Viaje a Brujas
Katherine Mansfield
Cuento
—Tiene para tres cuartos de hora —dijo el mozo—. Casi para una hora. Déjelo en la consigna, señora.
Todo el espacio ante el mostrador estaba ocupado por una familia alemana, cuyos equipajes, bonitamente enfundados y abotonados, tenían la apariencia de perneras de calzón a la antigua. A mi lado esperaba un clérigo joven y diminuto; su plastrón negro aleteaba sobre la camisa. Hubo que esperar durante un buen rato, porque el factor de la consigna no podía quitarse de encima a la familia alemana, que, a juzgar por lo entusiasta de sus ademanes, debía de estar explicándole las ventajas de abotonar tanto los equipajes. Por último la esposa tomó el bulto de su pertenencia y se puso a deshacerlo. El factor, encogiéndose de hombros, se volvió hacia mí.
—¿A dónde?
—A Ostende.
—Entonces, ¿para qué lo deja aquí?
—Porque tengo que esperar aún mucho tiempo —dije.
—El tren sale a las dos y veinte. No necesita traerlo aquí. ¡Eh, tú, ponlo ahí fuera!
Mi mozo lo sacó y el joven clérigo, que había seguido la escena, me sonrió radiante.
—Su tren va a salir. Saldrá en seguida. Sólo le quedan unos minutos. No lo olvide.
Mi perspicacia vislumbró en su mirada una señal de alarma, y fui corriendo al puesto de libros y periódicos. Al volver, mi mozo había desaparecido. En medio de un calor sofocante corrí por el andén de punta a punta. Todos los viajeros, menos yo, tenían su mozo y alardeaban de tenerlo. Y todos me miraban. Furiosa y desolada, leía en su mirada esa deleitosa fruición con que mira el que tiene calor a otro más sofocado todavía.
—Correr con un tiempo así es exponerse a una congestión —dijo una señora rechoncha, mientras se comía las uvas de un obsequio de despedida.
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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.