Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento | pág. 75

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Puntería

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la mayor parte de los humanos les da que hacer entre los treinta y los cincuenta, y muchas veces más allá, por los abusos a que propende nuestra especie y en que no incurren los animales, eso que nosotros llamamos amor, y los teólogos con otro vocablo más crudo, y acaso menos distante de la verdad.

Sobre esto discutían dos viejos amigos, típicos ejemplares ambos de la estirpe española, que recorrido el camino de una vida de aventuras políticas y militares, y a pesar de singulares condiciones de arrojo, inteligencia y energía, habían visto fallida su ambición, y se consumían de tedio y hasta —¿por qué no decirlo?— algún tanto de envidia, viendo a los de «su tiempo», que no les llegaban a la suela del zapato, en altos puestos.

Uno de los viejos —aún robusto, fuerte y con señales visibles de guapo en otros días— procedía de América, y vencido en los disturbios de una de las jóvenes repúblicas, echado para siempre por el partido triunfante, iba amarilleando su malaventura, más que la de la afección al hígado, diagnosticada por el médico; y al otro, veterano de las guerras civiles y de otras guerras coloniales, donde realizó heroicidades y prodigó su sangre con incomparable gallardía, dijérase que un duende maléfico le estorbaba siempre recoger el lauro y la recompensa, y se atravesaba entre la fortuna y él. Era a los cincuenta y ocho, comandante, y si le preguntasen la causa de no haber avanzado más, acaso le fuese difícil responder. Otro tan bravo como Sebastián Palacios, difícilmente se encuentra, como no habían visto las llanuras y las cordilleras sudamericanas más recio y resuelto jinete que Doroteo Cárdenas, cuyos hechos eran hasta legendarios…; pero legendarios entre los indios; los civilizados pierden fácilmente la memoria.


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Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Puños del Desierto

Robert E. Howard


Cuento


1. La Estación de Yucca

Una pequeña estación, con la pintura herrumbrosa y agrietada por el sol ardiente —al otro lado de la vía férrea, algunas cabañas de adobe y unas cuantas casas de madera—, así era la Estación de Yucca, expuesta al calor en medio del desierto que se extendía de un extremo al otro del horizonte.

Al Lyman recorría el apeadero a la sombra poco abundante y sofocante de la pequeña estación, con sus botas barnizadas crujiendo sobre la gravilla. El tal Lyman era un hombre bajo, de hombros estrechos y caídos; la vestimenta mugrienta, barata, el producto típico de los barrios bajos de una gran ciudad. La nariz ganchuda, como el pico de un depredador, con los ojos penetrantes, apestando a mercachifle a una legua de distancia.

Su sustento andaba a su lado... Spike Sullivan, conocido por los habituales de la Sala Atlética de la calle Barbary. Gigantesco, con los hombros como los de un buey, manos gruesas y caídas a lo largo del cuerpo, medio abiertas, como las de un simio, cubiertas de pelos hirsutos y negros. Un rostro ceñudo, mandíbula prominente, ojos negros y de mirada estúpida. Al igual que Lyman, desentonaba en aquel decorado, y su verdadero nombre no sonaba muy parecido a Sullivan.

Miraba a su alrededor mientras seguía lentamente a Lyman... los dos hombres se movían porque, en aquel horno, era más soportable hacerlo que permanecer inmóviles. Sullivan frunció el ceño hacia la minúscula ciudad que se extendía al otro lado de las vías férreas, hacia el hombre apenas visible que estaba en la sala de espera, hacia el chucho tumbado debajo de un banco junto al muro de la estación.

El perro despreció la mirada del hombre. Se estiró y salió de debajo del banco, agitando la cola. Sullivan le apartó con un irritado juramento. Su gruñido rabioso retumbó en el silencio; el hombre de la sala de espera se acercó a la puerta y miró con frialdad a los extranjeros.


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Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Puñaladas Morales

Carmen de Burgos


Cuento


Era doña Cipriana un tipo original: alta, huesuda, con la piel amarillenta y arrugada y el cabello encanecido. Los mechones blancos que orlaban su frente no eran esas coronas cantadas por los poetas, símbolos de ilusiones desaparecidas que animaron un corazón juvenil; representaban más bien una prematura decrepitud; una naturaleza ajada por el tiempo y la monotonía de la vida.

Sus ojos llamaban la atención por la viveza de la mirada, á pesar de tener las órbitas hundidas y caídos los párpados, relampagueaba en ellos un rayo de vida, una luz extraña, algo que parecía indicar la llama del amor, viviendo todavía en aquella mujer de sesenta años.

Casada con un honrado comerciante, su existencia se deslizó como la de tantas otras mujeres para las que la vida se reduce á las indispensables ocupaciones caseras y que sólo ven en el marido la llave de la despensa, y que no tienen más relaciones con el mundo que el chismorreo continuo del vecindario.

La naturaleza le había negado el goce de la maternidad, y á la muerte de su esposo se encontró doña Cipriana con una fortuna regular y un corazón que jamás había latido á impulsos de la pasión amorosa.

Y ocurrió que la pobre mujer, bajo la influencia de la mirada de Antonio, un joven antiguo amigo de la casa, sintió despertarse la vida con toda la ternura y todas las nimiedades encantadoras y delicadas que son propias del amor.

Antonio era un joven alto, delgado, de correctas y nobles facciones, y de negros ojos, en los que se veía una mezcla extraña de energía, ternura, movilidad, viveza y melancolía.

Más de una romántica señorita suspiraba por el mozo, y alguna dama le perseguía detrás de la per siana con miradas ansiosas.


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Publicado el 21 de enero de 2025 por Edu Robsy.

Pulpete y Balbeja

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


Historia contemporánea de la Plazuela de Santa Ana


Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

(Cervantes)


No hay más decir sino que Andalucía es la mapa de los hombres rigulares, y Sevilla el ojito negro de tierra de donde salen al mundo los buenos mozos, los bien plantados, los lindos cantadores, los tañedores de vihuela, los decidores en chiste, los montadores de caballos, los llamados atrás, los alanceadores de toros, y, sobre todo, aquellos del brazo de hierro y de la mano airada. Si sobre estas calidades no tuvieran infundida en el pecho más de una razonable prudencia, y el diestro y siniestro brazo no los hubieran como atados a un fino bramante que les tira, modera y detiene en el mejor punto de su cólera, no hay más tus tus, sino que el mundo sería a estas horas más yermo que la Tebaida...

Por fortuna, estos paladines de capa y baldeo se contienen, enfrenan y han respeto los unos a los otros, librando así los bultos de los demás, copiando de aviesa manera lo que llaman el equilibrio de la Europa.

Aquí tose el autor con cierta tosecilla seca, y prosigue así relatando.


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5 págs. / 9 minutos / 46 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Puesta de Sol

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

La duquesa de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.

Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.

Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.

Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso.


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23 págs. / 40 minutos / 48 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Puesta de Sol

Javier de Viana


Cuento


Sinforoso y Candelario, eran los dos peones más viejos de la Estancia. Debían ser zonzos los dos, porque ya empezaban a envejecer, en una vejez que atesoraba trabajos sin cuento, y seguían tan pobres como cuando, jóvenes ambos, entraron en el establecimiento para recojer la tropilla en las mañanas, encerrar en la tarde los terneros de lecheras y hacer mandados a toda hora.

Eran viejos ya, Candelario y Sinforoso.

Como sus existencias habían bostezado juntas, pegada una a la otra, se conocían de la cruz a la cola y no tenían nada que decirse. Sin embargo, todas las tardes, concluido el trabajo de aradores a que finalmente les habían destinado, se iban al galpón, avivaban el fuego, calentaban agua, verdeaban y charlaban.

¿Qué podrán decirse aquellos dos hombres? Nada. Pero hablaban, hablaban, diciendo «nada o, lo cual en ocasiones y para ciertas personas, resulta lo más difícil de decir. Ellos lo ejecutaban por hábito...


* * *


El galpón, largo de veinticinco metros, tenía al frente una arcada mirando al campo. Puerta no tenía. En el fondo se amontonaban los cueros de oveja y los cueros de vacuno, juntos con herramientas de labranza. Allá por el medio, el fogón. Junto al fogón, mateando, Sinforoso y Candelario, charlaban.

—Ta dura la tierra.

—A sigún ... pal bajo no'stá mala.

—Si no apuramo, va venir tarde la siembra.

—Pal cañadón va precisar tres fierros por qu’está plagao de abrojos.

—¿Y en el aito?... ¡La chinchilla d'asco!... ¿No está medio frión?. ..

—No, tuavía está güeno... ¡Pucha! ¡los bichos coloraos m'están comiendo!...

—Frieguesé con caña.

—Se m’acabao. Pue que mañana baya a la pulpería, ansina le doy tempranito un galope al pangaré, pa bajarle la panza. Ta medio pesao.

—Dejuro, de ocioso... Tengo ganas de firmarlo en la penca'e Palacios...


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2 págs. / 4 minutos / 90 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Pues Señor...

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Érase que se era un hombre tan pobre que no tenía un céntimo, ni poseía cosa mejor que un traje todo girones, remiendos y corcusidos.

El hombre, por las mañanas, al levantarse del montón de heno que le servía de cama en lo hondo de una cueva, preguntábase invariablemente con inquietud de sobra justificada:

—¿Comeré hoy?...

Salía de la cueva é íbase á la ciudad, en donde se dedicaba á recitar con voz de hambriento, que es la voz más sombría y cascada que se conoce, romances, en los cuales se contaban maravillas de Eoldán, Gaiferos, Blancaflor, Merlín y Aladino: gente sí reunía el pobre hombre, que nunca faltan desocupados que con tales historias se queden boquiabiertos; lo que no reunía era un solo perro chico con que remediar su infelicísima suerte. Discurría socarronamente el concurro, que no debía necesitar de su auxilio quien se pasaba la vida entreteniéndole con tan fantásticas coplas, y Basilio —así se llamaba el malaventurado y parlante romancero— si quería comer tenía que mendigar las sobras de los hartos y blandos de corazón.

Parientes no se le conocían á Basilio, así como tampoco mujer alguna que con él compartiese su mísero destino.

Y no obstante, el mendigo, cada vez que recitaba en sus romances amores más ó menos extraordinarios, endulzaba la voz y en los ojos brillábale un deseo jamás confesado ni nunca satisfecho.

Si alguna pareja de novios se detenía en su corro, la miraba entre hosco y complaciente.

—¿Por qué no te casas? —hubo de preguntarle uno de tantos prójimos como en el mundo se desviven por averiguar lo que nada les importa.

—Eso no reza conmigo —replicó el hombre suspirando.

—¡Que! ¿No te gustan las mujeres?...

—¡Muchísimo!... —afirmó Basilio con vehemente sinceridad.

—Entonces...

—Yo no encontraré jamás una mujer que me quiera, porque jamás la he de buscar.


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4 págs. / 7 minutos / 40 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Puck de la Colina Pook

Rudyard Kipling


Cuento


CANCIÓN DE PUCK

¿Veis por ahí las sendas pisoteadas
que a través de los trigos aparecen?
Por ellas se arrastran los cañones
que a las naves del rey Felipe hundieron.

¿Y veis nuestro molino, tan pequeño,
que rechina y trabaja en el arroyo?
Muele su grano y paga su gabela
desde que se dictó el Domesday Book.

¿Veis nuestros silenciosos robledales
y las tremendas zanjas a su lado?
Allí fueron dispersos los sajones
cuando Harold caía en la batalla.

¿Y veis esas llanuras azotadas
por el viento, extendidas ante Rye?
Allí fue donde huyeron los normandos
cuando llegara Alfredo con sus naves.

¿Veis nuestros pastos solos y anchurosos,
donde los rojos bueyes ramonean?
Hubo allí una famosa ciudad, antes
que Londres se jactara de una casa.

¿Y veis, cuando ha llovido, los indicios
de un montículo, un foso, una muralla?
Un día allí acamparon las legiones
cuando César marchó para las Galias.

¿Y veis aparecer vestigios pálidos
en las colinas, cual si fuesen sombras?
Son las líneas que el hombre primitivo
marcó para defensa de sus pueblos.

Perdidos campos, pueblos y caminos;
marismas fueron lo que son hoy mieses;
antigua guerra, antigua paz y antiguas
artes, cesaron; y nació Inglaterra.

No es una tierra igual a la de todos,
ni aguas, ni bosques, ni siquiera brisas;
es la isla de Merlin, la isla de Gramarye,
donde nosotros dos vamos a ir.


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203 págs. / 5 horas, 55 minutos / 157 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Puchero de Soldado

Ricardo Güiraldes


Cuento


El tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.

Era un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras vidas camperas.

El viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.

Recuerdos. Y ¿qué recuerdos podía no tener ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?

De pronto pensó en voz alta:

— Nosotros nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos pero hay cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno no las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.

— ¿Qué les sucedió? —preguntamos, más por deferencia que interés.

— Figúrense que el gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue —se sabe— uno de los jefes expedicionarios.

Uriburu me envió quince hombres para completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa. Seríamos, pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.

Un hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.


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1 pág. / 3 minutos / 53 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Psicología del Intruso

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


El intruso para mí es el ser más misterioso de la creación. Cuando vi por la primera vez la osamenta gigantesca de un animal antediluviano, cuando leí las revelaciones que sobre los monstruos descubiertos en el fondo del océano por el príncipe de Mónaco hacían las revistas científicas, sufrí una sorpresa natural; pero luego olvidé esa novedad por otras, en la sucesión constante de preocupaciones que la vida nos ofrece. Pero el intruso me ha atraído siempre en forma permanente, y a pesar de los años no deja de preocuparme como en el primer día en que encontré uno. ¿Qué cosa es el intruso a punto fijo? ¿Es un hombre de buena o mala fe? ¿Sabe él mismo que es un intruso? Si lo sabe, ¿cómo insiste? ¿Con qué fin insiste? ¿La intrusión es un fenómeno físico o moral? ¿Es curable? Y, en fin, y para no abusar de las interrogaciones, la intrusión, ¿es consecuencia de excesivo orgullo y confianza en sí mismo o de timidez y desconfianza?

Y me hago esta última pregunta, porque el fenómeno contrario a la intrusión, es decir, el alejamiento de las personas, proviene en unos de orgullo y en otros de timidez. El arisco no va hacia los amigos o porque cree que deben buscarle o porque teme que su compañía no sea codiciable. No sería extraño que hubiera intrusos por soberbia y también por timidez.

Así como ocurre leyendo las memorias de los botánicos célebres, de los entomólogos, de los zoólogos, que cuando el sabio iba preocupado por la explicación de cierta planta extraña, del aguijón de un insecto o de las condiciones del estómago de un mamífero, se ha encontrado precisamente en ese momento con otra planta, con otro insecto u otro animal que le han contestado por inducción todas sus angustiosas interrogaciones; así me pasó con un intruso, hace muy pocos días, mientras viajaba hacia el sur.


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8 págs. / 14 minutos / 159 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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