Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento | pág. 41

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etiqueta: Cuento


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¡U-á… U-á!

Iván Turguéniev


Cuento


Yo vivía entonces en Suiza… Era muy joven, tenía mucho amor propio y estaba muy solo. Yo vivía de modo penoso, sin júbilo. Sin haber visto nada aún, ya me aburría, agotaba y enojaba. Todo en la tierra me parecía ínfimo y trivial, y, como sucede a menudo con los hombres muy jóvenes, acariciaba con malicia secreta la idea del… suicidio. “Les probaré… me vengaré…” —pensaba… ¿Pero qué probar? ¿Qué vengar? Eso yo mismo no lo sabía. En mí, simplemente, se fermentaba la sangre, como el vino en un recipiente taponeado… y me parecía, que debía dejar que se derramara ese vino al exterior, y que era hora de romper el recipiente que lo constreñía… Byron era mi ídolo, Manfredo mi héroe.

Una vez, al atardecer, yo, como Manfredo, decidí dirigirme allí, a la cima de la montaña, por encima de los glaciares, lejos de los hombres, allí donde no había, incluso, vida vegetal, donde se apilaban solo peñascos muertos, donde se helaba todo sonido, ¡donde no se oía, incluso, el rugido de la cascada!

¿Qué intentaba hacer allí?… yo no sabía… ¡¿Acaso terminar con mi vida?!

Yo me dirigí…

Anduve largo tiempo, primero por un camino, después por un sendero, subía más alto… más alto. Ya hacía tiempo que había pasado las últimas casas, los últimos árboles… Las piedras, solo piedras había alrededor; una nieve cercana, pero aún invisible, soplaba hacia mí un frío áspero; por todas partes, en masas negras, avanzaban las sombras nocturnas.

Yo me detuve, finalmente.

¡Qué silencio terrible!

Era el reino de la muerte.

Y yo estaba solo allí, un hombre vivo, con toda su pena arrogante, desolación y desprecio… Un hombre vivo, consciente, que se había alejado de la vida y no deseaba vivir. Un terror secreto me helaba, ¡pero yo me imaginaba grandioso!..

¡Un Manfredo, y basta!


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Tula Varona

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Los perros de raza, iban y venían con carreras locas, avizorando las matas, horadando los huecos zarzales, y metiéndose por los campos de centeno con alegría ruidosa de muchachos. Ramiro Mendoza, cansado de haber andado todo el día por cuetos y vericuetos, apenas ponía cuidado en tales retozos: con la escopeta al hombro, las polainas blancas de polvo, y el ancho sombrerazo en la mano, para que el aire le refrescase la asoleada cabeza, regresaba a Villa-Julia, de donde había salido muy de mañana. El duquesito, como llamaban a Mendoza en el Foreigner Club, era cuarto o quinto hijo de aquel célebre duque de Ordax que murió hace algunos años en París completamente arruinado. A falta de otro patrimonio, heredara la gentil presencia de su padre, un verdadero noble español, quijotesco e ignorante, a quien las liviandades de una reina dieron pasajera celebridad. Aún hoy, cierta marquesa de cabellos plateados —que un tiempo los tuvo de oro, y fue muy bella—, suele referir a los íntimos que acuden a su tertulia los lances de aquella amorosa y palatina jornada.

El duquesito caminaba despacio y con fatiga. A mitad de una cuestecilla pedregosa, como oyese rodar algunos guijarros tras sí, hubo de volver la cabeza. Tula Varona bajaba corriendo, encendidas las mejillas, y los rizos de la frente alborotados.

—¡Eh! ¡Duque! ¡Duque!… ¡Espere usted, hombre!

Y añadió al acercarse:

—¡He pasado un rato horrible! ¡Figúrese usted, que unos indígenas me dicen que anda por los alrededores un perro rabioso!

Ramiro procuró tranquilizarla:

—¡Bah! No será cierto: si lo fuese, crea usted que le viviría reconocido a ese señor perro.

Al tiempo que hablaba, sonreía de ese modo fatuo y cortés, que es frecuente en labios aristocráticos. Quiso luego poner su galantería al alcance de todas las inteligencias, y añadió:

—Digo esto porque de otro modo quizá no tuviese…


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11 págs. / 19 minutos / 207 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Tu Llanto y mi Risa

Felipe Trigo


Cuento


¿Te acuerdas?

Era como hoy. Un capricho, un enojo de tus celos de vanidosa.

Era cualquier mañana, quizá hermosa y sonriente, en que yo, mirando un rayo de sol y contemplando el cielo, esperaba, tras los ensueños dulces de la noche, a que las vidrieras de tu cuarto se entreabriesen mostrándome en la gloria de tu faz la alborada de mi alma. Tú perezosa, yo impaciente, a veces con miedo de turbar tu sueño, entraba de puntillas hasta el lecho. Dormías. Te besaba en los ojos y estremeciéndote como en una convulsión, me volvías la espalda sin mirarme, sin hablar, rebujándote hasta la frente en la seda azul y en los encajes.

¡El enfado!

¿Hablarte?... inútil. ¿Besarte más, en el cuello, en la oreja, en el nudo de oro de tu pelo? Cada beso era una descarga eléctrica para aumentar tu rabia.

¿Qué tenías? Bah, cualquier motivo insignificante e injusto, que me manifestabas al fin seco apóstrofe de desprecio, con tenacidad convencida de histérica, rebelde a toda explicación. La intentaba yo, aunque sabía su ineficacia de antemano, y herido luego en la grandeza de mi cariño por las pequeñeces de tu espíritu de mujer, me alejaba de ti y de tu cuarto, altivo como tú, pero más triste...


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3 págs. / 5 minutos / 38 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tropiquillos

Benito Pérez Galdós


Cuento


I

Finalizaba Octubre. Agobiado por la doble pesadumbre del dolor moral y de la cruel dolencia que me aquejaba, arrastreme lejos de la ciudad ardiente, buscando un lugar escondido donde arrojarme como ser inútil, indigno de la vida, para que nadie me interrumpiese en mi única ocupación posible, la cual era contemplar mi propia decadencia y verme resbalar lento, mas sin tregua ni esperanza, hacia la muerte.

Los campos eran para mí más tristes que el cementerio. Habíanme dicho los médicos: «Te morirás cuando caigan las hojas» y yo las veía palidecer y temblar en las ramas cual contagiadas de mi fiebre y de mi temor.


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14 págs. / 24 minutos / 387 visitas.

Publicado el 22 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Triunfo Amargo

Javier de Viana


Cuento


A José R. Gómez.


Hacía más de cuatro años que Fausto Vera viajaba por Europa, estudiando á veces, recreándose en ocasiones, aburriéndose casi siempre, cuando recibió aviso telegráfico del repentino fallecimiento de su padre.

Inmediatamente hizo sus preparativos, y un mes después estaba de regreso. Á su llegada á Buenos Aires se aisló, substrayéndose á sus numerosas relaciones, y, apenas concluidos los trámites de la testamentaría, se largó á su estancia de Entre Ríos.

El capataz y los peones que fueron á esperarlo á la estación con un breack y un carrito, previendo copioso equipaje que transportar, sufrieron una desilusión. Fausto sólo llevaba consigo una pequeña valija, una escopeta y dos perros.

Durante la primera semana rehuyó ocuparse del establecimiento. Substituyó el zapato por la bota, el pantalón por la bombacha, el jacquet por el ponchito. Antes del amanecer estaba en el galpón, y después de cimarronear copiosamente en franca camaradería con los peones, ensillaba él mismo su caballo y se largaba al campo con su escopeta y con sus perros. Experimentaba satisfacción inmensa volviendo á recorrer las lomas y las hondonadas, los dorados esteros, las verdes embalsadas, las plácidas lagunas y los boscosos potriles, toda aquella naturaleza bella, fuerte, virgen y calcinada por el sol que había adobado su juventud.

Sentía como una imperiosa necesidad de deseuropeizarse, de expulsar del alma los clisés ahumados, los paisajes gríseos, las impresiones penosas de sociedades enormemente viejas y gastadas que durante años le habían obscurecido y desnaturalizado su yo, en cuya reconquista afanábase.


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2 págs. / 3 minutos / 29 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¡Triunfante!

Carmen de Burgos


Cuento


La luz del crepúsculo empezaba á envolver la tierra en suave melancolía.

Aun guardaba el horizonte por el Oeste los colores vivos que dan á las nubes los últimos rayos del sol. Parecía quedar en el cielo una herida roja que marcaba el sitio por donde se había hundido el gran vivificador de la Naturaleza. Se veían caer las sombras sobre los regueros de luz, como si allá en lo alto fueran tendiendo un cendal gris sobre la ciudad. El cielo, cenizoso en el centro, tenía color de pizarra al Este, y por Poniente tiras rojas ó moradas iban esfumándose como jirones de un velo, y dejaban ver por sus rasgaduras profundidades de azul entre un triste color violeta.

Era el crepúsculo sombrío de Toledo, de la ciudad silenciosa y fantástica, donde aun gime el alma árabe en las mezquitas convertidas en santuarios. Pasaba el Tajo cerca de sus muros, lentamente, mansamente, arrastrando hacia el extranjero sus aguas terrosas, hundido en su cauce, sin la arrogancia antigua, como si murmurase una elegía por el recuerdo de las ninfas que tejían coronas y telas de oro á sus riberas.

De los agujeros de las altas torres, de los muros de viejos palacios, salían bandadas de aviones y murciélagos que entrecruzaban sus vuelos en el aire.

Pasaban los primeros altos, como flechas negras, con las alas abiertas é inmóviles al parecer; volaban rectos, siempre cabeza abajo, y partían de pronto su camino en líneas quebradas y giros vertiginosos. Se abatían los murciélagos hasta dejar ver sus cabezas de aspecto humano, con sus orejillas ratoniles y la mueca burlona de sus dientecitos, batiendo las débiles alas cartilaginosas como pedazos de trapo que mueve el aire.


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7 págs. / 13 minutos / 128 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

Triple Drama

Javier de Viana


Cuento


Estaba obscureciendo cuando don Fidel regresó de su gira por el campo. Los peones que mateaban en el galpón y lo vieron acercarse al lento tranco de su tordillo viejo,—ya casi blanco de puro viejo,—observaron primero el balanceo de las gruesas piernas, luego la inclinación de la cabeza sobre el pecho, y, conociéndolo a fondo, presagiaron borrasca.

—Pa mí que v'a llover—anunció uno.

—Pa mí que v'a tronar,—contestó otro; y Sandalio, el capataz, muy serio, con aire preocupado, agregó:

—Y no será difícil que caigan rayos.

Casi todos ellos, nacidos y criados en el establecimiento, casi todos ellos hijos y nietos de servidores de los Moyano, conocían perfectamente a don Fidel.

Grandote, panzudo, barbudo, tenía el aspecto de un animal potente, inofensivo para quien no le agrediera, temible para quien se permitiese fastidiarlo.

Fué siempre liso como badana y límpido cual agua de manantial. Habitualmente, recias carcajadas hacían estremecer el intrincado bosque de sus barbas, como se estremecen alegres los pajonales, cuando en el bochorno estival, la fresca brisa vespertina, mojada en agua del río, hace cimbrar con su risa las lanzas enhiestas, enclavadas en el cieno del bañado.

Empero, al llegar a la cincuentena, cuando murió su mujer de una manera trágica y algo misteriosa, el carácter de don Fidel cambió en forma sensible.

Normalmente era el mismo de antes, bondadoso y justo, severo, pero ecuánime; mas, de tiempo en tiempo y sin causa aparente, tornábase irascible, violento y atrabiliario, lanzando reproches infundados y sosteniendo ideas absurdas, al solo objeto de que los inculpados se defendiesen, o los interpelados le contradijeran, para exacerbarse, montar en cólera y desatarse en denuestos y amenazas.

Pasada la crisis, volvía a ser el hombre bueno, más suave que maneador bien sobado y bien engrasado con sebo de riñonada.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Tres Senas, Dos Ases

Abraham Valdelomar


Cuento


A mi amigo Rafael Marquina

I

Dos amigos me fueron presentados esa noche bajo la luz violeta del Manhattan, en Nueva York: Archibald Scheefer e Irving Winder. Desde el primer instante, toda mi atención fue dedicada a Irving. Era un tipo de estudio. Bien sabéis cuán difícil es encontrar en un tipo caucásico una cara interesante. Siendo común encontrar en los tipos morenos espíritus pensativos, es raro hallarlos entre los hombres blancos. Sólo en los tipos que han nacido bajo el sol y se han criado en la perezosa molicie de los trópicos o en los arenales, se enseñorea un espíritu. Los climas fríos no dejan pensar a los hombres porque hacen trabajar demasiado a los músculos.

Sin embargo, Irving tenía un raro tipo pensativo. Me pareció tan desoladamente triste, que llegó a preocuparme y me propuse desentrañar el misterio de su tristeza, rompiendo la valla de su madurez. El mozo nos había servido manzanas. En el gran comedor, las mujeres ostentaban sus senos y sus amantes con discreción. Cruzábanse los garçons, oíase a menudo destapar el champagne y la música modelaba a media voz un turkey trot. Invité a almorzar a Irving para el día siguiente, en Coney Island. Iríamos en auto. Nos despedimos. En efecto, a la hora precisa el auto de Irving se detenía en el Wotham Hotel, y juntos con dirigirnos hacia Coney Island. Atravesamos las avenidas congestionadas, los edificios colosales huían a nuestro paso, y por fin, pasado el puente de Brooklyn, entramos en aquella maravillosa avenida de abetos que sombrean la asfaltada carretera que conduce a la playa infantil de Coney Island. Allí elegimos un hotel que da al mar, y en una especie de recodo conversamos largamente lo que os voy a referir.


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19 págs. / 33 minutos / 300 visitas.

Publicado el 8 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Tres Muertes

León Tolstói


Cuento


Era en otoño. Por la gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. En el primero viajaban dos mujeres. Una era el ama: pálida, enferma. La otra, su criada: gorda y de sanos colores. Con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de arreglar los cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su pecho erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. El sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. Los pies de ésta descansaban sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y chocaban a cada sacudida, a compás con el ruido de los muelles y la trepidación de los vidrios.

La clama se mecía débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las manos puestas en las rodillas. Fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. Estaba tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba enredado un pañolón azul. Una raya perfectamente recta dividía debajo de la corta sus cabellos rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé qué sequedad extraña en la blancura de esa raya.

La tez ajada y amarillenta habla aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo las mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín. Tenía los labios resecos e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. Y sobre el pecho hundido caía en pliegues rectos la bata de viaje. Su rostro revelaba, a pesar de tener los ojos cerrados, cansancio, exasperación y prolongado sufrimiento.

El lacayo, apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. A su lado, el cochero gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia el otro coche.


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16 págs. / 28 minutos / 133 visitas.

Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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