Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento | pág. 32

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Caprichos de la Gloria

Javier de Viana


Cuento


Para Antonio de Luque.

I

En Entre Ríos, a pocas cuadras del Mocoretá hermoso, había, en los ya lejanos tiempos de mi relato, un pueblecillo que se empinaba con presunciones de ciudad, cuando estaba holgado dentro de su camisa de aldea.

El pueblo era pobre y feo; parecía una peña en la loma, igual de siglo en siglo, parecía un feto conservado en alcohol. Era feo, pero se enorgullecía con los paisajes que desplegaban maravillas en el contorno: una colina suave y grácil como torso de mujer; un bajío riendo con el verde esmeralda de su espeso vellón de grama; y luego un río que insinuaba entusiasmos con la obsidiana de su pajonal tremulante; que tejía ensueños de siesta tropical con las suaves guedejas de sus sauces y las ásperas crines de sus ñandubays; que ofrecía frescor de niño a las ideas cansadas, con el espejo etrusco de sus lagunas que besando camalotes y mordiendo arenas, muestran plata pulida con las escamas de las mojarras, y hierro fuliginoso con las mandíbulas del yacaré.

Los vientos llegaban a la aldea cansados de galopar por las cuchillas, desmoralizadas sus legiones en el continuo batallar con las selvas vecinas, y al caer sobre los naranjos y durazneros de los patios coloniales, en vez de morder, besaban, y en lugar de rugir, reían. Con su adorable cielo azul, fecundo en riegos, y con la ayuda de un sol dadivoso, la tierra producía casi sin cultivo, desde la humilde hortaliza hasta la flor preciada.

En tales condiciones, la vida habría debido transcurrir allí en una tranquilidad y una dulzura envidiables. Y, sin embargo...

Faltaban muchas cosas en el pueblo, casi todas las cosas útiles; pero no el café, el boticario, el procurador, el curandero y la "opinión pública". Esta última estaba representada por dos bandos,—los "verdes" y los "amarillos",—quienes se odiaban recíprocamente con todo el fuego que encendía en sus almas el quemante sol mesopotámico.


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Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Captura Imposible

Javier de Viana


Cuento


El hecho ocurrió en una provincia muy próxima a la capital, y en una época nada remota. Se impone esta advertencia, porque, de haber sucedido en el lejano norte, y durante el caos de la organización nacional, ofrecería un interés muy relativo.

Contó el caso ante numeroso auditorio, reunido en la trastienda de la pulpería principal del pago, don Melitón Zavaleta, viejo gaucho que, en sus ochenta años de vida campasina, «había visto —en su decir— de todo, menos caballos verdes, burros parejeros y justicia justiciera».

—En el tiempo de antes vide muchas cosas fieras: vide paisanos güenos palenquiaos como potros, p’hacerles aflojar el cogote; vide otros a quienes les sobaron los costillares a talerazos y vide otras cosas entuavía piores, que no las digo porque de sólo mentarlas me se descompone el estómago...

—¿Y a usted no le salpicó el barro?

—En aquel entonces,... y áura es cuasi lo mesmo,... defender la justicia era dir contra l’autoridá... Tapemo el cuerpo’el dijunto con el poncho del olvido... y vamo al cuento, qu’es achura de vaca ricién carniada...

—A mí me lo contó el escribiente de la polecía de... no quiero decir de ande, porque quien tiene esperiencia tiene sencia y el diablo sabe más por viejo que por lo que aprendió en la escuela.

—¿Hay escuelas en el infierno?

—¡Dejuro qui’a de haber!

—Pero máistros no, porque siendo la vida pa ellos un infierno, deben estar en el paraíso por santos.

—O en el purgatorio, por zonzos.

—Bueno —intervino el almacenero—dejenló a don Melitón que termine su cuento.

—Ya lo viá rematar... Es el caso que un gran comerciante’e la capital mardó a la provincia un... yo no mi acuerdo cómo los llaman... vichador... ambulante... no mi acuerdo...

—¿Un corredor?


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Publicado el 2 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Cara de Luna

Jack London


Cuento


La cara de Juan Claverhouse era un fiel trasunto de la luna llena; ya conocen ustedes el tipo: los pómulos muy separados, la barbilla y la frente redondas, hasta confundirse con los rubicundos mofletes, y la nariz ancha y corta, como una pelota de pan aplastada en la pared, ocupando el centro de la circunferencia.

Quizá fuera ésta la razón del odio que sentía por él; su presencia me resultaba insoportable, y lo conceptuaba como una especie de mancha sobre la tierra. He llegado a creer que mi madre, durante el embarazo, tuvo algún antojo, algún motivo de resentimiento con la luna; qué sé yo…

Sea por lo que fuere, lo cierto es que yo lo odiaba, y no debe creerse que él, por su parte, me había dado motivo alguno, por lo menos a los ojos del mundo; pero la razón existía, no cabe duda, aunque tan oculta, tan sutil, que no encuentro palabras con que poder expresarla. Todos conocemos esta clase de antipatías instintivas; vemos por primera vez a un desconocido, a una persona cuya existencia ignorábamos y, sin embargo, en el momento de verla decimos: “No me gusta ese hombre o esa mujer”. ¿Por qué no nos gusta? ¡Ah! Lo ignoramos; no sabemos sino que es así, que nos cae antipático; eso es todo. Tal fue mi caso con Juan Claverhouse.

¿Con qué derecho era dichoso un hombre semejante? Nunca vi optimismo como el suyo; siempre risueño, siempre contento y siempre encontrándolo todo bien, ¡maldita sea!…


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cara Perdida

Jack London


Cuento


Era el final. Subiénkov había seguido una larga huella de amargura y de horror, buscando las capitales de Europa como la paloma mensajera busca la querencia, y aquí, en América rusa, la huella había cesado. Sentado en la nieve, los brazos hacia atrás, maniatado a la espera de la tortura, miraba curiosamente a un enorme cosaco, postrado en la nieve, gimiendo en su agonía. Los hombres habían terminado con el gigante y ahora les tocaba a las mujeres. Sus gritos atestiguaban cuánto más diabólicas eran ellas.

Subiénkov miraba y se estremecía. No temía a la muerte. Demasiadas veces había arriesgado la vida en esa fatigosa huella de Varsovia a Nulato, para que el hecho de morir lo arredrara.

Pero se rebelaba contra la tortura. Su alma se sentía ofendida. Y esta ofensa, a su vez, no se debía al mero sufrimiento que debería soportar, sino al doloroso espectáculo que daría. Sabía que lloraría y rogaría y suplicaría, como Big Ivan y los otros que lo precedieron. Esto no era lindo. Morir valerosa y limpiamente, con una sonrisa y una burla, eso hubiera estado bien. Pero perder el control, ver trastornada el alma por los paroxismos de la carne, chillar y balbucear como un mono, convertirse en una bestia… eso era terrible.


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Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Carancho

Javier de Viana


Cuento


A Hilario Percibal.


Muy pocas personas conocen su verdadero nombre; yo creo que él mismo lo ha olvidado á fuerza de sentirse llamar desde hace cerca de medio siglo, «Carancho», el negro Carancho y nada más.

Porque Carancho hace mucho tiempo que es viejo, El cuerpo enorme, alto y ancho se conserva siempre erguido, pero los ojos, color borra de vino denuncian una montonera de años y, por otra parte, las motas están casi blancas, cosa que en un negro indica la proximidad de la centuria.

Así y todo, Carancho continúa fuerte, capaz de voltear con cuatro hachazos un coronilla de veinte postes y de quebrarle la «carretilla», de un «seco», al bagual más cogotudo.

Carancho vive y ha vivido siempre allá por Cerro Largo, cerca de la frontera, y probablemente nació allí, aunque él no lo sabe, como tampoco sabe quiénes fueron sus padres. Si alguien se lo pregunta, responde invariablemente:

—No mi acuerdo; cuando nací era muy botija; pero carculo que debo haber nacido en un bañao, de algún güevo guacho de ñandusá farrista, porque á pesar de haber rodao por tuito el país, como si juese taba ’e chancho, en tuavía no he tropezao con un pariente.

—Los parientes son los peores, cuando la familia es larga—filosofó uno, cierta vez; y el negro respondió:

—La mía es como cola ’e perdiz.

Cuando era joven, Carancho tuvo sus veleidades revolucionarias, y como casi todos los negros, se hizo blanco. De sus campañas le quedaron dos cosas: la fama de muy guapo y un profundo disgusto por el oficio.

El solía decir:

—Como siempre tuve una juerza ’é toro, con cada lanzazo hacía un dijunto, y me cansé de trabajar pa los cuervos, los caranchos y los chimangos!...

—¿Como cuanta gente habrá muerto Carancho?...

A quien le interrogó de esa manera, el negro respondió mirándolo severamente:


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Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Carbón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se llamaba así, pero alguien se lo puso de mote, y el mote corrió en el balneario. Su verdadero nombre, o por lo menos el de cristiano, el que había recibido en la pila bautismal, era Francisco Javier. El de Carbón prevaleció porque pintaba con un solo enérgico trazo la cara negrísima del niño catequizado, recogido y prohijado por el buen obispo de R..., a quien acompañaba, como muestra viviente de los frutos del Evangelio en las posesiones lusitanas del África.

Al pronto, Carbón y su obispo fueron muy curioseados y celebrados; después la gente se acostumbró a ellos, y pasaban casi inadvertidos entre la muchedumbre de agüistas. A mí, por el contrario, cada día me interesaban más los dos portugueses, el apóstol y el catecúmeno. Aunque por lo general los obispos dan alto ejemplo de caridad y de dulzura, el de R... sobrepujaba en esto a cuantos conozco. Veíase en él al misionero que ha vivido en contacto con gente de muy varias creencias, y que siempre tuvo por armas la humildad y el amor, sin apoyo alguno en la autoridad ni en la fuerza. No por eso realizaba el tipo modernista del prelado vividor y cortesano: en medio de su tolerancia, el obispo respiraba una fe ardiente, tanto, que era refrigerante para el espíritu acercarse a él, escucharle. Cuando refería sus campañas y aventuras de soldado de la fe y los mil riesgos de que le había salvado casi milagrosamente la Providencia, su rostro amarillento y desecado por terrible enfermedad hepática parecía irradiar luz, y en sus pupilas pálidas y amortiguadas se encendía un resplandor celeste. Sólo el movimiento de su mano extendida sobre la cabeza de Carbón, sólo su sonrisa al decir al negro: «Hijo mío», bastaban para revelar el ardor de la bondad en su alma, y para probar que la sangre de Cristo florecía en ella, como los rojos granados en los oasis del desierto sahariano.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

¡Carbón! ¡Carbón!

Miguel de Unamuno


Cuento


—¡Carbón! ¡Carbón! —gritaba un pobre hombre recorriendo, fatigado, el estrecho patio— ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón! El fuego sagrado se apaga y me voy a helar... ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón para mantener el fuego sagrado!

Acercóse a un pobre anciano de cara estúpida y con voz suplican e le dijo:

—Señor, un poquito de carbón, por amor de Dios.

—¿De piedra o vegetal? —preguntó el viejo.

—Dios se lo pague...

Y se fue gritando:

¡Carbón! ¡Carbón! ¡Mas carbón! Es preciso mantened el fuego sagrado.

Cansado de gritar y pedir lo que nadie le daba, se retiró a un rincón, sentóse en el suelo, recogió entre las rodillas la frente bañada en sudor y, cubriéndose la cabeza con las manos, se quedó escuchando el sordo rumor del fuego sagrado.

Poco tiempo estuvo así; un viento enorme erizóle los cabellos, le sacudió el corazón y le heló la sangre. Se levantó en pie; estaba solo. La luz creía, era cada vez más intensa. El ancho campo se iluminaba, las medias tintas se borraban, las sombras convertían se en medias tintas, para borrarse luego, y los colores todos iban desapareciendo. Fueron borrándose de ante su vista los objetos; el mundo todo se teñía de purísimo blanco, y pronto dejó de ver todo y solo vio un inmenso espacio blanco de plata, blanquísimo. La luz crecía y seguía creciendo; tanto creció, que parecía todo un inmenso sol a dos dedos de distancia. Los ojos de mi hombre se cegaron, y vióse sumido en las eternas e insondable tinieblas. Cesaron los rumores todos, los últimos cantos lejanos se apagaron, apagóse el fuego sagrado y quedó como único remanente de la nada, la nada, y él, que, siendo nada, la contemplaba.


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Caridad Bien Ordenada

Miguel de Unamuno


Cuento


Uníase en don Elenterio a una honda filantropía trascendental un clarísimo concepto de la función de la beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecían perder. Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veía la diferencia radical entre la caridad y la justicia, como tampoco la veía entre la libertad y el orden. Guiado de estas razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento ciego.

La verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes, sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados todos, y ofreciendo obras de piedad en favor de ellos.

Pertenecía don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus, en que creía a pies juntillas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cariños de Familia

Guy de Maupassant


Cuento


El tranvía de Neuilly había dejado atrás la puerta Maillot y corría en línea recta a todo lo largo de la gran avenida que va a parar al Sena. La maquinilla, enganchada a su vagón, pitaba para que se apartasen de su camino, escupía su vapor, jadeaba como corredor al que falta el aliento, y sus émbolos se movían con ruidos precipitados de piernas de hierro. Caía sobre la calle el pesado calor de una tarde de verano, y, aunque no soplaba brisa alguna, ascendía del suelo un polvillo blanco, calizo, opaco, asfixiante y cálido que se pegaba a la húmeda piel, cegaba la vista, penetraba en los pulmones.

La gente salía a la puerta de sus casas, en busca de aire.

El vagón de pasajeros tenía bajadas las ventanillas, y todas sus cortinas ondeaban, sacudidas por la rápida carrera. Eran pocas las personas que iban dentro, porque en días tan calurosos la gente prefería viajar en la imperial o en las plataformas. Iban obesas señoras de vestidos presuntuosos, burguesas de barriada que suplen la distinción de la que carecen con una tiesura inoportuna, oficinistas cansados del despacho, de caras amarillentas, cintura doblada y un hombro algo más alto que otro, del mucho trabajar encorvados sobre la mesa. La expresión intranquila y triste de sus rostros revelaba también preocupaciones domésticas, constantes apuros monetarios y viejas esperanzas definitivamente fracasadas; porque todos ellos formaban parte de ese ejército de pobres hombres raídos, que vegetan económicamente en mezquinas casas de yeso, que tienen por jardín un arriate y se alzan en medio de esos campos de los alrededores de París, en los que se aprovechan los residuos de todos los pozos negros.


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31 págs. / 54 minutos / 93 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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