Barraquera
José de la Cuadra
Cuento
I
Los días de entre semana, a las doce quedábase el mercado vacío de compradores. La última cocinera rezagada cruzaba ya la puerta de salida, llevando al brazo la cesta de los víveres y balbuciendo maldiciones contra el calor y contra la entrometida perra que la jaló de las patas.
—¡Mejor mi hubieran dejao podrir en la pipa'e mi madre…!
—No blasfemée, vecina, que tienta a Dios.
—¡ Pa lo que a Dios le importa una!
—Récele a San Pancracio.
—Ese, sí; ese es milagroso.
—Y li oye al pobre.
—No, comadre; li oye al rico.
Ña Concepcioncita escuchaba, devota, medrosa. Se santiguaba repetidamente, precavida. Para no pecar. Porque también los oídos pecan.
Ella permanecía en su barraca, esperando la portavianda del almuerzo, que se la traía un longuito "suyo" que mercó en Licto y que se llamaba Melanio Cajamarcas. Esperaba, también, vagamente, a cualquier marchante ocasional —algún montuvio canoero, de esos que se van con la marea, "verbo y gracia"—, que le completara la venta horra de la jornada.
Mientras tanto, soñaba.
Esta hora caliente del mediodía, que le sacaba afuera el sudor hasta encharcarle las ropas, le propiciaba el recuerdo y la ensoñación.
Ña Concepcioncita ni podía explicarse por qué le ocurría aquello, ni le había pasado por la mente el explicárselo; pero, era lo cierto que le ocurría.
Lo más cómodamente que era dable arrellanaba las posaderas en el pequeño banquito que, tras el mostrador y entre los sacos de abarrotes, le servía de asiento; dejaba descansar sobre los muslos rollizos, hinchados de aneurismas, la barriga apostólica; cruzaba contra las mamas anchotas los brazos; cerraba a medias los ojos; y recordaba, y soñaba…
Dominio público
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Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.