Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento | pág. 55

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etiqueta: Cuento


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Sin Pasión

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le desbarataba los recursos empleados siempre con tanto provecho…, se acabó; no había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.

—¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la verdad? —preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo—. Confiese que se encontraba…, vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia…

—No, señor. ¡Ni por soñación! —exclamó sinceramente el criminal—. Pero… ¿qué iba yo a andar namorao de la pobre de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas? Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arrimo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.

El abogadito, de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años, relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo también no mentía. Acostumbraba Fuentes explicárselo todo o casi todo por la atracción que ejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, y sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de zapatero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.


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4 págs. / 7 minutos / 138 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Sin Pasar por la Vicaría

Rudyard Kipling


Cuento


Antes de primavera coseché las ganancias del otoño;
a destiempo mi campo se vistió de grano blanco.
Y a mi pena le confió el año sus secretos.
Desflorada y forzada, una estación enferma a la otra sucedía,
dio misteriosamente la abundancia paso a la escasez;
vi llegar el ocaso antes de que otros contemplaran el día,
yo, que sé demasiado de lo que no debiera.

BITTER WATERS

I

—Pero ¿y si fuera niña?

—No, por Dios. Tantas noches he rezado y tantas ofrendas he enviado al altar de Sheij Badl, que estoy segura de que Dios nos dará un hijo… un varón que se convertirá en un hombre. Debes estar contento. Mi madre será su madre hasta que yo pueda ocuparme de él, y el mullah de la mezquita pastún anunciará su nacimiento… ¡Dios quiera que nazca en hora auspiciosa! Y entonces tú nunca te cansarás de mí, tu esclava.

—¿Desde cuándo eres tú una esclava, mi reina?

—Desde el principio… desde que esta bendición vino a mí. ¿Cómo podía estar segura de tu amor, sabiendo que me habías comprado con plata?

—No; eso fue la dote que le pagué a tu madre.

—Que la enterró y se pasa el día entero sentada encima de ella, como una gallina clueca. ¡Qué dices de dote! Me compraste como a una bailarina de Lucknow, no como a una muchacha.

—¿Y lamentas la compra?

—Lo he lamentado; pero ahora estoy contenta. ¿Verdad que nunca dejarás de amarme? Di, mi rey.

—Nunca… nunca. No.

—¿Ni siquiera cuando las mem-log, las mujeres blancas de tu propia sangre, te ofrezcan su amor? Recuerda que las he visto pasar en coche por las tardes, y son muy hermosas.

—Y yo he visto centenares de cometas. Y he visto la luna; y ya no quiero ver más cometas.

Amira aplaudió y rió.


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28 págs. / 49 minutos / 54 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Sin Papel Sellado

Javier de Viana


Cuento


Don Carlos Barrete y don Lucas García fueron amigos desde la infancia.

Sus padres eran hacendados linderos.

Andando el tiempo, los viejos murieron y Carlos y Lucas los reemplazaron al frente de sus respectivos establecimientos.

La amistad continuó, acrecentada, por los vínculos espirituales contraídos por múltiples compadrazgos. Don Carlos era padrino de casi todos los hijos de don Lucas y éste de los de aquél.

Bastante ricos ambos, ocurrió que a Barrete empezó a perseguirlo la mala suerte: destrozos de temporales, epidemias, negocios ruinosos...

Cierto día llegó a casa de su amigo con aire preocupado. Conversaron; conversaron sobre cosas sin importancia, sin valor, sin trascendencia. Pero García notó, sin dificultad, que aquél había ido con un objeto determinado y que no se atrevía a abordarlo.

Y díjole:

—Vea, compadre: colijo que usté tiene que hablarme de algo de importancia. Vaya desembuchando, no más, qu'entre amigos y personas honradas se debe largar sin partidas.

Y García, desnudando su conciencia como quien desnuda el cuerpo para tirarse a nado en arroyo crecido, dijo:

—Adivinó, compadre. M'encuentro en un apuro machazo. Usté sabe que donde hace unos años el viento m’está soplando ’e la puerta... Tengo que levantar una apoteca y vengo a ver si usté...

—¿Cuanto?

—La suma es rigularcita.

—¡Diga no más!

—Cuatrocientas onzas.

—¡Como si me hubiese vichao el baúl! Casualmente hace cinco días vendí una tropa ’e novillos, y mas o menos esa es la mesma cantidá que tengo. Espere un ratito.

Salió don Lucas y volvió a poco trayendo en nn pañuelo de yerbas las onzas solicitadas.

El visitante vació en el cinto las monedas, sin contarlas.

Ni él ni su amigo hablaron de documentos. Entre esos hombres ningún documento valía más que la palabra de hombre honrado.


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1 pág. / 2 minutos / 19 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Sin Palo ni Piedra

Javier de Viana


Cuento


Es el Pipirí un arroyuelo insignificante, plácido, casi lampiño y que da la impresión de un joven exangüe, agobiado por un mal constitucional incurable.

Sobre el llano, de muy leve declive, las aguas blanquísimas parecen inertes, tan grande es la pereza con que van marchando hacia la confluencia. Se diría que expresamente dilatan el término inevitable de su apacible andar, horrorizadas con la perspectiva de mezclarse a las masas briosas del gran río, que, en impetuoso galope van a choca con las duras aguas marinas.

En sus márgenes, vénse, de trecho en trecho, raros bosquecillos de sauce, que acrecientan la melancólica fisonomía del paisaje.

A un centenar de varas del arroyo, hay una casita de muros muy blancos y de techos de teja ensombrecida por la acción del tiempo.

Al frente se yergue, como celoso guardián, un opulento paraíso; y tras un modesto jardincillo, se extiende la huerta, con escasos árboles frutales, viejos también, casi improductivos. Una lujuriosa madreselva, de ramas gruesas, negras, nudosas, se eleva, retorciéndose hasta el alero de la techumbre y se desparrama por la fachada, prediéndose a los barrotes de las rejas de las ventanas.

Un gran silencio reina de continuo en aquella casa, que parece estar en duelo o habitada por algún enfermo grave. Hasta el viejo perro canelo que dormita junto a la puerta principal, cumple sus deberes de guardián anunciando la aproximación de los forasteros con discreto y apagado ladrido...

En una tarde de otoño, cuyo cielo pálido aumentaba la melancolía del lugar, una joven paisana, extremadamente bella, sentada en un rústico banquito, al pie del paraíso, cosía.


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3 págs. / 6 minutos / 21 visitas.

Publicado el 17 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Sin Lápida...

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


En lo alto de la loma, estaba el cementerio de piedra, con partes de su muro derruidas. Varias cruces de hierro y de madera rústica sobresalían de los escombros, rodeadas de cardos y cicutas. Dos o tres túmulos en forma de templetes, con sus puertas ya sin verjas, alzándose entre esos símbolos y esas hierbas, enseñaban a trozos desnudo el ladrillo, y en las grietas, ramajes de gramilla y musgo. Un féretro viejo, con míseros despojos, sin tapa, se veía casi volcado junto a la entrada. Más allá, en húmedo rincón, el ataúd de una criatura, forrado en coco azul. Tenía encima una mata de claveles del aire muy blancos y apenas abiertos. En derredor, clavados en tierra, había hasta una docena de cabos de bujías, que ardieron sin duda toda la noche.

Era muy honda allí la soledad. En aquel vivero de ofidios, se respiraba aire extraño de osamenta y pasto verde. El sol derramaba intensa su claridad sobre tanta miseria, calentando por igual tierra, huesos y reptiles.

El campo estaba desierto y silencioso; sólo a lo lejos, en medio de secos cardizales, algunas gamas dispersas asomaban sus finas cabezas dominando los penachos violáceos, como atentas a una banda de ñandúes que giraban encelados con el alón tendido.

Cuando el pobre convoy llegó al sitio, serían las dos de la tarde. Se componía de cinco hombres y dos mujeres. El cajón era de pino blanco, con una cruz de lienzo del mismo color en la cabecera.

Había salido de los ranchos negros, que desde allí aparecían como hundidos en el fondo del valle, a modo de enormes hormigueros circuidos de saúcos.

Pusieron el ataúd en el suelo los conductores, y respiraron con fuerza, enjugándose los rostros con los pañuelos que traían anudados al pescuezo.

Las mujeres, una ya anciana, la otra niña todavía, se sentaron llorando en las piedras desprendidas del muro.

—Ya estamos, —dijo la primera—. ¡Cuánto cuesta llegar aquí!...


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2 págs. / 5 minutos / 18 visitas.

Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Sin Esperanza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El jefe de la estación, en su lugar, aguarda el tren, el duodécimo en aquel día despachado. ¡Qué movimiento el de la estación de Cigüeñal! Cosa de no parar un instante. Apenas sale un tren, ya es preciso pensar en la llegada de otro; y los intervalos de silencio y calma en que el andén enmudece y se ven los rieles desiertos, a estilo de severas arrugas sobre un rostro caduco, se diría que hacen resaltar, por el contraste, el bullicio infernal de las entradas y salidas.

El jefe aguarda. Dominando la fatiga, por una tensión mecánica de la voluntad; llamando en su ayuda las fuerzas de un organismo en otro tiempo robusto, hoy quebrantadísimo, minado en todos sentidos, como la tierra de los hormigueros, no piensa, no quiere pensar sino en su obligación. Terrible es la faena diaria del jefe de Cigüeñal. Para él no hay domingos, días festivos. Carnavales ni Navidades; para él no hay día ni noche; cada una tiene que levantarse tres veces: en invierno, tiritando; en verano, sudoroso, debilitado, aturdido; para él la vida es una serie de sobresaltos, y al campanilleo del telégrafo responde el golpe de su corazón en perpetua inquietud el latir de sus sienes, que acabarán por estallar bajo la presión férrea de la atención siempre fija.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 45 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Simulaciones

Gabriel Miró


Cuento


No recuerda ahora Sigüenza dónde ha leído —el no anotar, el no marginar el estudio, dejándolo que se le transfunda como elemento de la propia sangre, le incapacita para ser erudito o crítico—; no recuerda dónde ha leído que la moderna arquitectura metálica, de sostenes y costillajes monstruosos separados del organismo del edificio, osamentas de hormigón, vértebras y articulaciones de cemento, tiene sus antepasados en los contrafuertes, arbotantes y bizarrías del arte gótico.

Pues las formidables y chatas locomotoras Pacific tendrán también, por lo que atañe a su sirena, un antecedente de música litúrgica.

El silbo con ondulaciones y quiebros de tonada, el rugido en nota única, larga, enronquecida, hirviente, de gañiles rojos, se vocaliza en estas máquinas de los trenes del Norte, y profieren un salmo, una haz de notas acordadas dentro de un cañón de órgano negro. Desde que anochece hasta la madrugada, los Magnificat de los expresos, los Maitines de los mixtos, las antífonas de las máquinas-pilotos, todo el rezo de las horas ferroviarias sale del coro umbrío de la estación, esparciéndose por el barrio de Argüelles.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Simplicio

Émile Zola


Cuento


I

Había en otros tiempos —no olvides, Ninón, que yo debo este relato a un viejo pastor—, había en otros tiempos, en una isla que más tarde el mar devoró, un rey y una reina que tenían un hijo. El rey era un gran rey: su copa era la mayor del reino, su espada la más larga, bebía y mataba soberanamente. La reina era una hermosa reina: se ponía tanto maquillaje que apenas representaba cuarenta años. El hijo era tonto.

Pero tonto por completo, según decían las personas importantes del reino. A los dieciséis años acompañó a la guerra a su padre, el rey, que intentaba acabar con una nación vecina que le había hecho el agravio de poseer un territorio que él ambicionaba. Simplicio se comportó como un imbécil, pues salvó de la muerte a dos docenas de mujeres y a tres docenas y media de niños; lloró tantas veces como sablazos propinó su mano, y, además, la contemplación del campo de batalla, cubierto de sangre y sembrado de cadáveres, le causó tal impresión, inspiró tal compasión a su alma, que no comió en tres días. Como ves, Ninón, era un tonto en toda la extensión de la palabra.

A los diecisiete años asistió a un banquete ofrecido por su padre a todos los gastrónomos del reino, y cometió en él todo tipo de bobadas. Se contentó con tomar unos cuantos bocados, hablar poco y no jurar nunca. Su copa de vino estuvo a punto de permanecer llena durante toda la comida; y el rey, deseoso de salvaguardar la dignidad de su familia, se vio obligado a vaciarla, de vez en cuando, a escondidas.


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9 págs. / 15 minutos / 103 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Simple Historia

Javier de Viana


Cuento


Saturno sacudió las crines enredadas y fijando en el juez sus ojos grandes, negros, sinceros y bravos, dijo, con severidad y sin jactancia:

—«Viá declarar, ¿por qué nó?... viá declarar todito, dende la cruz a la cola. Antes no tenía porqué hablar y aura no tengo porqué callarme. Hay que rairle a la alversidad y cantar sin miedo, sin esperar al ñudo compasión, que no llega jamás pal que ha perdido la última prenda en la carpeta’e la vida.

El indio volvió a sacudir la cabeza, escupió y siguió diciendo:

—«A mí me han agarrao, y dejuramente había’e ser ansina: más tarde o más temprano se halla el aujero en que uno ha’e rodar... No me viá quejar, ni a llorar lástimas, que pa algo dijo ¡varón! la partera que me tiró de las patas. Viá contar todo, pues, pa desensillar la concencia, y disculpen si aburro, porque mi rilato va ser largo como noche’e invierno...

Velay, señor juez: Yo me crié con don Tiburcio Díaz, que, sin despreciar a los presentes, era güeno como cuchillo hallao. Supo tener fortuna y la jué perdiendo, porque le pedían y daba, le robaban y se dejaba robar; cuando vendía era al fiao. Asina se le jueron reditiendo los caudales y aconteció que al mesmo tiempo que dentraba en la vejez, entraba en la pobreza. Con eso...

—¡Concrétese a su caso! —exclamó impaciente el juez.

—¿Cómo dice? —interrogó Saturno.

—Que se ocupe de usted y su caso.

—P’allá voy rumbiando; pero precisa que me den tiempo, porque ninguna carrera se larga sin partidas.


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2 págs. / 4 minutos / 27 visitas.

Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Simón el Mago

Tomás Carrasquilla


Cuento


Entre mis paisanos criticones y apreciadores de hechos es muy válido el de que mis padres, a fuer de bravos y pegones, lograron asentar un poco el geniazo tan terrible de nuestra familia. Sea que esta opinión tenga algún fundamento, sea un disparate, es lo cierto que si los autores de mis días no consiguieron mejorar su prole no fue por falta de diligencia: que la hicieron, y en grande.

¡Mis hermanas cuentan y no acaban de aquellas encerronas de día entero en esa despensa tan oscura donde tanto espantaban! Mis hermanos se fruncen todavía al recordar cómo crujía en el cuero limpio, ya la soga doblada en tres, ya el látigo de montar de mi padre. De mi madre se cuenta que llevaba siempre en la cintura, a guisa de espada, una pretina de siete ramales, y no por puro lujo: que a lo mejor del cuento, sin fórmula de juicio, la blandía con gentil desenfado, cayera donde cayera; amen de unos pellizcos menuditos y de sutil dolor con que solía aliñar toda reprensión.

¡Estos rigores paternales, bendito sea Dios, no me tocaron!

¡Sólo una vez en mi vida tuve de probar el amargor del látigo!

Con decir que fui el último de los hijos, y además enclenque y enfermizo, se explica tal blandura.

Todos en la casa me querían a cual más, siendo yo el mimo y la plata labrada de la familia; ¡y mal podría yo corresponder a tan universal cariño cuando todo el mío lo consagré a Frutos!

Al darme cuenta de que yo era una persona como todo hijo de vecino, y que podía ser querido y querer, encontré a mi lado a Frutos, que, más que todos y con especialidad, parecióme no tener más destino que amar lo que yo amase y hacer lo que se me antojara.


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22 págs. / 39 minutos / 2.242 visitas.

Publicado el 19 de junio de 2018 por Edu Robsy.

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