Gricha, un muchachuelo de siete años, no se apartaba de la puerta de
la cocina, y espiaba por la cerradura. En la cocina sucedía algo
extraordinario; al menos, tal era la opinión de Gricha, que no había
visto nunca cosas semejantes. He aquí lo que pasaba.
Junto a la gran mesa en que se picaba la carne y se cortaba la
cebolla, hallábase sentado un rollizo y alto «mujik», en traje de
cochero, rojo, con una barba muy larga. Su frente estaba cubierta de
sudor. Bebía té, no directamente en la taza, sino en un platillo
sostenido con los cinco dedos de su mano derecha. Mordía el azúcar, y
hacía, al morderlo, un ruido que escalofriaba a Gricha.
Frente a él, sentada en una silla, se hallaba la vieja nodriza
Stepanovna. Bebía también té. La expresión de su rostro era grave y
solemne. La cocinera Pelageya trasteaba junto al hornillo, y estaba,
visiblemente, muy confusa. Por lo menos, hacía todo lo posible por
ocultar su rostro, en extremo encarnado, según los atisbos de Gricha.
En su turbación, ya cogía los cuchillos, ya los platos haciendo
ruido, y no podía estarse quieta ni sabía qué hacer de toda su persona.
Evitaba mirar a la mesa, y si le dirigían una pregunta, respondía con
voz severa y brusca, sin volver siquiera la cabeza.
—¡Pero tome usted un vasito de «vodka»—decía la vieja nodriza al cochero—. Sólo toma usted té.
Había colocado ante él una botella de «vodka» y un vasito, poniendo una cara muy maliciosa.
—Se lo agradezco a usted; no bebo nunca—respondió el cochero.
—¡Qué cosa más rara! Todos los cocheros beben... Además, usted es
soltero y no tiene nada de particular que, de vez en cuando, se beba un
vasito. ¡Se lo ruego!
El cochero, con disimulo, lanzó una mirada a la botella; luego a la cara maliciosa de la nodriza, y se dijo:
—Te veo venir, vieja bruja; quieres saber si soy bebedor. No, vieja, no caeré en tu trampa.
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