Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento | pág. 31

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etiqueta: Cuento


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Canción de Acero

Arturo Robsy


Cuento


LA NO MUERTE D'ARTÚS

Aquí se habla de hoy y de mañana. No de ayer. De hombres, acero y piedra.

El mundo solo, nublado, dormido. La Gran Espada clavada en la piedra viva y un joven que la empuña y la saca de su encierro: el mundo se estremece. Todo empieza.

Piedra solitaria.

De la espada se ha hablado. De la piedra viva, pura luz de manantial, nunca. Y era el soporte de un mundo nuevo, el cimiento de otra edad.

—¿Cómo era la piedra? — preguntaron, mucho después, al joven los que jamás la vieron.

—Era — explicó— sílex cóncavo y vibraba como una palabra que se va a decir.

Mago.

El mago, impaciente tras años de tanta y repetida historia, gritó tras la gran mesa:

—¿Es que nadie entenderá al fin que el hierro nace de la piedra y el acero bruñido de la luz? ¿Habrá que decir, de nuevo, que el pedernal, la más dura piedra, sólo existe porque el acero es lumbre?

Rey.

—¿La espada me hace Rey, mago?

—¡Qué juventud! La espada te obliga a ser hombre. Y sólo el hombre es rey.

—¿Rey de qué?

El aire quedó en suspenso: La brisa y el pedernal, el acero y el agua escuchaban:

—Sólo es posible ser rey de una cosa: de Justicia. Y, de uno mismo.

Acero.

Artús es rey. Tiene la espada del Rey, sacada de la piedra antigua y cóncava: entrambas son la Unión de ayer y hoy, de lo moderno y lo antiguo.

Pero es rey de un reino de uno. Menos que eso quizá, porque ni se domina ni se vence. No tienen razón mejor salvo el brillo del acero, cuando lo levanta al sol. Tampoco tiene verdad para llenar un estandarte.

El tiempo nuevo.

Algunos cómites, en la hora miserable del reino dividido y discorde, quieren ver al muchacho que, al sacar la espada hundida en la noche del sílex, venció a la piedra y es rey del nuevo tiempo.


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Publicado el 13 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Candado

José de la Cuadra


Cuento


Cuando «la Piltrafa» obtenía las dos primeras monedas de a cinco centavos se sentía como feliz.

—Ya hay p’al cuarto —murmuraba.

Y sobre la boca de labios moraduzcos flotaba una sonrisa leve, que dejaba al descubierto las encías vacías.

«La Piltrafa» llamaba, así, pomposamente, «el cuarto», a la pocilga donde se revolvía cada noche, sobre las tablas, con el hijo chiquitín entre los brazos... El cuarto aquel era el dormidero, algo como el hogar nocturno...

Porque en el día eran las calles... Las calles populosas, angustiadas de tráfico, febricitantes bajo el sol... Las calles anchas, hermosas como avenidas, bordeadas de edificios soberbios, por las cuales circulaba en oleadas la gente que puede regalar de limosna las lindas piezas de a cinco centavos.

Clamoreaba «la Piltrafa»:

—Una caridad, futrecito... Hágalo por su mamá... Por Diosito, hágalo... Vea: me dan unos ataques...

El alquiler del cuarto era de tres sucres mensuales. Pagaderos en partes proporcionales cada sábado.

Diez centavos diarios... Dos piececillas de a cinco, de esas brillantes, redonditas, que parecen juguete...

—Una caridad, niñito...

El sábado por la tarde iba a buscar a «la Piltrafa» un señor de rostro hosco, que no reía nunca. Este señor era el corredor. Cobraba el alquiler irremisiblemente. Le mostraba un papel. Recibía las piezas de a cinco centavos. Las recontaba, un tanto asqueado, con las puntas de los dedos no más. Y las echaba en una gran bolsa de cuero. Era después de esto que le daba el papel a «la Piltrafa». Antes no. Lo enseñaba de lejos, como se enseña un bocado de carne a un perro hambreado. Lo mismo.

«La Piltrafa» guardaba el papel en el seno. Tenía ya muchos papeles. Tantos que habría podido cubrir con ellos las paredes del cuarto.


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Publicado el 27 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Candelario

Javier de Viana


Cuento


Como venía cayendo la noche y había que recorrer aún más de dos leguas para llegar a las casas, don Valentín dijo a Candelario:

—Vamo a galopiar.

—Vea patrón qu'el camino es fiero, que su mano está pesada y qu'el diablo abre un aujero cuando quiere desnucar un cristiano...

Sonrió el estanciero, resolló fuerte, irguió el gran busto y respondió en son de burla:

—¿T'imaginás, mocoso, que por que ya soy de colmillo amarillo ya no tengo habilidá pa salir parao si se me da güelta el matungo?...

Y sin esperar respuesta, levantó el arriador, un arriador de raiz de coronilla, adornado con virolas de plata, y le dio recio rebencazo al ruano, que emprendió galope, por la cuesta abajo, en una cortada de campo por terreno chilcaloso, todo salpicado de tacuruces.

Candelario, sin osar observaciones, puso también su caballo a galope.

Sabía que era siempre inútil contradecir a su patrón, y más inútil todavía cuando se encontraba como esa tarde, algo alegrón.

Don Valentín Veracierto era un hombre como de cincuenta años, alto, grueso, grandote, poseía una estancia de valía sobre la costa del Arroyo Malo, y era un hombre muy bueno, muy bueno...

Tenía un carácter jovial y su mayor pasión era jugar al truco; jugar al truco por fósforos, por cigarrillos, por las «convidadas», a lo sumo por un «cordero ensillado»—lo que quiere decir, un cordero con pan y el vino correspondientes. Las partidas tenían lugar casi siempre en la pulpería inmediata, y de ellas provenía la anotación semanal en la libreta: «Gasto... tanto».

La partida «gasto» ocultaba, sin detallar, los copetines bebidos y los perdidos al truco.

Él perdía siempre; y esto le mortificaba muchísimo, porque tenía el prurito de ganar. Y no por avaricia, sino por orgullo de triunfador.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 24 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Candelilla

Federico Gana


Cuento


Un mediodía de primavera, mi padre que se paseaba, como era su costumbre, por el corredor interior de las casas del fundo, me dijo:

—Tienes que ir luego a los potreros de abajo, a Los Montes, porque don Calixto me ha mandado decir que mi medianía estaba mala y se le pasaban mis animales. Anda con el Candelilla para que te señale bien.

Llamé en voz alta y tendí mis miradas por el largo corredor, en cuyo extremo se agrupaban los peones que esperaban el pago, y no vi entre ellos, al llamado Candelilla. Allí estaban, afirmados en los pilares o paseándose y mirando cavilosos el suelo, algunos trabajadores que conocía desde la niñez.

El viejo don Bartolo; el hercúleo Juan Sierra; el Chercán, vejete pequeflito apergaminado, vestido de andrajos; el borracho y fiel regador del potrero de Santa Teresa, don Sosa; Núñez, el bodeguero; éstos eran, puede decirse, los criollos, los aborígenes del fundo; pero Candelilla no estaba.

El apodado Candelilla, a causa tal vez de sus ojos claros y rubios cabellos, era una especie de vagabundo, casi siempre invisible para mí, y muy popular en esos contornos. Sabía yo vagamente que era algo así como un ayudante intermitente del cuidador de animales, sin sueldo y con ración, solamente cuando trabajaba; que muchas noches llegaba a la cocina de las casas a comer cualquier cosa de los restos; que en los veranos, cuando llegaba la época de los cortes y cosechas de trigo, emigraba al sur, a Traiguén, la Victoria, la Frontera, en busca de trabajo, llegando, después, en invierno y entradas de primavera, a refugiarse al calor del fogón hospitalario de las cocinas, como tantos otros.

De pronto, del grupo de peones una voz ronca, alegre, burlona, de acento despreciativo, dijo:

—Patrón, allá viene el Candelilla...

Se escuchaban risas contenidas...


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8 págs. / 14 minutos / 102 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Candidez

E.T.A. Hoffmann


Cuento


Un enfermo que sufría un tenaz insomnio se vio obligado a tener todas las noches a alguien a su lado, con quien no sólo pudiese hablar, sino que también le prestase la necesaria ayuda en su estado paralítico. Así pues, un hombre joven debía velar al enfermo; pero en vez de velar, cayó él mismo en un sueño del que no podía despertar. Esa noche, el enfermo estaba invadido por un espíritu especial de humor alegre, digamos musical, y se acordó de todas las posibles canciones y cancioncitas que él solía cantar antes y las cantó con voz clara. Finalmente, cuando contempló el rostro durmiente de su vigilante, le parecieron muy graciosos tanto el rostro como la situación en conjunto. Llamó en voz alta al vigilante por su nombre y le preguntó, mientras éste se sacudía el sueño, si tal vez el canto le molestaba en su descanso.

«¡Ah, Dios!», replicó de forma muy inocente y seca el joven vigilante, mientras se estiraba, «¡ah, Dios, ni lo más mínimo! ¡Cante usted, por Dios, consejero ***, tengo un sueño profundo y sano!» Y con eso se volvió a dormir, mientras el enfermo entonaba con voz clara:

Sul margine d’un rio, etcétera.


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Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

¡Canta, Compadre, Canta!

Arturo Robsy


Cuento


A Vicente M., redomado golfista, con admiración


—¡Las diez y misión cumplida! ¿Estamos todos aquí? ¡Quién sabe! A ver: Antonio (¡Presente!), Juan (¡Servidor!), Cristóbal (¡Cómo éste!), Pedro...

—¡Pedro!

—Que no, que no está Pedro. Pero, ¿cómo es eso? Si hace un momento que le vi hablando con Juan.

—Eso era ayer, tú.

—¿Ayer? ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo!

—No importa, ¿verdad? Somos bastantes. Así está bien. Somos uno, dos, tres, cuatro y cinco.

—Pero, ¿qué hacemos?

—¡Qué hacemos! ¡Qué hacemos! ¡Punto redondo!

—¿No son las fiestas? Pues a divertirnos. Compraremos espantasuegras y trompetas y gorros de papel y pelotas con elástico, y nos divertiremos.

—También hemos de subir en los autos de choque.

—Y a ese balancín. Cuando sube se te revuelven las tripas de una manera...

—Pero, ¿a qué hora iremos al baile?

—Hay tiempo para todo, ¿no?

—Pues, hale, a por el espantasuegras (matasuegras tendría que ser, matasuegras).

Caminamos por la calle mayor en busca de la primera "turronera", que a saber por qué se llamará así, porque, de turrón, nada. Calle Mayor abajo, con buena alegría en la cabeza y divertido sonar de la calderilla en los bolsillos.

El ciudadano Antonio es el primero en desmandarse.

—¡Me cisco en los espantasuegras! ¿No veis que Casa Manolo está abierto?

—¡Eso! Lo primero es tomar un buen gin.

—Claro que sí.

Lo primero y lo último, porque sabe Dios el gin que hemos trasegado entre los seis durante el día... Perdón: los cinco, porque Pedro ha desaparecido. No importa. Casa Manolo tiene la virtud de tranquilizar las más rebeldes conciencias.

Cristóbal canturrea a mi lado mientras esperamos la vez:

—Amur, Amarillo y Azul; Bramaputra, Ganges e Indo.

—¿Y eso?


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Publicado el 20 de abril de 2022 por Edu Robsy.

Cantiga de los Esponsales

J. M. Machado de Assis


Cuento


Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.

Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren.

El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. “La misa será dirigida por el maestro Román”, equivalía a esta forma de anuncio, años después: “Entra en escena el actor João Caetano”. O a esta: “El actor Martinho cantará una de sus mejores arias”. Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba esto que él fuera el autor de las misas; esta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cantó un Gallo

Guy de Maupassant


Cuento


I

Berta de Avancelles había desatendido hasta entonces todas las súplicas de su desesperado admirador el barón Joseph de Croissard. Durante el invierno en París, el Barón la había perseguido ardorosamente, y después organizaba diversiones y cacerías en su residencia señorial de Carville, procurando agradar a Berta.

El marido, el señor de Avancelles, no veía nada ni entendía nada, como siempre acontece. Según pública opinión, estaba separado de su mujer por impotencia física, motivo suficiente para que la señora lo despreciase. Además, tampoco su figura lo recomendaba: era un hombrecillo rechoncho, calvo, corto de brazos, de piernas, de cuello, de nariz, de todo.

Berta, por el contrario, era una arrogante figura, una hermosa mujer, morena y decidida, riendo siempre con risa franca y sonora. Sin preocuparse jamás de la presencia de su marido, quien públicamente la llamaba "señora puches", miraba con cierta expresión complacida y cariñosa los robustos hombros, los bigotes rubios y soberbios de su admirador invariable y tenaz, el barón Joseph Croissard.

Sin embargo, Berta no había hecho aún concesión alguna.

El Barón se arruinaba por ella, proyectando sin cesar fiestas campestres, cacerías, placeres nuevos, a los cuales invitaba a las más distinguidas personas que veraneaban en aquella comarca.

Todos los días los perros aullaban por el bosque, persiguiendo al zorro y al jabalí; cada noche deslumbrantes fuegos artificiales mezclaban sus resplandores fugaces con los de las estrellas, mientras que las ventanas del salón proyectaban sobre los paseos ráfagas de luz cruzadas a cada punto por movibles sombras.


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4 págs. / 8 minutos / 108 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cañuela y Petaca

Baldomero Lillo


Cuento


Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?


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11 págs. / 19 minutos / 239 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Caperucita Roja en el Tren

Arturo Robsy


Cuento


Anochecía en la estación y la gente, entre dos luces, resoplaba arrastrando las maletas. ¿Me hace el favor? ¿El tren para tal sitio? ¿Sí, dónde está? ... Al final de cada vía carteles luminosos explicaban, más o menos confusamente, la hora de salida y el destino.

Era la hora punta de los abre coches, de los mozos-que-buscan-taxi y, en general, de toda la fauna y flora de pseudo-desocupados que viven a costa del viajero vergonzoso. ¿Y qué le doy a éste por abrirme la puerta del coche? ¿Cinco duros? ¿Y a éste que llama al taxi al tiempo que yo y que corre tras él agitando los brazos hasta que frena? ¿Otros cinco? ¿Y al que se empeña en cogerme la maleta, casi en arrancármela de la mano? ¿Lo mismo?

¡Dios qué caros salen los viajes! Los altavoces zumban con sintonía mecánica y desafinada: "el tren expreso con destino a Barcelona, que tiene su salida a las veinte quince, se encuentra situado en la vía seis". Qué bien. Los obreros que conducen sus mulas mecánicas cargadas de equipajes sortean público y, a veces, solo por pura diversión frenan ostensiblemente: "¡atontao! —dicen— ¿No ve usted que paso?".

Muy bien, muy bien: así son las estaciones y, forzosamente, se debe atravesar toda esa confusa jungla antes de encontrarse al relativo amparo del departamento. Por supuesto que, a la puerta de cada coche, un señor con gorra de plato vuelve a arrebatar la maleta del viajero y, por otros cinco duros, se la coloca en la seguridad del maletero. Por menos de veinte duros en total (taxis aparte) uno no se sube al tren.

El soltero los pagó y se refugió en el departamento dispuesto a leer la revista humorística recién comprada y a quedarse dormido después ojeando una antología de relatos de miedo. Se las prometía felices cuando entró una señora con tres niños colgados de la falda. Acomodaron su equipaje, se libraron de sus abrigos, le dieron las buenas tardes y...


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8 págs. / 14 minutos / 142 visitas.

Publicado el 15 de junio de 2019 por Edu Robsy.

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