras, pero ya había dejado de luchar con la corriente y me contentaba con los amargos recuerdos de mi vida malgastada, ahora cercana a su fin.

Había tenido la suerte de descender de un buen linaje inglés, pero de padres cuya fortuna en las bancas excedía en mucho sus conocimientos de la naturaleza y educación de los hijos. Aunque nacido con una cuchara de plata en la boca, la bendita atmósfera del círculo hogareño me era desconocida. Mi padre, un hombre culto y reputado anticuario, no dedicaba su atención a la familia, sino que estaba constantemente perdido en medio de las abstracciones de su estudio mientras que mi madre, más famosa por su belleza que por su buen sentido, se sentía satisfecha con las adulaciones de la sociedad en la que parecía permanentemente sumergida. Pasé la habitual rutina de la enseñanza primaria y media como cualquier otro muchacho de la burguesía inglesa y, a medida que los años incrementaban mi fuerza y mis pasiones, mis padres se dieron cuenta, de pronto, de que yo poseía un alma inmortal, y trataron de poner riendas a mis ímpetus. Pero era demasiado tarde; perpetré la más audaz y descabellada locura y fui desheredado por mi familia y condenado al ostracismo por la sociedad a la que había ultrajado tanto tiempo. Con las mil libras que me dio mi padre, con la promesa de no volverme a ver ni a suministrarme más dinero, obtuve un pasaje de primera clase rumbo a Australia.


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12 págs. / 22 minutos / 61 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Miembro del Comité del Terror

Thomas Hardy


Cuento


Habíamos estado hablando de las glorias georgianas de nuestro anticuado balneario, que ahora, con sus resistentes edificios bermejos de oscuro ladrillo, estilo ochocientos, parece la acera de una calle de Soho o Bloomsbury transportada a la costa, y arranca una sonrisa al moderno turista, que no aprecia la solidez de construcción. El escritor, muy joven, asistía como mero oyente. La conversación derivó de temas generales a lo particular, hasta que la anciana señora H., que a los ochenta años conservaba perfecta la memoria que había tenido toda su vida, nos interesó unánimemente con la manifiesta fidelidad con que repitió una historia que le había sido relatada muchas veces por su madre, cuando nuestra anciana amiga era una niña; un drama doméstico muy relacionado con la vida de una conocida de su padre, cierta mademoiselle V., profesora de francés. Los incidentes ocurrieron en la ciudad cuando ésta se hallaba en el apogeo de su fortuna, por la época de nuestra breve paz con Francia de 1802 a 1803.

—La escribí en forma de historia hace algunos años, precisamente después de morir mi madre —dijo la señora H—. Está guardada ahora en mi escritorio.

—¡Léala! —dijimos nosotros.

—No —contestó ella—, hay mala luz y la recuerdo lo suficientemente bien, palabra por palabra, con adornos y todo.

No podíamos escoger, dadas las circunstancias, y ella empezó:

* * *


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16 págs. / 28 minutos / 113 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Mensaje Imperial

Franz Kafka


Cuento


El Emperador, tal va una parábola, os ha mandado, humilde sujeto, quien sois la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje; el Emperador desde su lecho de muerte os ha mandado un mensaje para vos únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado estar correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte — toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio— ante todos ellos, él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca su viaje; un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.


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1 pág. / 2 minutos / 145 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Médico Rural

Franz Kafka


Cuento


Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. de la pocilga salió una vaharanda como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.

Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.

—¿Los engancho al coche? —preguntó, acercándose a cuatro patas.

No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.

—Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa —dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.


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7 págs. / 12 minutos / 104 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Médico en el Siglo XVI

José Fernández Bremón


Cuento


El doctor don Miguel Martínez de Leyva, después de haber visitado a la esposa del conde de Villar, se disponía a marcharse, cuando al llegar a la cancela fue detenido por el secretario del conde, en su casa de Sevilla, una tarde del año 1583.

—Sea servido vuesa merced de entrar y sentarse en mi aposento, y decirme cómo está su señoría la condesa.

—Mi señora la condesa —dijo el doctor con aire grave cuando se hubo sentado— está apestada; quiero decir, que presenta todos los síntomas patognomónicos del pestífero contagio que hace tres años introdujeron en Sevilla aquellos negros que vimos andar enfermos por las calles, recién desembarcados de una galera de Portugal. Tiene dolores de cabeza, he observado en su cuerpo pintas, y está calenturienta. Todo sea a gloria y alabanza del Señor.

—Luego vuesa merced la encuentra enferma de peligro...

—No me gustan las pintas; tolero los dolores de cabeza de la señora condesa, mientras no la priven del juicio, y en cuanto a la calentura, he visto a algunos morirse de ella hablando; no han aparecido aún los tumores o landres, pero ya irán saliendo, y acaso sean tan duros que no se puedan partir a golpe de hacha.

—¿Y qué se puede hacer contra la peste?

—Lo primero es la limpieza del alma; luego, curar el cuerpo con medicinas apropiadas, y después, buena regla de vida. En cuanto a los remedios, se han de dar según la peste sea causada por corrupción del aire, de la tierra, del agua o del fuego.

—¿Y se sabe de cuál de los elementos procede esta pestilencia?


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 10 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Un Matrimonio del Siglo XIX

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No faltará algún lector que al apercibir el título de esta pequeña historia crea que voy a presentarle uno de esos matrimonios tan comunes en este siglo, en los cuales el dinero entra por todo y son un negocio como otro cualquiera. No. Voy a referirle un episodio sencillo de la vida práctica, que he visto mil veces, y el lector habrá contemplado otras mil desarrollarse ante sus ojos.

Mis héroes son dos jóvenes encantadores y dotados de los defectos y cualidades que caracterizan a este siglo; ella, un tanto descuidada e ignorante de esos detalles domésticos que forman la sabiduría de una mujer, y además curiosa y burlona; pero, en cambio, tocando admirablemente el piano y colocando con una gracia deliciosa los adornos de sus cabellos y las alhajas, que debemos confesar que las amaba con pasión, y sobre todo, si estaban formadas con esos pequeños ríos de luz que se llaman brillantes; él, un poco jugador y aficionado a hablar de política en los cafés y circos, pero lleno de distinción y elegancia, gran jinete y espadachín: tales eran Luisa y Carlos, que justo es pronunciar ya su nombre.

Efectuose su matrimonio sin esos incidentes un poco novelescos que acompañan los amores contrariados. Carlos vio a Luisa en el teatro; su elegancia, su sonrisa, aquella mano pequeñita y delicada que tan bien manejaba su microscópico abanico, todo esto, unido a un dote: no despreciable y a la conversación festiva y amena de la graciosa niña, impresionó el corazón de Carlos, y como hoy se vive un poco de prisa, el joven resolvió, para acabar pronto, pedirla a su tutor. Concediósela éste después de tomar los correspondientes informes, que llenaron al buen señor de satisfacción. Carlos era una verdadera perla: casi no tenía deudas, ni vicios muy marcados, y le bastaban doce mil reales para su sastre.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 82 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Marino

José María de Pereda


Cuento


Marino, como ustedes saben muy bien, significa genéricamente, hombre que se dedica á la navegación, que profesa la náutica, empleado en la marina, etc., etc.

Pero «un marino» en Santander, hasta hace muy pocos años, hasta que llegó á la clásica tierra de los garbanzos ese airecillo que aclimató la crinolina en Bezana y la cerveza en San Román, significaba otra cosa más concreta y determinada. «Un marino» significaba, precisamente, un joven de veinte á treinta años, con patillas á la catalana, tostado de rostro, cargado de espaldas, de andar tardo y oscilante, como buque entre dos mares, con chaquetón pardo abotonado, gorra azul con galón de oro y botón de ancla, corbata de seda negra al desgaire, botas de agua, mucha greña, y cada puño como una mandarria.

«Un marino» no era capitán, ni contramaestre, ni simplemente marinero; era, por precisión, tercero, ó examinado de segundo, ó, á lo sumo, piloto en efectividad.

Cuando estudiaba en el Instituto, no se había embarcado jamás, y, sin embargo, ya era tostado de color y cargado de hombros, y se balanceaba al andar…; en fin, ya olía á brea y alquitrán. Cualquiera diría que, como destinado á la mar, estaba construído de macho de trinquete ó de piezas de cuaderna, y no de carne y hueso como nosotros.

Entonces se llamaba náutico, y se largaba cada piña que derrengaba.

La clase de filosofía que contaba con un par de estos alumnos que sacase la cara por ella, ya se creía capaz de hacer frente á la pandilla de Cuco, el del muelle de las Naos, ó al rebaño de mozos más aguerridos de Monte.

Correrla entre nosotros, equivalía á pasar las horas de la cátedra jugando á paso en el Prado de Viñas, ó pescando luciatos en el Paredón, ó acometiendo alguna empresa inocente en el Alta.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 35 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Lego Predicador

Norberto Torcal


Cuento


Echada atrás la recia capucha, reluciente de sudor el rostro y medio cegados los ojos por la intensa vibración de aquel sol estival que con ardientes llamaradas resplandecía en un cielo sin nubes, el buen hermano lego apareció en la era guiando del ronzal al humilde asnillo, fiel compañero suyo de armas y fatigas en las tardes de verano, en que, por encargo del Padre Guardián del convento, salían por las eras á recoger las limosnas de trigo que de buena gana siempre daban aquellos honrados labradores.

Montados en los trillos de aceradas puntas, semejantes á aquellos romanos que en los amplios circos guiaban los carros de poderosas y veloces cuadrigas, dos robustos gañanes daban vueltas á la era desmenuzando la dorada mies, que bajo los cascos de las muías y los afilados hierros de los trillos, crugía con rumor estridente y seco.

—Buenas tardes, muchachos—dijo el lego, deteniéndose en un extremo de la era.

—Bienvenido, fray Ambrosio—contestó uno de los mozos, reparando en el hermano lego, que, con un gran pañuelo de rayas azules, salido de las profundidades de su inmensa manga, limpiábase el sudor de la frente.

—Se conoce que á vuestra merced le gusta tomar el fresco—fue el saludo del otro gañán, arreando la poderosa yunta que arrastraba el trillo.

Fray Ambrosio se sonrió bondadosamente y, sin contestar palabra, se puso á mirar á su al redor buscando dónde atar el asnillo, que sin pedir permiso á nadie, sin encomendarse á Dios ni al diablo, comenzó enseguida á hundir sus dientes en la parva, dispuesto á darse, no un buen verde, sino un buen amarillo aquella tarde.

—Eh, fray Ambrosio—gritó desde lejos una voz juvenil—que las cuaresmas de San Francisco deben rezar también con los burros de sus conventos.


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 24 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Un Lance Pesado

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Como a la mitad del camino que conduce de Ágreda a Tarazona y en una hondonada por la que corre un pequeño arroyo, hay una casuca de miserable aspecto, especie de barraca con honores de venta, donde los arrieros castellanos y aragoneses se detienen a echar un trago en los días de calor o a sentarse un rato a la lumbre cuando sopla el cierzo o cae una nevada. La venta no es de los lugares más seguros que digamos; las crónicas del país refieren mil y mil historietas de asaltos nocturnos, robos y muertes acontecidos en sus alrededores y sin duda alguna fraguados por los pajarracos de cuenta que aquí concurrían, y encubiertos por el antiguo ventero, hombre de tan mala vida como mal fin dicen que tuvo.

Las continuadas visitas de la Guardia Civil y el haber cambiado la venta de dueño han sido causas más que suficientes para hacer de aquellos lugares, antes temibles, uno de los pasos más seguros del camino de Tarazona. Así me lo aseguraron al menos gentes conocedoras de la comarca; pero, como suele decirse, cría fama y échate a dormir. Rara es la persona que cuando comienza a internarse en aquel barranco, donde por todas partes limitan el horizonte las quiebras del terreno y en cuyo fondo se ve la casuquilla sucia, oscura, y ruinosa y como agazapada al borde de la senda, al acecho del caminante; rara es la persona, repetimos, y sobre todo si tiene algo que perder, que no tienda a su alrededor una mirada de inquietud, y después de cerciorarse de que su escopeta está cebada y pronta, no arrima los talones a la caballería que le conduce, por aquello de que el mal paso andarlo pronto.

La primera y única vez que he llegado a aquel punto no la olvidaré nunca. Hay acontecimientos en la vida tan extraños y horribles que, si cien años viviéramos, los tendríamos siempre tan frescos en la memoria como el día que tuvieron lugar. El que voy a referir es seguramente uno.


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7 págs. / 12 minutos / 202 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Un Joven Distinguido (Visto Desde sus Pensamientos)

José María de Pereda


Cuento


I. En un cuarto de una fonda

No me digan a mí (enfrente del espejo y en ropas menores) que aquellos hombres de anchas espaldas y robusto pecho, que gastaban gabanes de acero y pantalones de hierro colado, eran el tipo de belleza varonil... Serían, todo lo más, forzudos; pero ¿elegantes?... ¡bah!... Hay que desengañarse: es mucho más hermosa la juventud de ahora... ¿Qué hay que pedir a esta pierna larga y delgada, como un mimbre?, ¿a este brazo descarnado y suelto, como si no tuviera coyunturas?, ¿y a este talle que se cimbrea?, ¿y a este pescuezo de cisne?... ¡Si no fuera por esta pícara nuez! Pero se me ha corregido mucho, y a la hora menos pensada desaparece por completo. De todas maneras, la cubriré con la barba... cuando la tenga... Y en verdad que sentiré tenerla, porque con ella perderá el cutis su frescura: ¡cuidado si es fresco y sonrosado mi cutis! ¡Si estuviera la cara un poco más llena de carnes y fueran los dientes algo más blancos y menudos!... porque con estos ojos rasgados, este bigotillo de seda y este pelo negro echado hacia atrás... ¡Qué hermosa frente tengo!... Y eso que no es muy ancha... Bien. Ahora el traje amelí de negligé. ¡Qué bien cae el pantalón sobre los pies! Me gustan estas campanas tan anchas, porque tapan los juanetes. ¡Pícaros juanetes! ¿Por qué he de tener yo juanetes como un hombre vulgar?... No sé si me ponga el sombrero de paja a la marinera, o el de fieltro. Como es por la tarde... Me decido por el de paja. No viste tanto, pero me va muy bien... Ahora los guantes de piel de Suecia, el bastón de espino ruso... Y a la calle... Vaya antes una mirada general... ¡Intachable!... ¡Cómo se nos conoce en el aire a los chicos distinguidos!... ¡Por cierto que estos provincianos de Santander tienen un afán de arrimarse a uno!... Y luego serán capaces de quejarse si se les da un desaire...


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 41 visitas.

Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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